Roger Scruton, en su libro Cómo ser conservador (Homo Legens: Madrid, 2014), dedica un capítulo a describir la absurda sociedad contemporánea en la que todos se consideran acreedores de un sinnúmero de derechos sin más fundamento que el propio egoísmo, capricho o patología. Estas pretensiones se han convertido en los últimos años en un fenómeno arrollador, imposible de detener, incluso cuando se trata de las “derechos” más descabellados. Una persona con serios problemas de atraso o inmadurez intelectual, tiene derecho a ir a la universidad, y guay del profesor que la aplace, porque le caerán encima todas las reglamentaciones institucionales contra la discriminación, además de la hoguera mediática, y no sería raro que perdiera su trabajo. Un señor que nació hombre tiene derecho a autopercibirse mujer y tener un documento de identidad que lo acredite como tal. Pero no sólo eso: tiene derecho a jugar en el equipo femenino de jockey de su club o a cantar como soprano en el Colón. E incluso, ya hay alguno que además de descubrir su identidad femenina descubrió también que tiene vocación a la vida religiosa… como monja. Por ahora, la Iglesia le ha dicho que no, pero no sabemos a qué extremos puede llegar la misericordia del Papa Francisco.
Y esta situación se ha colado incluso dentro de la Iglesia desde hace algunas décadas: las mujeres comenzaron reclamando sus derechos a ser monaguillas, luego a ser diaconisas y en Alemania amenazan con ordenarlas sacerdotisas. Los separados que rehicieron sus vidas con otras parejas tienen derecho a participar de la vida sacramental, y las parejas homosexuales a ser unidos en matrimonio o, al menos, a recibir una bendición nupcial. Estamos frente al descalabro completo no solamente del orden natural sino de la más básica sensatez.
Pero hay otro derecho que también se reclama en los sectores religiosos con mucha fuerza aunque de un modo más discreto: el derecho universal a la salvación, porque pareciera que todos los hombres tiene derecho a salvarse y nada ni nadie —ni siquiera San Pedro— puede negarles la entrada al Cielo. Dios cometería un flagrante acto de discriminación si negara la felicidad eterna a un hombre por no estar bautizado, o por llevar una vida sexualmente desordenada, o por no participar del culto de la Iglesia, o por infringir cualquiera de los Diez Mandamientos. Y gritan por las plazas la frase evangélica: “Las prostitutas os precederán en el Reino de los Cielos”, sin aclarar, claro, que se trata de las prostitutas arrepentidas, como aquella que lavó con sus lágrimas los pies del Señor, y que precederán a los fariseos, aquellos que escondían detrás de sus ampulosidades religiosas la podredumbre de un sepulcro. La pretensión es, en definitiva, una suerte de apocatástasis de baja calidad, una apocatástisis berreta o cutre, que enfurecería a Orígenes.
El problema, en mi opinión, viene de muy larga data, y se hunde en el optimismo infundado que permeó a buena parte del catolicismo militante pre y post conciliar, según el cual el instaurare omnia in Christo significaba sin más que todas las sociedades debían ser, y serían, profundamente cristianas como alguna vez lo habían sido. Y lo cierto es que nunca lo fueron y nunca lo serán porque, en pocas palabras, el cristianismo en serio, y no como mero barniz cultural, es para un grupo reducido. Al menos, esta es la idea del Cardenal Newman, que yo comparto.
Afirma Newman que la misión del cristiano “es gastar y gastarse con los muchos llamados, por el bien de los pocos elegidos”. Y continúa señalando el hecho de que nunca se nos aseguró que la Iglesia fuera a tener éxito en el corazón de las muchedumbres, y constata que más allá de los éxitos innegables que consiguió a lo largo de su historia milenaria, “la gran masa de hombres no está, desde el punto de vista espiritual, mejor que antes. El estado de las grandes ciudades en la actualidad no es muy distinto del que era antiguamente; o al menos, no tan distinto como para que parezca que la obra principal del cristianismo ha sido incidir en la cara visible de la sociedad, o lo que llamamos el mundo”. Y esto lo decía en 1836.
Y sigue más adelante: “El conocimiento del Evangelio, por tanto, no ha cambiado, desde el punto de vista material, más que la superficie de las cosas; el Evangelio ha limpiado el exterior pero, en la medida en que podemos juzgar, no ha actuado en gran escala sobre el espíritu interior, sobre ese ‘corazón’ del que proceden las cosas que ‘hacen al hombre impuro’. Y afirma que el triunfo del Evangelio se ha dado solamente en un grupo reducido, y consiste en “…elevar por encima de ellos mismos y de la naturaleza humana a aquellos —cualesquiera que sea su rango o cualidad de vida—cuya voluntad coopera misteriosamente con la gracia de Dios; a aquellos que, cuando Dios les visita, temen y obedecen a Dios realmente, sea cual sea la misteriosa razón por la que un hombre obedece y otro no”. Podríamos decir que Evangelio es para todos, pero no todos son para el Evangelio, sencillamente porque no todos —y no sabemos por qué—, son capaces de seguirlo. Aunque el Sembrador siembra para todos, no toda la semilla cae en tierra firme y fértil. Muchas son las semillas, pero pocas las elegidas para que den fruto, y lo den en abundancia.
Y como un caveat a quienes están atacados de la militacia jesuítica, advierte Newman: “Aunque trabajáramos sin desfallecer, con la esperanza de convencer al que piensa de otro modo, nunca podríamos revocar el testimonio de nuestro Salvador y hacer que los religiosos fueran muchos y los malos pocos. Solo podemos hacer lo que tiene que ser hecho. Con nuestra esforzada labor solo podremos llegar a aquellos para quienes hay preparadas coronas en el cielo. ‘A los que de antemano eligió también predestinó’ (Rom. 8,29). Nosotros no podemos destruir las diferencias que separan a un hombre de otro hombre. Y atribuir a un defecto del bautismo, de la predicación y de los demás ministerios el hecho de que estos no puedan ir más allá de los límites que la palabra de Dios ha predicho es tan poco razonable como pretender hacer que el espíritu de un hombre sea igual que el del otro”.
Nuestro Señor en su Evangelio y toda la Revelación divina señalan una realidad que resultó difícil de entender desde siempre, y mucho más en los momentos actuales: la Salvación se ofrece a todos, pero no todos la reciben. La Sangre de Cristo se derramó por muchos, pero no por todos los hombres, porque los elegidos son pocos, apenas un grupo pequeño de entre todos los llamados. Y nos gusten más o menos estas palabras; nos suenen más o menos inapropiadas para los oídos contemporáneos, lo cierto es que están allí, y ni una iota puede ser quitada de ellas.
Y la verdad sea dicha, los que alentaron últimamente esta idea la “salvación para todos y todas” no fueron solamente Hans Küng o von Balthasar. Fue Juan Pablo II, con su sentimentalismo propio de la filosofía personalista a la que adhería, quien dijo que el infierno no es “un lugar”, sino “la situación de quien se aparta de Dios”, siguiendo a los jesuitas que afirman que se trata de “de un estado del alma, un modo de ser de la persona en la que ésta sufre la pena de la privación de Dios”. Y, como no podía ser de otra manera, la aguda teología peronista del Papa Francisco nos ilustraba diciendo que los hombres que no se arrepienten de sus pecados, “no son castigados. Aquellos que se arrepienten obtienen el perdón de Dios, pero aquellos que no se arrepienten y no pueden ser perdonados desaparecen. El infierno no existe, la desaparición de almas pecadoras existe”.
Y si el “estado” del infierno no existe, el cielo es necesariamente para todos. En definitiva, la salvación es un derecho.
[Los textos de Newman corresponden a: Parochial and Plain Sermons vol. 4, sermón 10, del 20 de noviembre de 1836].