Hace algún tiempo, remedando a los encuestadores, hice el siguiente ejercicio. En conversaciones informales, pregunté a tres sacerdotes de institutos tradicionalistas —de los más antiguos y serios—, lo siguiente: “Si el papa Pablo VI hubiese promulgado una reforma radical de la misa como la que hizo, pero en sentido católico y no protestantizante ¿la hubiesen aceptado?”. Los tres me respondieron sin dudar afirmativamente, y la razón fue que el papa tiene autoridad para cambiar la liturgia, aún cuando se trate de cambios profundos, siempre que se hagan de acuerdo al espíritu católico. Y la misma pregunta la hice a tres sacerdotes claramente modernistas, que vivían felices con los cambios conciliares. Ellos también, y sin dudar, aceptarían cualquier tipo de reforma de la liturgia, y aún de la doctrina, porque el papa tiene autoridad suficiente para hacerla. Curiosamente, ambos extremos se tocan en un punto en común: la autoridad omnímoda del pontífice romano, la coincidentia oppositorum que diría Nicolás de Cusa.
Sobre este tema, la primacía del magisterio sobre la tradición, traté en este blog hace un tiempo en un artículo titulado justamente “La Tradición devorada por el magisterio”, que fue reproducido en varios sitios y lenguas. Y ahora vuelvo sobre el tema pero mirándolo desde otra perspectiva.
La enseñanza católica expresada en los Padres y en los grandes doctores medievales, afirma que la Iglesia ejerce un doble ministerio, aunque profundamente uno: el de enseñar la verdad divina y el de proponer su misterio vivificante en la celebración sacramental; una Iglesia que enseña y que santifica; una Iglesia docente y sacerdotal. No aparecía en este binomio la tercera función de la que habla la teología moderna: la Iglesia regens, es decir, la Iglesia como autoridad, y no porque se le negara tal ejercicio, sino porque estaba unificado con el de enseñar. Explica Santo Tomás, que tanto en el ámbito natural como sobrenatural, no hay ley digna de este nombre que sea distinta de una aplicación concreta a las circunstancias de la ley eterna que está incluida en la naturaleza de Dios y de sus obras. Por consiguiente, hacer leyes justas y velar por su aplicación no es sino una consecuencia de la capacidad de enseñar la verdad. En el ámbito civil y con mucha más razón en el eclesiástico, quienes legislan y quienes aplican la ley deben ser sabios, como ya lo enseñaban los filósofos griegos. En la Iglesia, la función de regir al pueblo de Dios no es, pues, más que un apéndice de la función de instruirlo en las cosas divinas.
Pero hacia fines de la Edad Media las cosas comenzaron a cambiar. Así como a Cristo se le atribuyen tres funciones —regia, doctoral y sacerdotal—, se le atribuirán también a la Iglesia. En principio, no habría problema en esta translatio. La cuestión se complicó, sin embargo, muy pronto con el escotismo y el posterior nominalismo. Esta corriente filosófica, inaugurada hacia fines del siglo XIII, atribuye a Dios la potentia absoluta, según la cual podría, con sólo quererlo, hacer que el mal fuera bien y el bien, mal. Este principio, más o menos rechazado irá, sin embargo, cociéndose lentamente en las facultades de teología, no sin cierto beneplácito pontificio. ¿Por qué no atribuir esa potentia absoluta también a la Iglesia la que, en concreto, sería al mismo papa? Si el poder de Dios es absoluto aún para hacer que el mal sea bien, es decir, no está “atado” a la naturaleza de las cosas, el poder del Romano Pontífice, análogamente, no debe estar atado a la naturaleza docente y santificante de su munus. En otras palabras, la función de gobierno tiene preeminencia sobre las otras dos. Se trata de una nueva eclesiología, que añade este elemento que es el más típico del catolicismo postridentino: ha nacido una eclesiología del “poder”. San Roberto Belarmino, jesuita, decía: “La Iglesia católica es visible como es visible la república de Venecia”. La Iglesia, sin duda, tiene un aspecto visible, aunque no todo sea en ella visible; el problema está en concebir esta visibilidad como la de un poder político, y precisamente de un poder que es la primera especie de dictadura política, como fue la Venecia del siglo XVII. Este fue el espíritu que fue impregnando a la Iglesia de la Contrarreforma.
De este modo, entonces, la autoridad, la Ecclesia regens, se erige por sobre las otras dos funciones. La autoridad ya no está sometida a la tradición sino que es su guardiana, y el paso siguiente será, naturalmente, la exaltación de tal autoridad a punto tal que, de hecho, reemplaza a la tradición. La autoridad pontificia no tiene ya más norma que sí misma, puesto que se ha hecho de ella algo absoluto, y por eso cualquier papa podrá decir: Stat pro ratione voluntas, Baste mi voluntad como razón. Como dijo Pío IX al cardenal Guidi: “Io sono la tradizione” (Cf. K. Schatz, Vaticanum I, vol. III, Paderborn, 1992, p. 312-322). Curiosamente, este es el punto de coincidencia de tradicionalistas y progresistas: la autoridad del papa es suficiente para cambiar aquello que fue recibido por la tradición. Las diferencias —cambios más o menos católicos, o más o menos protestantes—, terminan siendo detalles.
Esta eclesiología del poder, que ha ido creciendo poco a poco, ha permitido no solamente los cambios litúrgicos hechos en nombre del concilio Vaticano II, sino también un derrame de autoritarismo absolutamente impensado en los primeros quince siglos de la Iglesia. El papa los es todo para los obispos, y vemos cómo Francisco expulsa obispos de sus diócesis pro ratione voluntas (y no nos engañemos pensado que esto responde a la maldad de Bergoglio: san Pío X expulsó con los mismos métodos a un tercio del episcopado italiano) o, como en el caso de Mons. Rey, les prohibe ordenar sacerdotes. El obispo lo es todo para sus sacerdotes, y tenemos casos recientes como el de Mons. Taussig en San Rafael, o como el de tantos obispos del mundo que persiguen a sus sacerdotes por el solo hecho de, por ejemplo, dar la comunión en la boca. El párroco lo es todo para los vicarios, y mejor no entremos en estos lodazales. Y los sacerdotes lo son todo para los fieles, que no tienen derecho ni siquiera a opinar; su papel se reduce simplemente a obedecer, a llenar la canasta semanalmente y a ayudar a mover los bancos del templo y sacar las telarañas.
De servidora de la verdad y de los miembros de la Iglesia, la autoridad se ha convertido en su dueña. El papa ya no es el intérprete fiel de la tradición; ha sido sustituido por el oráculo que decide su carácter.