Pasemos ahora a otra nota característica del discurso de Bergoglio, al que llamaremos, a falta de mejor término, la increpación. También este género tiene una ilustre historia de desarrollo desde el tiempo de los Profetas. Recordemos la dramática historia de Natán, haciendo recaer sobre el mismo rey su juicio: “Tú eres ese hombre”. Naturalmente, las fuertes increpaciones de Juan El Bautista, de Nuestro Señor contra los fariseos, de San Pablo, etcétera. Siempre el contraste entre el mensaje evangélico y las costumbres del siglo integraron el patrimonio de nuestra religión. Si hasta Dante, en un pasaje célebre, llega a censurar la avaricia de los ciudadanos de Cahors o los escotes de las florentinas cuyas intimidades debían reservar a los lactantes.
Más cercanamente, existieron los reproches que desde el púlpito valientes predicadores sagrados vertían bien contra las costumbres de los soberanos, bien contra el pueblo corrompido. Los reyes cristianos aceptaban, de mayor o menor grado, estas invectivas. A veces los sermones costaban muy caro, como ocurrió con los franciscanos que se atrevieron a atacar la conducta de Enrique VIII en su propia capilla real, al comienzo del affair Bolena. A veces las fórmulas eran estereotipadas o el mismo predicador dejaba entrever, fuera del púlpito, sus limitaciones profesionales. Conocido es el caso de Massillon, del que se dice que Luis XIV decía “cuando lo oigo predicar me aterro; cuando lo veo comer me reconforto”.
Con el tiempo y la moralización barroca de la predicación (que pasó del metanoete! al penitenciagite! sin traducción integral), este tipo de censura moral entró en franca decadencia, llegando incluso a relegar la prédica del Kerygma, y reduciendo el sermón o la plática a crítica de costumbres a veces amargada. La reacción a esta actitud llevó a su vez al vicio contrario en el posconcilio: la omisión de los temas ligados a la moral, sobre todo sexual, como insistentemente pedía el Cardenal Bergoglio en su diócesis a los sacerdotes.
La increpación profética es tan peligrosa como la apologética. Debe estar contextualizada dentro de un marco teológico, para que no se coma toda la predicación y se convierta en una requisitoria de moral atlética y pelagiana. Requiere integridad de vida, so pena de que el que reprocha a dedo alzado se acuse con otros tres, como dice el proverbio inglés, convirtiéndose en hipocresía.
Exige además un sentido de justicia integérrimo, que evite tres cosas: la acepción de personas (critico un grupo y dejo afuera a otro por motivos de conveniencia personal); el agravio comparativo (critico ciertas conductas y otras igualmente graves también quedan afuera); el subjetivismo (critico desde mis fobias o gustos personales y no desde el Evangelio).
Finalmente, la amonestación requiere precisión. No hay cosa más dañina que una crítica imprecisa, difusa, confusa. El predicador no puede disparar al bulto, tiene que apuntar a la cabeza, como decía Bloy, para que el tiro no pegue más abajo del corazón. Que el dicterio sea tal que su destinatario pueda, sin ejercicio de la mala fe, recibirlo, o al menos quienes no lo son o lo son en menor medida puedan discernir que no les incumbe. De lo contrario, el primer dedo acusador mutará en un bosque nocturno de dedos apuntándose recíprocamente con un fragor de mil demonios de confusión.
De eso se trata: el discurso moralista bergogliano, sus invectivas, son con frecuencia intrínsecamente difusas y confusas. Esto no es de ahora: no conozco muchos obispos que hayan calificado a su propia diócesis, a Buenos Aires como una "Ciudad corrupta y coimera", que "no ha llorado lo suficiente", a partir de un suceso municipal trágico pero que de ningún modo justificaba tales expresiones sobre la totalidad, como una especie de nube negra de hollín que cubriera a todos los ciudadanos y a nadie. Nunca se sabe bien quién cae bajo su censura; nunca se sabe quién escapa de ella. Muchos lo escuchan y se sienten aliviados, con la típica función falsamente purificadora de la conciencia sucia que tiene estigmatizar chivos expiatorios (“debe ser otro”); muchos, preocupados (“¿seré yo?”). Muy probablemente, los malos se reconfortarán, los buenos se preocuparán. Todos se confundirán. Porque no nos engañemos: el discurso sigue siendo intensamente moralista - y violento -, como en el preconcilio, sólo que ha cambiado su objeto formal y su objeto material: ahora es la moral de la corrección política, y se extiende a ciertas materias vinculadas con transgresiones a un vago sentido populista de la moral social. Pero sigue habiendo réprobos y elegidos, como no, y con la misma violencia de siempre. Sólo que ahora se llaman pecadores y corruptos, respectivamente. Otros términos se trastocan: la condena a la "mundanidad" recae sólo sobre algo que parece tener cierto olor a reuniones con aristócratas, conciertos de música o buenos modales; no caben en dicho concepto la frecuentación de mafiosos del futbol mundial, de los tratantes de carne humana, de los traficantes, de los promotores del aborto y de los dictadores populistas elegidos democráticamente.
Coadyuva a esta característica la frecuente transgresión de las normas de justicia que más arriba hemos indicado: la acepción de personas, las preferencias inexplicables por ciertas personas o grupos, el subjetivismo. Las críticas parten de las fobias y preferencias del predicador: ¿desde cuándo forma parte del repertorio homilético atacar como algo grave los gastos en mascotas o a las personas que las tienen, por ejemplo, sobre todo cuando se odian los animales de compañía, como es el caso de Bergoglio? ¿Por qué criticar los gastos en industria de los cosméticos y hablar poco de materias vinculadas con la generación, como reconoció Bergoglio que omitía? ¿Se predica la moral evangélica o la moral políticamente correcta, donde los preceptos específicos de moral cristiana se silencian en aras de una moral común planetaria? ¿Por qué se ataca a los curas que cobran estipendios y al mismo tiempo se prestan lugares sagrados emblemáticos para saraos de millonarios? ¿Qué es más grave, los gastos de un obispo que viaja a Cancún con su amante o los integrantes de Caritas que festejan un cumpleaños con una comida de cincuenta o cien dólares? ¿El gasto de un gay alojando en una nunciatura a su militar compañero de sodomías no cifra en la cuenta de las defraudaciones a los pobres y se llama simple y benévolamente “pecados de juventud”?
Sin contar el continuo “fuego amigo” sobre los fieles, los resistentes, los cumplidores de mandamientos, que son fustigados por el predicador con una sospechosa sincronía con el ataque del mundo: hipócritas, apegados a la ley, no se dejan sorprender, son amargados, etcétera. La moralina políticamente correcta se vuelve cómplice e idiota útil de la inmoralidad más desenfadada, la del mundo, que ha tirado a los perros el orden natural y divino hace siglos y reputa al cristiano practicante como “beato”, “pacato”, chupacirios”, “meapilas”, “comehostias”. Comprar el hombre de paja del enemigo tiene sus costos.
Estas alteraciones de baremos, estos virtuales caprichos, estas injusticias verbales, no dejan de echar más humo al fuego de la confusión. En eso estamos.
Ludovicus