por Ludovicus
Me disculpará el lector doblemente: por insistir sobre este personaje menor llamado Bergoglio y por robarle el título del post a Umberto Eco; vaya pues mi homenaje al hombre que como Joyce, debía a Tomás de Aquino y a la Iglesia más de lo que, infortunadamente, les devolvió.
Para lo primero, no tengo más excusas que el intento de vincular las cada vez más excéntricas declaraciones y “gestos” bergoglianos con la gran crisis que envuelve al pensamiento católico y a la Iglesia en los últimos siglos. Bergoglio es un epifenómeno de la crisis —pintoresco y desestructurado, eso sí, como los hippies lo fueron de la sociedad de la posguerra. En otras ocasiones, ya hemos procuramos mostrar en este blog cómo algunas desviaciones de Bergoglio no son más que manifestaciones de tendencias antiguas, de vicios seculares. Y en otras causas, sus declaraciones hacen daño, subvierten y confunden, como con su reciente declaración sobre el carácter secundario de la propiedad privada.
Y vamos al título. Cuando lo pergeñó Eco (ver aquí), pensaba, más que en el “padre” Fernando Lugo — y me refiero a aquel obispo paraguayo que debió renunciar en 2006 ante la aparición de numerosos hijos y que terminó como frustrado presidente de su país—, en un Papa heredero de la tradición de las misiones jesuíticas, “más paraguayo que argentino”. Como en el mismo artículo Eco confiesa que el principal conocimiento sobre las misiones que posee procede de la película homónima protagonizada por Robert de Niro, perdonémosle la porteñada.
Pero hay algo en lo que Eco no se equivoca. Insinúa que el ideario político del primer y último papa argentino es precisamente la estructura socio política de la misión guaraní. Y con mucha gentileza se queja de la inconsistencia con el Estado moderno y laico de una teocracia basada en un socialismo utópico, la teología de la liberación.
Eco ha dado en el blanco. El proyecto bergogliano es fundamentalmente clerical, en cuanto pretende imponer estructuras sociales y políticas prudenciales subordinadas a la ideología de su portador. Cuando el papa subleva a las masas latinoamericanas al grito de destruir las estructuras económicas y combatir al capitalismo, está entrometiéndose en el ámbito secular igual que un Papa güelfo o renacentista. Cuando apoya en forma descarada una opción política y descarta otra está cometiendo un abuso de poder. Esta intromisión de los poderes espirituales (bien que a la mayor gloria de Bergoglio) en el Estado tiene su correlato en la intromisión del pintoresco “magisterio” bergogliano en el ámbito de la razón natural. Es tan ilegítima la promoción del kirchnerismo o sus coqueteos cubanos como la aceptación de la hipótesis del calentamiento global o la condena de la teoría del derrame o de los aires acondicionados.
Las misiones jesuíticas eran paternalismos benevolentes que aplicaban la gradualidad para sacar a los indios de la promiscuidad colectivista, tanto en materia sexual como de trabajo y propiedad. No tenía sentido defender la propiedad privada entre quienes no tenían noción clara de ésta. En cierto modo, eran una especie de reformatorio para adolescentes, a cargo de adultos — los “padres” jesuitas. Ahora bien, está claro, lo supieran o no los jesuitas, que ni el paternalismo clerical ni cierto socialismo eran fórmulas deseables o permanentes. Eran tan perecederas como las campanadas que, según algún comentarista pícaro, marcaban el horario del officium naturae al que algunos indios restringidos a una sola cónyuge se mostraban renuentes. Si tal paternalismo se atrofió y perduró, pues habría que concluir que el experimento falló antes de la expulsión de América de la Compañía.
Parecería que Bergoglio porta ese ideal. Por un lado, el ejercicio desvergonzado de la acción política clerical —hace algunos años se permitió vetar a Trump como si fuera Gregorio VII—; por el otro, la presentación de un proyecto definitivamente socialista. Quien lee sus documentos encuentra ya no la condena de la acción única del derrame como mecanismo de distribución, sino la negación del hecho del derrame en sí; la urgencia por frenar el ritmo de desarrollo económico del planeta, no la morigeración de los efectos del desarrollo; la condena del lujo y del consumo, no del consumismo ni del hedonismo. Aquí queremos ser justos: desde que el magisterio papal, a partir de Juan XXIII, toma el tema del desarrollo económico, incurre en una fatal inconsistencia. El ideal de la pobreza evangélica se confunde con la pobreza material, el moralismo que condena la “sociedad de consumo” choca con la promoción del desarrollo, las invectivas contra los países desarrollados obvian que sus sistemas son los más eficaces para salir de la pobreza. Estas debilidades aparecen incluso en los textos de nuestro llorado Benedicto.
Pero el pobrismo de Bergoglio es disruptivo. En primer lugar procede de la sagrada categoría (para la Teología del Pueblo) pueblo, fuente de toda verdad y costumbre. El pueblo, como dice el máximo ideólogo de esa “teología” porta un valor originario y deontológico enorme. El pobrísimo de Bergoglio es un pobrismo popular, comunitario. El pobre vale porque es pueblo, y pueblo pobre y si deja de ser pobre ya no es pueblo, tal como a los políticos argentinos el pobre que deja de serlo no es mas negocio. Ahora bien, esta pobreza surge del carácter prístino (diríamos indígena para volver a las misiones) del pueblo, porque en el principio hay pobreza. Hay una edad russoniana, mítica, de oro —tendríamos que decir de barro— en que el pueblo pobre vivía feliz, sumido en sus costumbres, sumiso, ajeno a las novedades, absorto en su localismo. La alienación se produce cuando los no-pobres, no-sumisos, los hostis-extranjeros turban la felicidad de ese pueblo, lo tientan con lujos y novedades, lo alejan de sus costumbres, lo civilizan. Hay como una refracción de la vieja antítesis tramposa de Sarmiento en el Facundo (“Civilización o barbarie”), sólo que optando por la barbarie, por lo indígena, por lo público. Entiéndase bien: no hay una crítica del proceso del pensamiento moderno, o del devenir de la revolución o la inmanencia, apenas queda un residuo de la buena crítica tradicional al Estado liberal moderno. Hay una defensa cerrada de lo propio, bueno o malo, de las miserias qua nostras, en un clima de guerra de clases muy poco tradicional. Right or wrong, is my people, parece sostener Bergoglio.
Sumiso: he ahí la clave. La libertad es una creación foránea, la prosperidad un peligro. Late en Bergoglio una nostalgia del clericalismo, donde el seglar debe vivir como un religioso pobre y obediente. Lo que Bergoglio exige y predica es una sumisión más o menos vaga a una autoridad superior, que mantenga el statu quo de la pobreza y abaje a esa clase media no originaria. Para ello, el pueblo pobre tiene que vivir como en una misión jesuítica, como en un convento, confundiendo el status económico de un religioso con el de un seglar. Sólo el socialismo garantiza pobreza para todos, solo el socialismo genera continuamente el pueblo pobre en el Estado benéfico. Entendido esto, no resultan tan extrañas las referencias a que el cristianismo se preocupa de los pobres como el comunismo, o que la propiedad privada es un derecho secundario (confundiendo la idea de “secundario” como “derivado” con la idea de “irrelevante”. En ese sentido, me gustaría saber qué diría Bergoglio si se afirma con la Escolástica que la monogamia es “secundaria”; o que es “secundaria” la condena a la tortura).
Pero nada más lejos de esta postal socialista que una sociedad enérgica y libre frente al Estado, productiva, cumpliendo las aspiraciones legítimas de sus miembros, con un Estado que coadyuve al bien común. Que tendrá sus infinitas lacras, pero que sigue siendo, en la medida en que conserva un mínimo de libertad y de propiedad, infinitamente mejor que el pantano socialista.Pero Bergoglio lleva la inconsistencia a su clímax: quiere una sociedad de pobres, no necesariamente espirituales, sino pobres en serio, austeros, sudorosos por la prescindencia del aire acondicionado, produciendo pocas cosas, sin mascotas ni cosméticos ni restaurantes. Al mismo tiempo, condena a los países desarrollados por no acoger a quienes en aluvión quieren ingresar para dejar de ser pobres en sus países pobres, estragados por la tiranía, el socialismo y la corrupción.
En definitiva y fruto de su formidable confusión entre “religión” y política, Bergoglio pretende imponer a una sociedad el tratamiento de una comunidad religiosa en cuanto al voto de pobreza y probablemente de obediencia; el de castidad se le complicaría. Su solicitud por el régimen cubano, su amplia sonrisa y alegría con la que lo vimos cuando visitó la Isla hacen ver que es allí donde se siente más cómodo y adonde apunta su corazón. Sólo falta que el régimen dé a leer a sus esclavos sus indigestos documentos, repita sus slogans y comparta con Fidel el culto a la personalidad, y habrá encontrado su misión paraguaya, en las que cosas como las libertades civiles y la autodeterminación estaban de más.
Es paradójico que luego de décadas de llenarse la boca con el sano laicismo, exaltar al laico adulto y promover la autonomía de la razón frente a la fe, todo lo que pueda proponer este papado posconciliar sea una misión jesuítica a escala planetaria, bajo el cielo gris del paraíso socalista.