por El jején de Alcira
Alcira Gigena es un pueblo ubicado en el suroeste de la provincia de Córdoba. Araña los seis mil habitantes y es uno de los tantos pueblos ventosos y aburridos de las pampas argentinas, más aburrido y deprimente aún que Calchín, el pueblo donde nació el escritor Héctor Bianciotti, cuya vida monótona y polvorienta inmortalizó en Lo que la noche le cuenta al día.
Calchín dio al mundo dos celebridades: Bianciotti, que ocupó en la Academia Francesa el puesto de André Frossard, y Julián Álvarez, un joven futbolista que se lució en la selección argentina en el mundial de 2022. Alcira Gigena también tiene su celebridad: como una amapola de las pampas, de aquí emergió el cardenal Víctor Fernández, prefecto del dicasterio de Doctrina de la Fe.
Yo vivo en Alcira, en una casa intrascendente sobre el bulevar de palmeras y farolas azules que divide el pueblo en mitades. Poco antes de la Navidad de este año se supo que, desde Roma, el cardenal Tucho hacía saber a nuestro párroco, el buen padre Germán, que quería regresar a su pueblo. “¡Qué orgullo para ustedes!”, decía el purpurado mientras preparaba su maleta en su casita de los jardines vaticanos. Él nació y creció aquí, en Alcira Gigena. Siempre fue un niño y adolescente “raro”, medio poeta, de languideces existencialistas, amante de cosas piadosas y de ánimo delicado. Después se fue al seminario, donde su personalidad perseveró en la delicadeza de sentimientos. Son conocidas en el ambiente clerical de la diócesis de Río Cuarto sus pertinaces acercamientos a los superiores y sus suspiros cuando, hablando con el rector, le confesaba: “Ay padre; cuánto sufro cuando escucho a mis compañeros criticarlo a usted y a otros formadores. ¡Qué doloroso es que se rompa la unión de nuestra comunidad”. De Río Cuarto pasó a la ciudad de Córdoba, y de allí a Buenos Aires. Y así, Víctor Manuel se fue yendo del pueblo, el que comenzó a olvidar su silueta delgada y su andar pizpireto. ¡Y llegó a Roma y fue hecho cardenal! Y él quería regresar en estas navidades con su sotana roja a recibir el afecto de los suyos y los honores pueblerinos. Y así lo hizo.
Se vistió con sus mejores galas cardenalicias, propias de los rígidos clericalistas como el cardenal Burke, y entró saludando por la nave central de la única iglesia local. Parecía una novia ingresando al templo; sólo faltaba la marcha nupcial y el novio esperándola al pie del altar ("Roja y radiante va la novia", me susurraba al oído un antiguo compañero de la escuela primaria del cardenal mientras contemplaba el espectáculo y recordaba la sesentosa canción de Antonio Prieto). Se descubrió una placa inmortalizando su visita y señalando que allí solía rezar él, de modo que todos los conductores distraídos y los adormilados viajantes de comercio que en lo sucesivo se aventuren a las soledades de Alcira Gigena, sepan que están pisando un lugar histórico. También la intendente lo declaró ciudadano ilustre; hubo regalos, muchas fotos y besos. Los lectores de este prestigioso blog pueden ver aquí un breve video que resume el recorrido del cardenal.
Pero la hilacha aparece siempre. El estupor de los alcirenses fue creciendo al escuchar las palabras que el homenajeado desparramaba en la homilía de la misa. Insistió en marcar que Alcira es un pueblito insignificante (dijo otra palabra grosera que prefiero evitar), que no tiene posibilidades de nada y que por eso hay que irse. Pero él, sin embargo —mírenlo bien—, él ha logrado sobresalir y hoy es mundialmente conocido. En ese contraste, entre lo que es la insignificancia de Alcira y la magnitud de su actual figura, sin embargo se puede extraer una enseñanza. Y así, como sabio que es, la verbalizó frente a los alcirenses: aún de lo más irrelevante y despreciable puede surgir lo más grande. Por ello no hay que deprimirse ni dejar de aspirar a la grandeza y a las altas dignidades.
Nos echó una capa de alquitrán y nos dijo que él pudo quitársela de encima; a él, que era negro como la pez por haber nacido en Alcira, podemos verlo ahora rojo como la grana viviendo en Roma. La distancia entre el príncipe y el común de los plebeyos, que somos nosotros, nos debe servir de orgullo y de consuelo en el horizonte gris y ventoso que habitamos.
El colmo de la molestia de mis vecinos se dio cuando, a propósito de la distinción municipal de ciudadano ilustre, el purpurado, siempre de sotana y solideo rojos, bromeaba acerca de lo que significaba la distinción recibida (él, aclamado por las naciones, es distinguido con un pergamino inútil por una gruesa y teñida intendente) y no tuvo mejor idea que hacer mención a la película de Gastón Duprat El ciudadano ilustre. La sarcástica referencia no cayó nada bien y sigue comentándose después de su partida. Ese paralelismo no era lo que la gente esperaba.
Es cierto que las formalidades pueblerinas suelen ser un poco cursi. Es cierto que para quien se codea con el Papa y le escribe sus papeles, los discursos escueleros, las flores, los regalos de artesanía local, los libros del párroco y los pergaminos municipales son poca cosa, y apuesto a que los habrá tirado en el primer cesto de basura que encontró. Pero el afecto con olor a oveja suele ser así. Y el sinsabor de las ovejas queda, hasta que el olvido se lo lleve.
El ciudadano ilustre vino y no pudo ocultar su sobradora superioridad; por algo está donde está. Pero ya se fue, como el de la película y, como Mambrú, no sé cuando vendrá otra vez.
[Junto a agradecer al jején de Alcira por esta crónica, no quiero dejar de llamar la atención sobre la vulgaridad del cardenal Tucho Fernández, cada vez más desatada. En el minuto 3 del video enlazado más arriba, se expresa de un modo soez durante la homilía, y poco después, en una entrevista concedida a la inefable Elizabetta Piqué, utiliza la expresión “mala leche” para referirse a quienes cuestionan Fiducia supplicans, expresión que, aunque en España sea de carácter coloquial, en Argentina es particularmente vulgar y zafia. Este es el nivel de quienes gobiernan la Iglesia. Al respecto, recomiendo este artículo del esclarecido intelectual argentino Bernardino Montejano].