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Roque Raúl Aragón

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por Jack Tollers

Lo conocí hacia fines del siglo pasado, en el año 1973, yo con apenas 18 años de edad, él rondando los 50 y pico. Eduardo Allegri y yo queríamos ingresar a la Guardia de San Miguel que él había fundado con Fray Mario Pinto O.P. dos años antes. Nosotros, los de la Guardia, a diferencia de otros, le decíamos Raúl, no Roque Raúl como otros lo conocían. Nos reuníamos todos los martes en lo del recién casado Ricardito Curutchet, calle Azcuénaga, de la entonces llamada Capital Federal, cerca de la Facultad de Medicina. Seríamos una docena, más o menos, incluyendo al cura, Jorge Ferro, Cristián Coronado, Jorge Martínez, Vicente Massot, Alejandro Ferrero, Guillermo Romero, los mellizos José y Juan Mikalonis y alguno más que ahora se me escapa. A veces aparecían Juan Curutchet, el hermano de Ricardo, y mi primo, Jorge Randle. Con el tiempo se agregaron unos cuantos más, señaladamente Guillermo “el Gaucho” Martínez y Hernán González Cazón. La Regla de la Guardia incluía un ayuno todo ese día, por lo que comíamos después de medianoche. También incluía el pago mensual de un diezmo, que originalmente iba destinado a pagar los remedios del P. Castellani. Y así también sabíamos cuán pobre era Raúl.

Raúl no era el que más hablaba, pero le gustaba conversar y como verá quién oiga las grabaciones que aquí presento, sabía hacerlo. A veces creo que le dio esa impronta particular a la Guardia de San Miguel, digo, este gusto muy particular por la buena conversación, porque si algo queda de todo eso, medio siglo después, no será mucho más, ni mucho menos, que eso (y todo esto que cuento fue siglos antes de que apareciera Buela para embromarnos con su catolicismo, ¿qué diré yo?, islámico, a cuestas). 

Pero Raúl era la encarnación de aquello que le decía Vocos Lezcano a Lucas Padilla (y con él y varios camaradas más, también nosotros gastamos noches en “El Tropezón” el restaurante de la Avda. Callao de la otrora Ciudad de Buenos Aires):

Mientras la noche aliente las pasiones
y "El Tropezón" estalle de alegría,
hablemos, Lucas, de filosofía,
gastemos todas las preocupaciones.

Tú que las tienes, trae las razones:
-"Dijo Platón, Santo Tomás decía..."-,
pero tráelas antes de que el día
vuelva a los ojos y a los corazones.

Después, después, cuando la luz se instale,
la hora, el mundo y la melancolía,
nos harán ver que la razón no vale.

Pero entretanto no haya sucedido
y el mozo traiga el último pedido,
hablemos, Lucas, de filosofía. 

A mí me encantó él porque me tomaba en serio. A los jóvenes de esa edad les gusta (o les gustaba, yo ya no sé cómo es ahora) que se los tome muy en serio. Había habido adultos que simulaban escucharme y todo eso, pero yo me sabía que no era verdad, que no importaba mucho qué pensaba o qué decía yo, más que nada porque era chico. En cambio, con Raúl Aragón, no podía dudarlo—otro tanto me pasó de muy chico con Juan Carlos Montiel; años después con el P. Meinvielle, Carlos Alberto Sacheri y Aníbal D’Angelo Rodríguez, pero eran la excepción—gente atenta a lo que a uno le pasaba, a lo que uno decía o incluso, sentía. Una vez, le conté a Raúl que tenía un cierto entuerto amoroso: me citó a tomar el té a la confitería “Fragata” sobre la Avda. Corrientes de la Buenos Aires de entonces para conversar en privado sobre el asunto. Se lo tomaba muy en serio. Me tomaba en serio. Hablamos de amor, de las mujeres, qué sé yo… 

Ya lo dijimos, pero se puede repetir: era pobre, pero le daba mucha importancia a la plata. Una vez me pidió prestado unos pocos pesos para viajar a La Plata y cuando no quise que me los devolviese, me retó, porque representaba, decía él, horas de sudor de un obrero en una fábrica, o de una empleada doméstica planchando por unos pocos pesos. Cómo no, el dinero era cosa importante. Y él vestía invariablemente ropa vieja, zapatos desgastados, corbatas finitas de colores oscuros, en invierno con un poncho de vicuña sobre los hombros, un poco al modo de los viejos políticos radicales. Su padre lo había sido, había sido intendente de San Miguel de Tucumán, y por lo que cuenta en estas grabaciones, también había sido todo un personaje. A Raúl le gustaba la política, la del grupo FORJA primero, la del nacionalismo católico, después. Le gustaba por los defectos: aquello de quedarse hasta que las velan no ardan discutiendo sobre rimas y juegos de niños, sobre tangos e historia argentina, sobre la cantidad de ángeles que cabrían o no en la cabeza de un alfiler; tomando ginebra, fumando negros, riéndose mucho, de todos, de todo, con mucho gusto. Había leído mucho, más que nada en castellano pero también alguna cosa en italiano y francés y era tomista: sabía más filosofía de lo que parecía, porque le gustaba esconder su erudición hablando siempre claramente, didácticamente, con cordial condescendencia por la inteligencia de los demás. Sabía mucha poesía, como lo demuestra espléndidamente en su libro sobre “La poesía religiosa en la Argentina” y él mismo, todo él, era más que nada, un poeta. Y su vida toda, una especie de… poesía.

Era católico preconciliar, detestaba a los progres, a los “pasteleros” como entonces le decíamos a los curas de campera y moto, a las monjas de vestidos cortos y malos modales, a Teilhard de Chardin y al Catecismo Holandés. Era especialmente refractario a la liturgia posconciliar, objetaba todas y cada una de las reformas de Paulo VI, despreciaba el lenguaje del Concilio Vaticano II y se negaba a aceptar las sucesivas estupideces de los curas tercermundistas. Era antiliberal y anticomunista y el peronismo (al que conoció bien) le parecía una porquería. 

Pero para mí, entonces como ahora, Raúl, era mucho más que eso: todo eso lo dábamos por descontado, que nosotros pensábamos (y pensamos todavía) igual. Él se destacaba por su amor por la Argentina, a la que conocía profundamente, especialmente su lengua, su poesía, su música, sus gestas y su comida, sus danzas y sus vestidos. Era mestizo y su rostro exhibía, como decía don Atahualpa, el “color del páis” (no es errata, que la tilde está bien puesta). Lo de su amor por la Argentina era algo que se le notaba en cada sílaba, en cada tranquila cadencia de su hablar tucumano, como se oye con entera nitidez en su conferencia sobre Castellani que también hemos “colgado” en esta página, en su notable entusiasmo por el revisionismo histórico, en su preferencia por San Martín, por Rosas, por José Hernández y por Lugones.

No pudimos vernos mucho, sobre todo cuando se volvió a sus pagos tucumanos. Pero tuvimos algunos encuentros memorables en Bella Vista, oportunidades en las que pudimos despacharnos a gusto durante morosos días veraniegos, a mediados de los años ’80 (creo). En cualquier caso, me quedaron grabadas en el alma cosas que me dijo en la veintena de veces en que pudimos vernos y conversar… sobre el universo mundo y tutti quanti.

Falleció hace casi quince años, pero si no fuera cursi decirlo, vive en mí, de una manera que no sabría explicar—y por aquello de que es mersa y porque estoy viejo, aquí ni siquiera lo intentaré.

Pero don Wanderer, créame una cosa, vale la pena detenerse a escuchar a este maestro

Por eso nos tomamos el trabajo de poner estas grabaciones al alcance de sus lectores, no vaya a ser que se les pegue un poco ese especial acento tucumano, no sea que se les pegue un poco de ese aragonismo, con sus pausas y silencios, con su tranquila sabiduría a cuestas.

No sea que les pase lo que a nosotros…

[El reportaje puede escucharse desde la página Et voilà, haciendo click aquí].


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