La descomposición del catolicismo es una de las obras más breves, más conocidas y más emblemáticas de Louis Bouyer. Escrita en 1968, cuando autor ha decidido ya renunciar al Consilium, la comisión vaticana encargada de formular la reforma litúrgica deseada por el Concilio Vaticano II, en ella expresa toda su frustración y su enojo por la mediocridad con que se han hecho las cosas.
Pero no se trata solamente de una reforma litúrgica a la que percibe anticipadamente fracasada. Se trata de la situación de la Iglesia católica en general, a la cual se convirtió a comienzo de los años '40 y a la que ve postrada e incapaz de solucionar los profundos problemas que la afligen. Si el Concilio había sido para él como para muchos otros una gran esperanza de reforma, el correr de los años le ha demostrado que, lejos de mejorarse, las cosas han empeorado hasta lo impensable.
Es este el drama que Bouyer expone en su libro a través de tres capítulos: Progresismo, Tradicionalismos y Conclusiones. Con el estilo irónico y a veces cáustico que lo caracteriza describe la situación que ha vivido y la que está viviendo dentro de la Iglesia a la que quiso servir, y advierte sobre las consecuencias que sobrevendrán si no se corrige lo que está mal.
Sus previsiones, cincuenta años más tarde, se han revelado proféticas.
Aquí un extracto que revela el carácter del libro:
Éste es el punto más paradójico de la situación, que en el momento en que se ha perdido todo sentido de la autoridad se ve renacer una especie de neoclericalismo, por cierto tanto de los seglares como de los clérigos, más cerrado, más intolerante, más quisquilloso que todo lo que se había visto anteriormente.
Un ejemplo típico es el del latín litúrgico. El Concilio ha mantenido en términos explícitos el principio de conservar esta lengua tradicional en la liturgia occidental, aunque abriendo la puerta a amplias derogaciones cada vez que las necesidades pastorales impongan un uso, más o menos extenso, de la lengua vulgar. Pero la masa de los clérigos que hasta ahora no podían siquiera imaginar que se hiciera sitio a la lengua vulgar, por lo menos en el anuncio de la palabra de Dios, han saltado inmediatamente de un extremo al otro y no quieren ya que se oiga una palabra de latín en la Iglesia. Según parece, los seglares tienen hoy la palabra, pero, por supuesto, a condición de que en este punto, como en los otros, se limiten a repetir dócilmente lo que se les dice. Si protestan y quieren, por ejemplo, conservar el latín por lo menos en los cantos del ordinario de la misa con que estaban familiarizados, se les replica que su protesta carece de valor: no están iniciados en la nueva teología y por tanto no hay que tener en cuenta lo que dicen... Esto es tanto más curioso cuanto que reclaman precisamente lo que el Concilio había recomendado.
Pero el Concilio tiene mucho aguante: cuando se evoca su nombre, las tres cuartas partes de las veces no se apela precisamente a sus decisiones y a sus exhortaciones, sino a tal o cual declaración episcopal individual que la asamblea no había en modo alguno ratificado; o se apela a lo que tal o cual teólogo o tal o cual chupatintas sin mandato alguno habría querido ver canonizado por el Concilio, y hasta a tal o cual exposición atribuida al Concilio, aun cuando tal exposición lo contradiga palabra por palabra.
Y lo que sucede con el latín se puede decir también de toda la liturgia, lo cual es tanto más grave en el momento preciso en que el Concilio acaba de proclamar el carácter central de la liturgia en la vida y en la entera actividad de la Iglesia. No hace mucho se subrayaba que las Iglesias tradicionales, y en primer lugar la Iglesia católica, con su liturgia objetiva, sustraída a las manipulaciones abusivas del clero, salvaguardaban la libertad espiritual de los fieles frente a la subjetividad fácilmente invasiva y opresiva de los clérigos. Pero esto ha pasado a la historia. Los católicos contemporáneos sólo tienen ya derecho a tener la religión de su párroco, con todas sus idiosincrasias, sus limitaciones, sus rarezas y sus futilidades.
La princesa palatina describía a Luis XIV el protestantismo alemán con esta fórmula: “Aquí, cada uno se hace su propia religioncita”. Hoy día, cada sacerdote, o poco menos, se halla en este caso, y los fieles sólo tienen que decir amén, y todavía tienen suerte cuando la religión del párroco o del coadjutor no cambia cada domingo, a merced de sus lecturas, de las tonterías que ha visto hacer a otros o de su pura fantasía.
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