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Santo Tomás Becket, el vicario Clara y Mons. Colombo

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Santo Tomás Becket murió mártir en 1170, asesinado por cuatro esbirros del rey Enrique II en la catedral de Canterbury, de la que era arzobispo, por negarse a someter a la iglesia a los dictámenes de la corona. De un modo más modesto y de este lado del Atlántico, en 1884 Mons. Jerónimo Clara, vicario capitular de Córdoba, fue procesado y expulsado de su cargo por el gobierno nacional puesto que no aceptó la injerencia del Estado en la educación católica, prohibiendo a los fieles cordobeses enviar a sus hijos a la Escuela Normal, regenteada por maestras protestantes.

Son dos ejemplos de entre muchos y que viene bien recordar a fin de analizar un hecho reciente. El lunes pasado, el presidente argentino emitió un enésimo decreto ordenando que varias provincias argentinas retrocedieran a la Fase 1 de la cuarentena. Es decir, luego de siete meses de encierro más o menos morigerado, ordenó volver al encierro total. El gobernador de Mendoza anunció que no obedecería y que todas las actividades se mantendrían como hasta ese momento (90% de apertura). Más aún, se liberarían nuevos rubros como los jardines de infantes y los peloteros. Acataría, sin embargo, el decreto presidencial solamente en dos puntos: las reuniones familiares continuarían prohibidas y volverían a prohibirse las ceremonias religiosas. El gobernador, miembro de un partido político tradicionalmente masón y anticlerical, sabe que las reuniones familiares se seguirán haciendo más allá de las disposiciones en contrario, por lo que, en la práctica, lo único que prohibió fueron las ceremonias del culto.

Conocido el hecho, Mons. Marcelo Colombo, el arzobispo de Mendoza, emitió un comunicado en el que decía sentirse frustrado por la decisión, pero “por las razones que hemos escuchado de la máxima autoridad provincial, hasta que no se nos notifique la autorización a tener celebraciones, éstas no podrán tener lugar …”. Es decir, obedeció como un dócil borreguito que apenas se permite emitir algunos balidos quejumbrosos.

Y la situación de Mendoza y su arzobispo no es la única. En la arquidiócesis de Córdoba la situación es similar aunque los comerciantes de esa ciudad no obedecieron el encierro presidencial. En Neuquén, donde todo está cerrado a cal y canto, y a pesar que estaba prohibido ya no solamente ir a misa, sino salir a la calle el lunes 12 de octubre, miles de personas, desobedeciendo las demenciales medidas del gobierno, salieron igualmente a manifestarse. En San Luis, Mons. Bernardo Barba obedeció sin chistar no solamente a Fernández, sino a las medidas extremas del gobernador, el mismo que asegura tener contactos frecuentes con extraterrestres.

Tamaña cobardía no es privativa de Argentina. En Italia, los obispos están dispuestos, aún sin que el gobierno los intime, a cerrar nuevamente todos sus templos, y muchos son ya los que suponen que no habrá Navidad en nuestras iglesias.

Yo me pregunto si a los obispos se les pasa siquiera por la cabeza la idea de plantarse frente a las exigencias de las autoridades civiles que están decidiendo, desde hace más de siete meses, acerca de los tiempos y los modos en que debe darse culto a Dios y celebrarse los sacramentos. Ha quedado demostrado que en las ceremonias de la iglesia católica, en las que se respeta las medidas de seguridad sanitaria, no se han producido contagios, en Argentina y en el mundo entero. ¿Por qué entonces los obispos obedecen tan sumisamente las arbitrariedades de los gobiernos? Todos sabemos que nuestros obispos son cobardes, además de otras muchas cosas, y que no podemos pretender un nuevo Santo Tomás Becket o, aunque más no sea, un nuevo vicario Clara. ¿Pero es aceptable tal nivel de cobardía? ¿Qué autoridad pueden pretender estos personajes sobre sus sacerdotes y sus fieles, si son los primeros en huir y en no hacer frente a los lobos cuando están rodeando la majada?


Demos una nueva vuelta de tuerca y supongamos por un momento que Mons. Colombo, que no es de los peores obispos del país (no es, por caso, Mons. Taussig, de regreso de Roma con cara larga, fuera de su diócesis y que ya ha pedido a su vicario general que se encarguede celebrar la misa patronal de la diócesis) decide que en la iglesias de sus arquidiócesis se seguirán celebrando las misas habituales con presencia de fieles. ¿Qué podría ocurrir?

1. La policía provincial interrumpe la celebración y detiene al sacerdote y los asistentes.

a. ¿Los sacerdotes acatarían las medidas del obispo? Mucho me temo que la mayoría no lo haría, comenzando por los religiosos, y dirían por lo bajo: “Si quiere misa, que venga y la celebre él”.

b. ¿Los fieles asistirían a las celebraciones? Me temo que muy pocos lo harían. Si el precepto dominical no está vigente y cada uno puede “asistir” a la misa de su preferencia desde el cómodo sofá de su casa, ¿para qué arriesgarse?

2. La policía provincial no hace nada, porque poca autoridad tiene el gobernador para enviar a las fuerzas de seguridad a hacer cumplir lo que él mismo no cumple. 

a y b. Me temo que la situación sería la misma. “Por las dudas, no celebramos”, diría la mayoría de los curas. “Por las dudas, seguimos yendo a misa por televisión”, diría la mayoría de los fieles.

La suspensión del culto público con el que siguen jugando nuestros cobardes obispos tendrá el efecto de distanciar definitivamente a la Iglesia de los hombres, de hacerla definitivamente inútil, para dejar el campo libre a la nueva religión paródica del humanitarismo.



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