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El cuidado de la casa común, según Newman

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“Consideremos ahora cuál es realmente el estado de la cuestión. Supongamos que el investigador que he estado describiendo, al examinar una flor, o una hierba, o un guijarro, o un rayo de luz, cosa que considera tan por debajo de sí mismo en la escala de la existencia, de pronto descubriera que se halla en presencia de cierto ser poderoso que estaba oculto tras las cosas visibles que estaba inspeccionando; un ser que, a pesar de esconder su mano llena de sabiduría, fuera quien les diera su belleza, gracia y perfección, al ser el instrumento de Dios para ese propósito. Pensemos en que esos objetos que iba a analizar con tanto interés fueran su vestido y ornamentos, ¿cuáles serían entonces sus pensamientos? ¿Deberíamos —aunque fuera de forma accidental — mostrar un comportamiento rudo hacia nuestro semejante, pisotear el dobladillo de su ropa, o darle un empellón? ¿No nos sentimos insultados?, y no porque le hubiésemos hecho daño, sino del temor que tenemos a haber sido poco educados. David contempló la terrible peste durante tres días, sin duda sin asomo de curiosidad en sus ojos , sino con un terror y remordimiento indescriptibles; mas cuando al cabo «David, al levantar los ojos, vio al ángel del Señor» (que había provocado la peste) «que estaba entre el cielo y la tierra con la espada desenvainada en su mano y apuntando a Jerusalén, entonces David y los ancianos se vistieron de saco y se postraron rostro en tierra.» (1 Cro 21,16). La peste misteriosa e irresistible se hizo aún más temible cuando se conoció su causa. Y lo que es cierto de lo que es temible, es también, por otro lado, cierto de lo que es agradable y atractivo en las cosas de la naturaleza. Cuando damos un paseo y «meditamos en el campo al atardecer», ¡cuántas cosas tienen cada hierba y cada flor para sorprendernos y anonadarnos! Pues, incluso aunque supiéramos acerca de ellas tanto como los más sabios, sin embargo existen aquellos que están en nuestro derredor, que aunque invisibles hacen que el mayor de nuestros saberes no sea más que ignorancia; y cuando hablamos de temas de la naturaleza desde una perspectiva científica, repitiendo los nombres de las plantas y de las clases de terreno, y describiendo sus propiedades, deberíamos hacerlo con religiosidad, como si los grandes Criados de Dios nos estuvieran escuchando, con esa clase de inquietud que siempre sentimos cuando hablamos ante los sabios y los instruidos de nuestra propia raza mortal: como pobres principiantes en el camino del conocimiento intelectual al igual que en el de los logros morales”.

(John Henry Newman, Sermones parroquiales, t. II, 29; trad. Víctor García Ruiz, Encuentro, Madrid, 2007; 322-323).


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