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Don Gabino y las espaldas de Dios

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- Se fue a hacer un responso –le respondió don Gabino a sus amigos cuando le preguntaron por el hombre del balandrán.
- Muy inteligente se ve ese cura –arriesgó Pablo Paz para ver si el viejo largaba alguna información sobre su extraño amigo.
- Inteligen y culto –respondió- y ha tenido suerte a pesar de todo.
- ¿Por qué? ¿Le pasó algo?
- Y, le pasó lo que le pasa a todos los curas: se topan con la Iglesia. Él estudiaba filosofía y teología, un poco en la Universidad y otro poco por su cuenta, como un simple y piadoso laico. Era una gran promesa pero, en un momento, no sé bien qué le pasó y abandonó su formación religiosa para entrar al seminario. Y allí las cartas ya estaban jugadas: cayó en manos de los obispos.
- No serán tan malas esas manos después de todo – dijo Alvear, tratando de suavizar un poco.
- Son las manos más perversas y malvadas que usted pueda imaginarse… Lo mejor, es mantenerse alejado de ellos si quiere conservar la fe –dijo tajante don Gabino.
- Pero no todos los obispos serán así…
- No sé si todos, pero los argentinos seguro.
Y en eso apareció el cura con su sotana negra en la que se podían contar, como siempre, algunos lamparones. Todos se callaron y siguieron armando sus pipas.
Y mientras el cura bebía con atraso su té, con atraso también llegó Enrique Fierro a la renión semanal. No venía esta vez con su sonrisa optimista sino más bien con rostro apesadumbrado.
- Algo le pasó –dijo despacio Bulgarovich al Poeta.
- ¿Por dónde anduvo en estos días que no se lo veía? –preguntó éste.
- Por la ciudad nomás… -dijo Fierro sin muchas ganas de hablar.
Viajaba mucho por su negocios y tenía la enorme habilidad de combinarlos con la crianza de una familia irresponsablemente numerosa, con sus clases en la universidad, el liderezago de un grupo de jóvenes católicos que más que un párroco envidiaba y el pasatiempo de integrar un conjunto dedicado al canto folclórico. Un chatría.
- Y la ciudad cada vez está peor. Llegué a la mañana temprano. El sol estaba asomándose sobre el río e iluminando los edificios, los negocios abrían sus puertas, los hoteles lujosos mostraban su opulencia. Las veredas transitadas por quienes iban a sus trabajos y por los trasnochadores que regresaban de sue juergas; por adolescentes ensimismados en sus celulares y jóvenes absortos en la música que llevaban a cuestas en sus auriculares. No puedo definirlo, pero la iniquidad está escrita en las paredes y hasta en el aire de la ciudad. Si parecía que los ángeles me advertían que huyera, que jamás habitara allí y que no hiciera alianza con sus habitantes.
- Me pasa algo parecido cuando voy –dijo Costa- Es como una fuerza negativa que exige custodiar los sentidos, y no solamente para no caer en tentación sino para caer en el terror y el asco.
- Las grandes ciudades de hoy son ciudades entregadas a la idolatría- aseguró el hombre del balandrán- y los ídolos, que son demonios, no pueden si no crear esa atmósfera para un corazón cristiano. Como dice el Apóstol, es “fuego, un mundo de iniquidad, indomable, el mal sin descanso, un veneno mortal”.
Todos se quedaron callados unos minutos mientras fumaban sus pipas y pensaban de que, en su pueblo, la idolatría aún no se había instalado del todo.
- Tuve una sensación parecida –dijo el Profesor de Worms-, sensación rara, no sé si de horror o de asco, pero escuchando la radio. Un periodista entrevistaba a un tal Mons. García, obispo de San Justo. Se plegó a todas las propuestas del mundo que le largaban y, peor todavía, cuando le preguntaron por los sectores de la Iglesia que se resisten a los cambios que se están cociendo en Santa Marta, no hizo más que monspreciarlos y tratarlos de miedosos y, en el fondo, de estúpidos.
- Sí, es una sensación fea –dijo don Gabino-. Es la sensación de la soledad. Fíjense que estamos viviendo dos niveles de soledad. Los cristianos, casi siempre, tuvieron que resistir la soledad del mundo: no es posible congeniar con el mundo. Si no estamos solos en el mundo, es mala señal: no somos buenos cristianos, digan lo que digan los del Opus Dei. Pero a nosotros nos ha tocado estar solos también en la Iglesia, o sentir que la estructura de la Iglesia nos expulsa, nos deja solos y se burla de nosotros, y esa es una soledad que patea más fuerte.
- ¿Se burla de nosotros? ¿Le parece que es para tanto don Gabino? – dijo Alvear.
- Semipelagianos, pepinillos en vinagres… y ¿cuántos epítetos más? Somos los pobres necios que nos hemos quedado aferrados a formas de una Iglesia estancada. Ahora la Iglesia es movimiento, puro movimiento, y el que no se mueve con ese ritmo, se termina muriendo.
- ¡Qué panorama nos pinta usted don Gabino! Solos y cascoteados desde todos lados…
- Solos y cascoteados, sí, incluso por los que creíamos que eran nuestros amigos. Casi casi como Rolando: Païns ont tort et Chrétiens ont droit
- O casi como Syme y sus amigos… - dijo el cura.
El Profesor de Worms sonrió. Él era uno de los amigos de Syme, el Hombre que fue Jueves.
- No entiendo –dijo Bulgarovich, sospechando que la conversación derivaría en códigos que él no había estudiado.
- Es que la vida consiste en perseguir permanentemente a Dios, a quien siempre vemos de espaldas, como el grupo de Syme, persiguiendo al gordo Domingo –respondió el hombre del balandrán- “¿Quieren que les diga el secreto del mundo? Pues el secreto está en que sólo vemos las espaldas del mundo. Sólo lo vemos por detrás, por eso parece brutal. Eso no es un árbol, sino las espaldas de un árbol, aquello no es una nube, sino las espaldas de una nube. ¿No ven ustedes que todo está como volviéndose a otra parte y escondiendo la cara? Otra cosa sería si pudiéramos salirle al mundo de frente…”
- Tiene razón el preste –dijo don Gabino- No hay otra. Perseguirlo a Dios, corriendo por los caminos o metiéndose al mar; a caballo, en carro o en auto, o incluso a campo traviesa cuando a Él se le ocurre montarse a un globo aerostático. Y claro que vamos a sentirnos solos y a recibir cascotazos de todas partes mientras dure la persecución. Pero hay un secreto para pasar el trago amargo. Usted debe saberlo Profesor…
Y sonriendo de Worms asintió.
- El secreto es no desviar la mirada de las espaldas de Dios – dijo- porque Él, de vez en cuando, muy de vez en cuando, se da vuelta y nos mira un segundo, y lo vemos sonriendo, como divertido por la corsa que no está dando. Era eso lo que hacía el Domingo. Y ese segundo vale por años de carrera, de soledades y de cascotazos.
- Así es señores. No queda más que seguir corriendo, hasta el final. Lo raro y hermoso es tocar la meta; lo fácil y vulgar es fallar –remató don Gabino.
Volvió el silencio serpenteando con el humo de las pipas. No había más que decir. Sólo había que llegar.


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