La pandemia de coronavirus está terminando. Siempre que llovió, paró, y epidemias hubo miles en la historia de la humanidad, y siempre terminaron. Las vacunas no dejaron mortandad alguna y quienes la recibieron no se han convertido en autómatas ni en rinocerontes. El Gran Reset no se avizora en el horizonte: los mercados financieros siguen operando como antes y se recuperan rápidamente, como así también las economías nacionales. La temida gobernanza global parece una ilusión: Europa, además de fracturada por el Brexit, ni siquiera ha sido capaz de ponerse de acuerdo en políticas sanitarias comunes; Rusia se aleja cada vez más de una entente cordial con el Occidente liberal, China vive en su mundo, los talibanes volvieron al poder, y las regiones periféricas como Hispanoamérica son un mosaico de países con gobiernos de derecha virando hacia la izquierda, y con gobiernos de izquierda virando a la derecha. Es decir, el Nuevo Orden con un gobierno mundial unificado parece más lejano que hace dos años.
Esta es la situación, al menos tal como puede colegirse a partir de la lectura de la prensa. Y tengo la impresión que muchos de mis buenos amigos están decepcionados. Ellos esperaban que la peste provocara un cataclismo político y económico, que las vacunas fueran el instrumento perfecto para el dominio mundial y que el Amo del Mundo estuviera por estas horas ajustándose el traje para aparecer en escena de un momento a otro como el (falso) salvador de una humanidad desesperada. Y Bergoglio, por cierto, coronándolo y apostatando de Jesucristo.
No parece que las cosas vayan en esa dirección: el mundo sigue como siempre y en menos de un año habrá retornado a los mismos hábitos que tenía antes de la pandemia, y Bergoglio no es más que un simple cachafaz surgido de las orillas porteñas cuyo pontificado pasará a la historia como un vergonzoso y fracasado experimento. Le monde va de lui même.
Pero no me interesa discutir estas cuestiones que, en el fondo, son fenoménicas. Me interesa indagar en la psicología de aquellos que continúan esperando, como Helen White subida al tejado de su casa, un próximo y apoteósico final. En el fondo, creo yo, hay una fuerte necesidad de poblar la fe y la esperanza con hechos concretos que las confirmen. Yo soy el primero que quisiera ver signos en el cielos y escuchar las trompetas angélicas; siempre soñé con vivir en los días de la gran persecución y ser testigo de la lucha cósmica entre el arcángel Miguel y el Hijo de la Perdición. Pero últimamente me está pareciendo que esos deseos y esas necesidades de ver signos, prestar oídos a revelaciones y apariciones y estar oteando en el horizonte los fulgores del fin, son solamente una comprensible búsqueda de muletas a la fe y a la esperanza, lisiados como estamos y debiendo caminar como debemos en este valle de lágrimas lleno de amarguras y tinieblas. Estamos cansados y necesitamos un poco de entusiasmo que nos ayude a continuar el camino, y la hipotética proximidad de un fin, y del triunfo definitivo de nuestra causa, nos lo da. Es la comprensible búsqueda de una esperanza optimista en un éxito cercano, al que nosotros podamos ver y tocar, y del que podamos ser protagonistas.
La solución, sin embargo, está en la resignación. Sí, resignarnos a que la fe y la esperanza son oscuras, que nuestra vida de cristianos es caminar ex umbris et imaginibus in veritatem,“desde las sombras y las imágenes hasta la verdad”. Y no se trata de una postura pesimista y triste. Todo lo contrario. Es la postura del gozo profundo que nos dan las virtudes que recibimos en el bautismo: que al final de todo, está Dios.
Y mucho mejor que yo lo expresa Newman:
Llamo resignación a un estado espiritual más dichoso que la esperanza optimista del éxito presente (I call resignation a more blessed frame of mind than sanguine hope of present success) porque es el más verdadero y el más coherente con nuestro estado de naturaleza caída, el que más contribuye a corregir el corazón; y porque es aquel por el que se han distinguido los siervos de Dios más eminentes. […] Mirad la Biblia, y veréis que los siervos de Dios, aunque comenzaran con éxito, terminan decepcionados. No es que la causa de Dios y sus instrumentos fallen, sino que el momento de cosechar lo que hemos sembrado es el más allá, no aquí; a lo largo de su vida, aquí abajo ningún hombre verá mucho fruto.
Parochial and Plain Sermons 9, t. 8, del 12 de septiembre de 1830.