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La razón autoinmune

 

Muerte en Venecia, la novela de Thomas Mann, relata la historia de Gustav von Aschendorff, un alemán abatido que, luego de perder a su mujer y a su hija y fracasar como músico, se refugia en un lujoso hotel de Venecia. Y estando allí, se despierta en él una tumultuosa pasión por un adolescente polaco, Tadzio, al que se limitará a mirar y seguir por la ciudad. Como le decía su amigo Alfred, él nunca fue casto, y en la vejez la impureza es aún más asquerosa. Es esa pasión la que le obnubila de tal modo la razón, que se niega a ver la realidad y escuchar los consejos: Venecia está siendo asolada por una temible epidemia, las víctimas de la enfermedad ya no pueden contarse y la ciudad está vacía. Sin embargo, él prefiera continuar allí, en su hotel, a fin de poder seguir viendo a Tadzio y, en todo caso, enamorarlo. Y muere en la playa del hotel, solitario, sentado en una reposera y al calor del mediodía, mirando a su Adonis corretear por la playa. 

Encuentro ciertos paralelismo entre la novela de Mann con la situación que nos toca vivir. Como en esa Venecia de comienzos del siglo XX, estamos nosotros también en medio de una epidemia, y como von Aschendorff estamos —o gran parte del planeta está—, con la mente embotada, no ya por la pasión desordenada, sino por una suerte de autoinmunidad de la razón. No podemos pensar con claridad porque la razón, bombardeada por una tormenta no ya de citoquinas, sino de información y datos científicos, es incapaz de concluir con lucidez. Y, peor aún, esta suerte de citoquinas racionales activan además, no la pasión de la lujuria, sino la del terror.

No se trata de negar la existencia de la pandemia. El Covid existe; se trata de un virus nuevo y que es mortal en determinados casos. Una buena cantidad de mis amigos y conocidos se han contagiado, y dos de ellos han muerto. Uno de ellos tenía una edad muy avanzada, y el otro una enfermedad previa con la que podría haber convivido un par décadas más. No niego una realidad que para mi es evidente.

La semana pasada dábamos cuenta de la actitud de Mons. Marcelo Colombo de aceptar mansamente la disposición del gobierno que volvía a prohibir las celebraciones religiosas. Presionados por sus fieles y por sus arcas vacías, el Consejo Presbiteral de la arquidiócesis hizo pública una carta en la que pedían la reapertura de los templos. Y así fue. Rápidamente el gobernador lo autorizó. Esta graciosa concesión se da en momentos en que la provincia de Mendoza registra casi mil contagios diarios confirmados. Sin embargo, durante meses en los que los contagios era inexistentes, los obispos y curas aplaudían el confinamiento y mantenían sus templos cerrados a cal y canto y a sus fieles privados de los sacramentos. Más aún, el vocero del arzobispado —un personaje digno de una mala novela de Proust o de Gide—, repitiendo el mantra de “nos cuidamos entre todos”, el viernes se mostraba feliz por el levantamiento de la prohibición, él mismo que hace dos meses —cuando la provincia tenía apenas cien casos diarios—, justificaba el desplazamiento del párroco de San Cayetano que había tenido el atrevimiento de celebrar la misa patronal con asistencia de fieles. 

Este embotamiento de la razón no sólo se da en los religiosos; en las autoridades civiles es mucho más notorio, y los ejemplos se cuentan por miles. Veamos sólo dos de la semana pasada. El equipo de epidemiólogos que asesoran a cuanta ciudad y pueblo que se esparce por el país, se ha constituido en una suerte de sanedrín que dictamina todas y cada una de las acciones que pueden realizar sus habitantes, y las que no. Sus credenciales para tamaño poder que ya lo hubiese querido más de un dictador, le vienen dadas por la ciencia que han adquirido en sus años de estudio. Poseedores de una razón y de conocimientos exclusivos, misteriosos e inapelables, juzgan sobre la realidad y todos, comenzando por los políticos, obedecen. La ciudad de Curuzú Cuatiá está ubicada al sur de Corrientes y cuenta con 60.000 habitantes. Desde marzo es necesario tramitar un permiso especial para salir a caminar; a tal punto llega la barbarie de los científicos. Pero lo curioso es que recién el día jueves 15 de octubre se detectó el primer contagiado de Covid en esa ciudad. Por supuesto, lo primero que hicieron las autoridades fue prohibir completamente las celebraciones religiosas, que ya estaban restringidas, y todos están felices por el modo paternal con el que el intendente cuida a sus ciudadanos.

Un segundo ejemplo: los medios de prensa han informado que un joven de 23 años murió ahogado mientras intentaba atravesar a nado el río Bermejo a fin de ingresar a la provincia de Formosa para ver a su hija. Había salido de su ciudad a comienzos de año y las autoridades provinciales no lo dejaron regresar. Esa provincia, de las más vergonzosas del país, cuanta con sólo 139 casos desde el inicio de la epidemia y ningún muerto. Un bella cucarda para su gobernador conseguida a cambio de la muerte y la desesperación de sus gobernados.


La tormenta de información que proveen los medios y las opiniones dogmáticas de los científicos son capaces de un modo rápido y fácil, que toda una ciudad acepte mansamente la irracionalidad manifiesta de esas medidas. Si pensábamos que internet iba a “democratizar” el conocimiento, lo que estamos viendo es que lo que en todo caso se ha democratizado es el terror. ¡Lo que no hubiera hecho Stalin con estos medios, visto lo que puede hacer el intendente de una ciudad marginal y el gobernador feudal de una provincia perdida en el monte argentino!

Podría alguien pensar que esta falta de razonabilidad sería aparente en el caso de los gobernantes puesto que ocultaría una intencionalidad política, o que en el caso de los obispos se podría explicar fácilmente por su proverbial cobardía. Sin embargo, no sólo afecta a políticos y eclesiásticos. La semana pasada el diario Clarín publicó un interesante artículo con una serie de datos sobre el estado de la pandemia en Argentina, que es catastrófico. Lo curioso es que el periodista no es consciente, o no quiere serle, de las inconsistencias de su escrito. Comienza afirmando que nuestro país realiza un número bajísimo de test, lo cual es verdad. Por caso, el viernes 16 de octubre se realizaron 27.412 testeos, mientras que Italia, el mismo día hizo 150.300. Los italianos estaban muy preocupados porque el índice de positividad había subido al 7%, mientras que el índice de positividad en Argentina es del 50%. Estos número indican que en Argentina el número de contagios diarios confirmados es una simulación y sirve para poco más que para alimentar una estadística mentirosa. Los expertos estiman que los casos reales son entre siete y diez veces más que los confirmados (cf. el excelente artículo de Nora Bär enLa Nación de hoy). Es decir que, si Argentina suma 965.600 infectados desde el inicio de la epidemia, en realidad, y siendo conservadores, el número real de infectados sería de unos ocho millones. En el caso de la provincia de Mendoza, que reporta 34.750 contagios, en realidad son 278.000.

Pero en el mismo artículo, poco más abajo, el periodista advierte que, si bien el índice de letalidad en el país todavía es más bajo que el promedio mundial, se está elevando rápidamente. Se ubicaría en el 2,68%. Es decir que, de cada cien personas que contraen la enfermedad, mueren 2,6 de ellas. En el caso de Mendoza, ese índice es del 1,40%.

Yo no soy epidemiólogo ni especialista en estadísticas, pero un ejercicio básico de la razón me indica que ese porcentaje de letalidad se está tomando con respecto a un número de contagiados que no es significativo. En la cantidad de muertes, sin embargo, es mucho más difícil equivocarse. Podrán haber variaciones pero nunca serán demasiado significativas (en Argentina, el sistema de salud está exigido pero no colapsado, y no hemos vista ataúdes amontonados en los cementerios o frenéticas corridas para abrir nuevas tumbas). Si tomamos las cifras reales (27.723 muertos en el país y 485 en Mendoza), entonces el índice de letalidad es del 0,32% en el país, y del 0,17% en Mendoza. Insisto en que no soy especialista en el tema y probablemente mis cálculos estén equivocados, y pido a los que son más entendidos que yo en el tema me corrijan.

Lo curiosos es que los periodista no digan, ni los políticos tengan en cuenta y ni los obispos se anoticien que, en Argentina y según datos oficiales, el índice de letalidad de la gripe estacional en 2018 fue del 0,50%. Es decir, aún con cálculos conservadores, la letalidad del Covid es significativamente menor a la de la gripe. 

Esto no significa negar la existencia de una nueva enfermedad, y tampoco desconocer que el problema radica en que la contagiosidad del Covid provoca que se produzcan muchos contagios y, consecuentemente, se corra el peligro de saturar los sistemas de salud, cosa que tristemente ocurrió en muchos países. Pero no podemos dejar de atender a los datos concretos en su totalidad y perspectiva, que son los anteriores.

Si antes de la pandemia, el médico y catedrático español Antonio Sitges Serra hablaba de “hipocondría social generalizada”, no sé de qué modo calificaría la locura que estamos viviendo en la actualidad.

Gustav von Aschendorff murió solo debido, como causa próxima, a una epidemia y, como causa remota, a la obnubilación de su razón por la pasión. El hombre contemporáneo corre el riesgo de sufrir la misma suerte, sólo que en este caso su razón se obnubiló a sí misma.



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