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Pesimismo

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Escribía Chesterton en la década del ’20: “Los corazones tristes de los noventa perdieron la esperanza por beber demasiada absenta, nuestros jóvenes la han perdido porque ha muerto un amigo de una bala en la cabeza”. Describía de ese modo los dos pesimismos de los que había sido testigo: el primero, químico y propio de los decadentistas finiseculares, y el segundo, cruel y sangriento que acompañó a la Europa que perdió una generación entera en la Primera Guerra Mundial. Podríamos completar el listado y enumerar el pesimismo de la paz imposible que culminó con la invasión alemana a Polonia en 1939 y el comienzo de la Segunda Guerra Mundial; el pesimismo de la Guerra Fría y, en la actualidad, el pesimismo de la insoportable consistencia de la nada que envuelve a la humanidad occidental.
Nosotros, como cristianos, tenemos además algunos otros pesimismos que agregar, sobre todo aquel que se inició con la bocanada de aire gélido que comenzó a soplar en la Iglesia durante los ’60 y que culminó con el escalofriante personaje de hielo blanco que apareció en la loggia de San Pedro el 13 de mayo de 2013. 
Era una situación previsible, al menos para algunos. El mismo Chesterton decía: “Estoy bastante de acuerdo en que el bolchevismo es un peligro, pero no creo que vaya a venir. (…) Lo que quiero sugerir es algo que va a surgir por sí mismo, o que al menos puede hacerlo… Supongo que el nombre más sencillo que lo define es ‘chabacanería’. (…) Para decirlo en pocas palabras, el mal contra el que estoy intentando advertirles se podría expresar diciendo que es la generalización de la vulgaridad”. A pesar de sus dotes proféticas, no creo que el Gordo de Beaconsfield hubiese podido imaginar que la chabacanería y la vulgaridad más ramplonas se asentarían en el trono de Pedro. Y, en tal caso, es probable que hubiese considerado que era ese el motivo del pesimismo más angustiante. 
¿Qué nos queda entonces? ¿La desesperación? 
A veces olvidamos que el cristianismo es, en términos humanos, constitutivamente pesimista. No podría tener otro destino la fe de aquellos que siguen a un líder que yació muerto y derrotado en una cruz. T.S. Elliot reflexiona- en traducción de Jack Tollers-: “Si adoptamos la más amplia y la más sabia de las miradas sobre una Causa en particular, vemos que una cosa como la “Causa Perdida” no existe porque la “Causas Ganadas” tampoco existen. Nosotros peleamos por causas perdidas porque sabemos que nuestra derrota y desaliento bien pueden constituir prolegómenos de la victoria de nuestros sucesores, aun cuando aquel futuro triunfo no sea sino una cosa transitoria también; nosotros más bien peleamos para que algunas cosas continúen vivas y no con la expectativa de que alguna cosa vaya a triunfar”. 
Los cristianos sabemos que este mundo no es más que una pálida imagen del mundo verdadero al que estamos llamados y, mientras que aquí sólo vemos al Crucificado, en el otro veremos al Resucitado. Mientras tanto, no queda más que resistir, “conservando lo que tenemos”, en la espera de la Última Causa que será la única Causa Ganada.



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