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¿Mitopóesis o Síndrome de Münchhausen?

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Mitopoeta es el que fabrica mitos. Tolkien fue, por ejemplo, fue un mitopoeta, y lo fue también Homero y, el más grande de todos, el mismísimo Verbo. Lean si no, el libro de un monje argentino que apareció recientemente sobre el tema.
La persona afectada por el síndrome de Münchhausen finge síntomas de forma repetida y consistente, en ausencia de un trastorno, enfermedad o incapacidad somática o mental confirmados. En el plano somático el enfermo puede producirse a sí mismo cortes o erosiones para sangrar o inyectarse a sí mismo sustancias tóxicas. La simulación del dolor y la insistencia sobre el hecho de la presencia de sangre puede ser tan convincente y persistente que conduzca a investigaciones e intervenciones repetidas en varios hospitales o consultas diferentes, a pesar de la obtención de hallazgos negativos repetidos.
No sabemos si el Papa felizmente reinante es mitopoeta o sufre del síndrome de Münchhausen. Verdad es que no posee el talento y la imaginación de quienes lo han precedido en el mester de la mitopóesis, pero aun así no es fácil establecer un diagnóstico.
Veamos algunos ejemplos: El primero tiene ya varios años, y lo consumó a través del libro biográfico que escribieron sobre él dos periodistas amigos titulado El Jesuita. En él se construye el mito de que, durante la dictadura militar argentina, el P. Jorge Bergoglio, provincial de la Compañía de Jesús, protegió a sus súbditos y a muchos otros sacerdotes del poder siniestro de los militares que pretendían  “desaparecerlos”. (“La lista de Bergoglio”, se llegó a titular el episodio). Pero, como afirma el periodista Horacio Verbistky, lo cierto es que Bergoglio entregó a dos jesuitas medio zurditos –“Dénle un susto”, les habría dicho a los militares”-, y no se jugó por defender a ningún personaje de izquierdas que estuviera detenido ilegalmente. Más aún, está documentado que los padres Jalics y Yorio, ambos S.J., cuando son liberados de su secuestro y arrojados a una banquina de la ruta 202, llegan a un teléfono público y llaman al Colegio Máximo –residencia del provincial de los jesuitas-, se les comunica que ya no son jesuitas; que el Provincial (a la sazón, el P. Jorge Bergoglio) durante su secuestro los había expulsado de la Compañía. Y que mejor, ni se aparecieran por el Máximo u otra residencia S.J.. Que siguieran de largo al aeropuerto de Ezeiza, que allí tendrían dos pasajes disponibles para Alemania. Y así fue. Hoy el P. Jalics vive en zonas teutónicas y, cuando le fue requerida su opinión sobre el papa Francisco en relación al episodio del secuestro, respondió: "Todo perdonado, todo olvidado". Es evidente la alusión a una herida importante digna de perdón y olvido. Es cuestión de ver su declaración judicial del cardenal Bergoglio al respecto, y que circula por Youtube, para darse cuenta que solamente dice vaguedades y que, de no haber sido elegido Papa, hoy estaría procesado judicialmente.
Otro berrinche mitopoiético, o münchhausiano,  del papa Francisco, y que ha aflorado en los últimos meses, tiene que ver con la hagiografía. Me parece que, por las noches, comienza a rascar en el fondo de su memoria en busca de ejemplos de la vida de santos que lo impresionaron en su niñez y juventud, e intenta fabricarse un mito que tenga el éxito asegurado: ya hicimos referencia aquí al despellejamiento del estaría siendo objeto por parte de los sectores tradicionales de la Iglesia, tal como fue desollado San Bartolomé, y esta la semana pasada, el P. Molina nos anotició que el Santo Padre le dijo: “Que me maten es lo mejor que me puede pasar”, cual otro San Ignacio de Antioquía que, en camino desde su sede a Roma donde iba a ser martirizado, pedía a los fieles cristianos que no detuvieran su marcha hacia las palmas martiriales que le esperaban.
Pero hay otro caso más sugestivo. Se trata de un mito mucho mejor elaborado y que involucra, en este caso también, un largo escrito. Hace algunas semanas apareció un nuevo libro sobre el papa Francisco escrito por dos periodistas cordobeses, en el que relatan las dos estancias que pasó el pontífice en esa ciudad mediterránea argentina: la primera, durante su noviciado y, la segunda, luego de su periodo de provincial de la Compañía, entre los años 1991 y 1992.
No es extraño que dos cordobeses aprovechen la oportunidad comercial de escribir la biografía cordobesa de Bergoglio: cientos de co-provincianos comprarán el escrito. Pero sí resulta bastante raro que el mismo Papa se haya puesto en contacto con los escritores telefónicamente y por mail, a fin de brindarles más detalles de esos años. ¿Por qué ese interés? ¿Estaremos frente a un nuevo caso de mitopóesis?
El libro, y la leyenda urbana, habla que Bergoglio fue castigado en Córdoba, recluido durante dos años en una celda de 4 x 4 (la que ustedes ven en la foto) dentro de la Residencia Mayor de la Compañía en la calle Caseros. Sus superiores lo sometieron a un aislamiento casi total, no podía hablar con nadie y ni siquiera se le permitía comer con la comunidad. Algunos prelados y sacerdotes argentinos que lo visitaban en su destierro, lo pintan con una mirada perdida y profundamente deprimido.
¿Cuáles habían sido los motivos del supuesto castigo? Nunca lo sabremos, pero, en realidad, no son importantes. Lo que es importante es no creerse el mito que el Papa ha comenzado a construir sobre ese pretendido encarcelamiento. En esto no podemos dejar de recordar al gran San Juan de la Cruz, que fue encarcelado durante ocho meses en el convento de los carmelitas de Toledo en 1577, periodo de terrible “noche oscura”. Casualmente, es esa la expresión que están utilizando últimamente los medios periodísticos adictos al pontífice para referirse a su segundo periodo cordobés: “La noche oscura de Bergoglio”.
¿Cuál fue la realidad? Según cuentan los que saben –concretamente, jesuitas de ese periodo bergogliano-, si bien existió una especie de castigo, muy propio por otra parte de los S.J., hubo una cuota de automarginación importante y de victimización. Comía solo porque se le ocurría y eligió ese cuarto para dormir porque se le cantó. Lo que en principio fue un gesto de mandarlo lejos y ningunearlo, el P. Jorge Bergoglio se encargó de promoverlo al rango de exilio, castigo, purificación, noche oscura y demás adjetivaciones místicas. Lo tenían (¿o tienen?) por loco, por bipolar, por inútilmente agresivo; lo acusan de haber diezmado la Compañía, de generar bandos, de traicionar amistades, de vengativo, de cruel, de cínico... banalidades todas, diría Hanna Arendt. En definitiva lo acusan de ser Bergoglio. Ante lo banal de sus males, el castigo pretendió ser espejadamente banal pero el ladino P. Jorge supo cómo cambiarle el signo. Concretamente, se victimizó deliberada y fríamente, y quienes lo conocen sospechan por analogías con otras circunstancias y actitudes, que lo hizo para sacar provecho.

A otros con ese cuento.

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