La semana pasado me sorprendí por un gesto inusitado de Mons. Marcelo Colombo, arzobispo de Mendoza. Y así como en muchas ocasiones he destacado lo censurable en nuestros prelados, esta vez es preciso destacar lo bueno.
El gobernador de Mendoza, presionado por el gobierno nacional y por los medios de comunicación, decidió aplicar una serie de restricciones extras para enfrentar los contagios de coronavirus, entre las cuales incluyó disminuir el aforo permitido en las reuniones de culto, que pasaron de 30 a 10 personas. Enterado el arzobispo, publicó una carta en la que de un modo muy claro se queja por la falta de consulta para la adopción de tales medidas, y sostiene que “Más consideración han merecido los gimnasios y restoranes. La salud espiritual de los mendocinos también merece ser respetada y alentada”. Un gesto que distingue al arzobispo de mendocino de la mayor parte de sus hermanos que han corrido presurosos a acatar las órdenes de gobernantes inicuos.
Sin embargo, la queja de Mons. Colombo rezuma cierta candidez. El mundo, desde hace ya varios años, considera mucho más relevantes a los gimnasios y restaurantes, entre otros rubros, que a la iglesia. Lo cierto es que la iglesia ha pasado a ser irrelevante y no sólo para los gobiernos del mundo sino también y cada vez más, para los mismos seglares. Es la sal que perdió su sabor.
A partir del Vaticano II, con la cómplice ingenuidad o negligencia de Juan XXIII y Pablo VI, la iglesia se arrojó a los brazos del mundo gritando: “No nos peleemos. Nosotros buscamos lo mismo que ustedes. Ambos somos buenos. Caminemos juntos”. Y el mundo comenzó riéndose a carcajadas mientras continuaba dando puntapiés a esa nueva iglesia boba y solícita, la usó todo lo que la pudo usar y la terminó despreciando.
Los obispos creyeron que abandonando la misión propia que les había sido encomendada, y que es eminentemente espiritual, e involucrándose en las cuestiones del mundo, cambiarían la tensa relación de enemistad que siempre había existido —y que debe existir porque así los anuncia Nuestro Señor en el evangelio— entre ambos. Y al hacerlo, perdieron el sabor. Como la sal evangélica, los obispos ya no sirven ni siquiera para el muladar. Su destino es ser tirados a los caminos y pisados por los viandantes (Lc. 14, 34).
Trocaron el anuncio del evangelio, cuyo mensaje no consiste en la fraternidad universal ni en la filantropía sino en la redención del pecado original y en la promesa de la vida eterna, por la asistencia social, queriéndonos hacer creer que porque todos los hombres somos hermanos —que no lo somos porque sólo lo son quienes han sido regenerados por las aguas del bautismo— ser cristiano consistía en ser amables y solidarios con los pobres. Nos estafaron y estafaron a un sinnúmero de personas de buena voluntad que terminaron entregando sus vidas a estos fines inmanentes similares a los de cualquier ONG humanitaria.
La semana pasada murió víctima del covid el P. Bachi, un sacerdote villero de Buenos Aires. Había nacido en una villa de emergencia y desarrolló su ministerio sacerdotal entre los suyos. Quienes lo conocieron afirman que era una persona de fe pero desorientado por la montaña de sal sin sabor de la iglesia del posconcilio. Y será el caso de muchos. La elite intelectual de teólogos que enseñan desde sus cátedras romanas o alemanas, a las que los obispos escuchan con devoción, señalaron caminos que no conducen a ningún lugar —ciegos que guían a otros ciegos—pretendiendo hacerse aceptables a los dictados del mundo.
La semana pasada —el 3 de septiembre— fue el día de San Remaclo, que vivió durante el siglo VII y fue, con todas las letras, un obispo villero, pero no como el infame Jorge García Cuerva de quien ya hablamos en este blog. Era abad en el norte de Francia y llegó a sus oídos lo que ocurría en Maastricht que, en esa época, era propiamente una villa de emergencia, y no solamente por la pobreza de sus habitantes, que eran común en casi toda Europa, sino por sus costumbres, groserías y violencias. Varias obispos habían intentado mejorar la situación, pero había sido inútil. El último de ellos había sido San Amando, que salió de su sede sacudiendo el polvo de sus pies por la imposibilidad de mejorar a sus ovejas. Fue entonces que Remaclo se dirigió al rey Sigiberto con la siguiente propuesta: para cambiar la vida y costumbre de los habitantes de Maastricht no era necesario implementar en primer lugar medidas asistenciales como se había hecho hasta ese momento sin resultado alguno. Era necesario desarrollar en la región la vida contemplativa. El rey accedió, y Remaclo fundó él mismo la abadía de Stavelot, y sus discípulos pronto poblaron toda la región de monasterios. Maastricht se reformó y dejo de ser la villa miseria que era, y San Remaclo fue su obispo durante más de diez años.
Los obispos argentinos han caído en la insignificancia y les resulta imposible remontar la situación. Ni los esfuerzos y millones de pesos que la Conferencia Episcopal destina a consultoras y especialistas en medios que les publican videos semanales que nadie ve, ni los manotazos que dan los obispos por su cuenta han sido suficientes. Muchos de ellos —me consta—, pagan a un community manager que se encarga de administrarle sus redes sociales a fin de gestionar su “imagen de marca”. Y ya vemos los resultados; basta mirar los comentarios que recibieron los tweets de la semana pasada de Mons. Oscar Ojea, presiente de la CEA. Ya nadie les cree ni los considera.
La sal se volvió sosa.