He terminado de leer la biografía de Benedicto XVI escrita por Peter Seewald. Son dos gruesos volúmenes en la edición inglesa, que es la que leí, y tengo entendido que ya ha salido también la edición española. Se trata de un libro que vale la pena tomarse el esfuerzo de leer pues nos introduce en la figura de un hombre excepcional, cuyo largo rol dentro del gobierno de la Iglesia, primero como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y luego como Sumo Pontífice, evitó grandes males y trajo consigo muchos bienes.
El autor se detiene en relatar minuciosamente la infancia y adolescencia de Ratzinger y su ambiente familiar en la Baviera de pre-guerra. Y el retrato que surge no es solamente el del futuro papa, sino también el de la vida cristiana de esos años y que ahora muchos añoramos. La vida simple de la gente sencilla de poblados católicos, que se regía por la piedad y la liturgia, y donde la fe era verdaderamente el centro de sus vidas. Aparecen detalles curiosos, como que sus padres se conocieron por la sección de citas del periódico local o que el pequeño Joseph nació cuando ellos eran ya grandes. O bien, la precoz inteligencia del niño, que a pesar de su timidez y tendencia a permanecer solo y aislado de su grupo de compañeros de colegio, se fue desarrollando hasta alcanzar las alturas que todos conocemos.
Porque Ratzinger fue y es una de las inteligencias más agudas de las últimas décadas, acompañada de una capacidad de trabajo y producción que deja pasmados a quienes se asoman a su obra. Y se trata de un dato para destacar porque he conocido a gente brillante pero que por un motivo u otro, apenas si tienen uno o dos escritos breves. Ratzinger, en cambio, ni siquiera durante el ejercicio del pontificado romano dejó la pluma, y siguió escribiendo no sólo sus encíclicas, maravillosas piezas de enseñanza magisterial, sino también sus libros, como Jesús de Nazareth, terminado cuando ya era papa.
No en vano, y teniendo apenas poco más de treinta años, era el académico disputado por las universidades alemanas más prestigiosas, lo que le valió no solamente triunfos y halagos, sino también feroces enemigos. Y este es otros de los datos interesantes que presenta el libro: la maldad de muchos colegas teólogos del futuro Benedicto XVI y la guerra declarada y cruel que sufrió, y sigue sufriendo, por parte del progresismo. De modo particular, queda develado el verdadero rostro de Hans Küng, su gran enemigo, personaje oscuro, envidioso y mundano, al que Ratzinger siempre estuvo dispuesto a perdonar a pesar de la malicia y las bajas traiciones del suizo. Y no sólo los teólogos sino también los obispos alemanes fueron siempre sus acérrimos opositores, por considerarlo conservador y “traidor” a la renovación del Vaticano II. Un detalle revelador: el cabildo de la catedral de Münich prácticamente se negó a recibirlo en su toma de posesión en 1977 por sus críticas a la misa de Pablo VI y a la prohibición de celebrar la liturgia tradicional.
El libro muestra también el protagonismo real que tuvo el entonces teólogo Ratzinger durante el Concilio Vaticano II como asesor del cardenal Frings. Era éste el arzobispo de Colonia y, al momento de anunciar el Papa Juan XXIII la convocatoria al Concilio, Joseph Ratzinger acababa de estrenarse como profesor de teología en la Universidad de Bonn. Frings quedó impresionado por una clase que escuchó de él y le pidió que le escribiera la conferencia que debía pronunciar algunas semanas más tarde en Génova, donde el cardenal Siri había organizado unas jornadas de estudios preparatorias al Concilio. El discurso de Frings —un cardenal conservador— causó una enorme sensación pues exponía los puntos centrales de la vida de la Iglesia que el Concilio debía encarar y reformar. Y no es este un dato menor: en un ambiente conservador como era la Génova del cardenal Siri, no hubo oposición sino, por el contrario, un sostenido aplauso de aprobación.
Queda claro también en el libro que tanto el cardenal Frings como su perito Ratzinger, durante las dos primeras sesiones del Concilio, tuvieron roles protagónicos en el grupo del Rin, con sus reuniones paralelas en el Colegio Germánico para urdir las estrategias que los llevarían a tomar el control del Concilio, y que todo terminara como ya sabemos. Hay que decir, sin embargo, que terminada la segunda sesión, ambos —Frings y Ratzinger—, cayeron en la cuenta que estaban siendo utilizados por el progresismo y que el rumbo que tomaban las cosas era sumamente peligroso para la Iglesia. De hecho, el cardenal de Colonia murió con un gran remordimiento por su actuación durante esas dos primeras sesiones conciliares.
De entre los múltiples aspectos que se podrían señalar del libro, señalo uno más: la renuncia al papado. Es un tema que despierta aún controversias no sólo porque algunos siguen sosteniendo que no fue válida por algún motivo u otro —lo cual, a mi entender, no tiene sustento alguno—, sino por su oportunidad o necesidad. Es verdad que, si Benedicto XVI no hubiese renunciado, hoy no estaría Bergoglio en la sede romana, y nos habríamos librado de todas las calamidades que ha traído este lastimoso pontificado, pero ¿quién nos asegura que estaríamos mejor? ¿Quién gobernaría hoy la Iglesia? ¿Gänswein, Bertone, Sodano? Porque, ciertamente, Benedicto no la gobernaría. Estaríamos nuevamente en el estado de “sede vacante”, tal como se conocieron los últimos años del pontificado de Juan Pablo II, cuando nadie sabia a ciencia cierta quién gobernaba la Iglesia, o hasta qué punto las decisiones las tomaba el pontífice romano o su secretario. ¿Cuántos obispos no fueron recibidos por el papa inválido y enfermo y salieron de la entrevista con un papelito firmado con nominaciones episcopales u otras medidas, conseguidas por medios turbios y ladinos? El cardenal Ratzinger vio todo eso de cerca y no quiso repetir la misma historia. Y a eso se sumaban sus debilidades, que él conocía y sabía que no podía contra ellas. Por ejemplo, su indecisión para enfrentar los defectos de sus amigos, aunque estos fueran evidentes. Es el caso de la desastrosa gestión del cardenal Bertone como Secretario de Estado y que, a pesar de que Benedicto XVI era consciente de ello y que muchos se lo advertían, no fue capaz de echar de su cargo a quien era su amigo de años, como no fue capaz de sostener a Ettore Gotti Tedeschi en la limpieza que había encarado en el IOR.
El lector del libro, además, puede observar algunos otros defectos, o al menos, que lo son para mí. Uno de ellos es la obsesión de Ratzinger por el ecumenismo. Soy consciente de que es un problema que a los hispánicos nos cuesta calibrar porque no existe entre nosotros. Sé que en algunas diócesis argentinas, cuando en los ’90 se puso de modo hacer actos ecuménicos, los celosos obispos tuvieron que importar protestantes o musulmanes de otras provincias porque en las suyas apenas si podían conseguir algún Testigo de Jehová o algún mormón impresentables que no estaban precisamente interesado en ese tipo de intercambios cariñosos. En Alemania, la situación era distinta, y se entiende mejor la actitud de Ratzinger pero, igualmente, me parece que es un interés exagerado, teniendo en cuenta, además, que el protestantismo no existe más, y que en la actualidad ha quedado reducido a una presencia testimonial, sostenida por los estados, y que representa a un número cada vez más insignificante de fieles.
Otro defecto surge debido al hecho de que Ratzinger vivió la Segunda Guerra Mundial, y la pasó, además, del lado equivocado. Y la guerra fue un acontecimiento traumático para todos, y mucho más para los alemanes, que quedaron con un sentimiento de culpa colectiva del que no pueden desprenderse. Y así puede entenderse la obsesión del Papa Ratzinger por incentivar las relaciones con los judíos, paralela a su obsesión por el ecumenismo. No se trata, por cierto, de que enfriara las relaciones con el pueblo hebreo, pero parece un poco exagerado el empeño que ponía en ellas.
Y este defecto, que es un defecto alemán, se nota con mucha nitidez también en Peter Seewald, que además de alemán es un hombre moderno. Entonces, a lo largo de todo el libro, trata de mostrar que el Papa Benedicto jamás fue ni siquiera simpatizante de posiciones tradicionalistas, y lo hace con argumentos a veces ridículos. Dice, por ejemplo, que la crítica que recibía porque en las ceremonias litúrgicas utilizaba ornamentos barrocos y tradiciones es falsa porque, realidad, usaba los mismos ornamentos que había utilizado Juan Pablo II… basta mirar un par de fotos para descubrir que no era así.
Y en el mismo sentido, busca siempre respetar la corrección política y presentar a Ratzinger exagerando sus gestos contemporizadores con el mainstream. Es notable que, por ejemplo, a veces dedica tres carillas a relatar el encuentro del Papa con un superviviente del Holocausto, y no dice nada de las visitas o discursos a las carmelitas u otras intervenciones de ese tipo. Es decir, el empeño de la corrección política propia no sólo de un moderno sino también de un alemán acomplejado.
A pesar de estos estos y otros defectos que podrían señalarse, se trata de un libro muy recomendable, que enseña a valorar la enorme figura de Joseph Ratzinger y del impagable servicio que brindó a la Iglesia.