Quantcast
Channel: Caminante Wanderer
Viewing all articles
Browse latest Browse all 1493

Don Gabino y los tres linyeras

$
0
0


 

por el Capitán Dalroy


No sé si la primavera se adueñó de San Etelberto o fue al revés, la cosa es que el pueblo se vistió más hermoso que Salomón en su esplendor. La tarde era un licor añoso que nos invitaba una y otra copa de silencio y reflexiones profundas, como si el horizonte y el alma fueran dos notas musicales unidas en la exactitud de la armonía. 

Allí estaba yo, luego de mi oración vespertina, intentando hallar la cifra de una espiritualidad genuina, sin sesgos, ni remaches, ni adornos. Yo, un viejo y católico de a pie, cavilando para encontrar el secreto evangélico, el centro proverbial de la Sabiduría… Una pobreza en el espíritu que nos hace ricos por dentro; y una paz que nos sosiega para la resistencia y el combate. Y un cultivo necesario y bello que nos prepara para la Fe, o nos aparta de ella por la desfachatez de nuestro orgullo. Una comunidad de santos intelectuales y analfabetos, monjes y guerreros, párrocos y pater familias, niños y ancianos que obtuvieron la Corona de Gloria que añoramos; cuyos medios veníamos pensando y conversando trasnochadamente entre amigos (¡Lo bien que le hace a uno!).  

Ensimismado en estos pensamientos, algo cansado por querer llegar donde no podía, vi una estampa que encendió mi asombro: tres linyeras –creí yo, por sus andrajos y sus barbas crecidas y despeinadas– caminando por la callejuela que linda con mi jardín. Algo inesperado en San Etelberto y que causó cierto revuelo, como era de esperarse y me enteraría luego. El asunto que viene a cuento comenzó en el mismo instante en que escuché la campanilla de mi puerta. Allí estaban los tres, casi ancianos, pidiendo algo de pan en nombre del Dios trinitario. 

No sé si fue mi hospitalidad o curiosidad la que me empujó a invitarlos a pasar y convidarles algo mejor que un trozo de pan. Ofrecí mazapán y licor de mandarinas caseros y encendí mi pipa con intención de provocar algún diálogo que resolviera el enigma… Confieso que lo sucedido fue bien distinto de las conversaciones acaloradas con mis habituales comensales. Esta vez el inquisitivo fui yo –a propósito del asunto que me tenía en ascuas– y sus respuestas fueron tan simples como diáfanas, siempre escuetas. 

Eran tres hombres de Dios, eso seguro; pero no logré saber a ciencia cierta sus orígenes ni el motivo de su peregrinación. Poco y nada me dijeron de ellos mismos, y solo contestaron a mis inquietudes religiosas por no incumplir una obra de misericordia espiritual. Sería difícil transcribir nuestra plática, las palabras ahogarían la fuerza del espíritu que me transmitieron. Sus ideas quedaron rondando en mi interior y, con el afán de darles lugar honrado, decidí probar mi afición y ordenarlas en unos versos menores que, al menos, serán una estela del tesoro que me brindaron. 

El primero de ellos, de semblante apacible y como surcado por la penitencia, fue siempre amigo de la discreción. Sus sentencias sobre la fuerza del silencio y el sacrificio en pos del equilibrio interior y la humildad en el espíritu se traslucían de algún modo en todo su ser. Y sus consejos que eran continuación de ese mismo ser, yo traté de condensarlos así:

Escuchar despacio, preguntar con tino,

huir del bullicio al silencio de Dios;

derramar la sangre que libera el alma

para asir su manto y conocer su Voz.


El segundo linyera de Dios, parecía orar cuando hablaba y casi textualmente lo hizo de esta forma:

Perderme en tu mundo viviente y sonoro,

por cada palabra un misterio de luz;

feliz vagabundo del Libro Sagrado

que en todos sus pliegues me dice: Jesús.


Ciertamente, era un “vagabundo del Libro Sagrado”. Su boca era un caudal bíblico y, en cada cita, el mismo Jesucristo latente o patente. Su oración, su estudio y hasta sus pasatiempos –perdón la irreverencia– rondaban en torno a ese Fuego que le daba luz, calor, tonada y sentido a todo su devenir temporal y espiritual. 

El tercer y último peregrino fue el más conversador y no por eso perdió la calma ni la actitud contemplativa que cargaban los tres. Noté ataviada sus mientes de cuantiosas lecturas, quizás de ciertos estudios sistemáticos que marcaron algún pasado académico. Sin embargo, desde esa multiplicidad de saberes sabía llegar a lo esencial y hasta había ido despojándose de mucho para quedarse con la mejor parte. No sé yo qué me causaba más admiración, si su sabiduría o su recogimiento… o cierta semejanza con mis experiencias y deseos. La cosa es que todo este torbellino pude abreviarlo poéticamente así:


La Sacra Escritura, Platón y los Padres,

la Misa de siempre, la guarda interior.

La oración continua, humilde y callada,

la vida acabada sirviendo al Señor.


Hasta aquí mi encuentro y escueta creación poética. Creo haber cumplido con lo que enseña el Eclesiástico: “El sabio recogerá las explicaciones de los varones ilustres”.

Había algo común en los tres, más allá de sus acentos y singularidades: una actitud monástica. No sabría decirlo distinto. No sé. Si hasta se me ocurrió pensar que quizás fueron ángeles enviados a derrumbar mis pronósticos y disputas, y a convidarme de esas aguas profundas que están más allá de las riberas de mi razón cansada… 



Viewing all articles
Browse latest Browse all 1493

Trending Articles