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Newman sobre la destrucción de Roma

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En 1833, John Henry Newman, siendo fellow de Oriel College y párroco anglicano de la parroquia universitaria de Oxford, emprende un viaje al Mediterráneo en el que visita varios países y ciudades, entre ellas, Roma. El viaje tendrá un final doloroso con su enfermedad en Sicilia que casi le cuesta la vida. Roma le impresionó bien pero sigue siendo anglicano y, como tal, conserva varios prejuicios sobre el papado, sobre el clero y sobre la religiosidad católica. Y todo eso puede verse en esta carta. Sin embargo, los conceptos fundamentales que desarrolla son muy interesantes para pensarlos en estos momentos. Hace diez años nos habrían parecido no más que rémoras de un anglicano. Hoy parecen una profecía. 



A Samuel Rickards

Nápoles 14 de abril de 1833


Querido Rickards

Espero que te llegara a su tiempo una carta que te mandé, tarde, desde Falmouth. Desde entonces, mi intención ha sido compensarte por esa tardanza infligiéndote una segunda carta; pero, una vez más, mis propósitos se han frustrado, así que aquí tienes una segunda carta tardía... La primera la escribí cuando estaba a la espera del barco que me iba a llevar desde Inglaterra; y ahora estoy a la espera de otro barco que me lleve desde aquí a Sicilia. Dejé a los Froudes el martes pasado, que salieron en un vapor desde Roma (o sea, desde Civitá Vecchia) hacia Marsella; y yo me vine aquí por segunda vez. […] Tengo amigos aquí y estoy pasando una semana muy agradable, aunque estoy impaciente por llegar a casa. Pasamos cinco semanas en Roma, y lo pasamos deliciosamente; el recuerdo de esos días siempre será para mí una fuente de alivio. Solo Jerusalén puede ofrecer un consuelo y una fuerza superiores al de estar junto a la tumba y a las iglesias de los primeros santos cristianos. Roma es un lugar muy complicado para hablar de él, por la mezcla de cosas buenas y malas; como estado pagano es uno de los cuatro monstruos infieles maldecidos en la visión de Daniel, y el sistema cristiano allí está lamentablemente corrompido; pero es allí donde reposan los huesos de los apóstoles y su clero son sus descendientes actuales. Leyendo el Apocalipsis me ha venido una y otra vez la idea de que la Roma que ahí se menciona es Roma considerada como ciudad o lugar, pero sin referencia alguna a si es cristiana o pagana. Como fuente de poder, fue la primera perseguidora de la Iglesia y, como tal, está condenada a sufrir el castigo de Dios, que aún no se le ha infligido completamente por la simple razón de que todavía existe. Babilonia cayó, Roma es todavía una ciudad; por tanto, el castigo le aguarda. No es mi intención probar esto aquí ahora, pero quería manifestar mi punto de vista. Después de pensar esto me sorprendió ver confirmados varios puntos en un libro de antigüedades romanas que encontré por casualidad. Parece ser que Gregorio el Grande mantenía la idea (cuando Roma llevaba ya 3 siglos siendo cristiana) de que el lugar seguía sujeto a maldición. Y precisamente por ese motivo animó a que se demolieran los edificios paganos, como el Coliseo, por ser monumentos al pecado; y reconozco que tenía un sentido cristiano más sensato que esos modernos que afectan tan tierna afición clásica por lo que fueron los grandes lugares de la impiedad y el escenario de los primeros martirios. Parece también que Gregorio consideraba a Roma especialmente reservada para un castigo más allá de lo humano, porque cita con aprobación la respuesta de un «siervo del Señor» a Alarico (¿?) según la cual Roma no sería destruida por los bárbaros, sino por terremotos, tempestades, etcétera; y añade «que, en parte, hemos visto cumplirse en nuestros tiempos». Y desde luego, por la magnitud misma de esas masas de piedra que yacen en ruinas, uno pensaría que solo las convulsiones de los elementos han podido llegar a derruirlas. Un obispo irlandés del siglo XI (¿?) afirma lo mismo en una supuesta profecía sobre los papas que faltan hasta el final de los tiempos. No me importa que el documento no sea auténtico, y mucho menos que no sea inspirado (aunque

lista que da, quedan solo unos nueve para el último); me basta con saber que se escribió hacia 1600 con el fin de asegurar que saliera elegido un papa en particular. Así pues, está claro que la doctrina ahí contenida cuenta con el respaldo de un considerable número de gente dentro de la Iglesia y que, como tradición, tiene cierta autoridad como opinión de la Iglesia; la cosa se contiene en las últimas palabras, que son más o menos: después de terminar la lista, dice

«Entonces, ella, que se asienta sobre 7 colinas, será destruida, cuando el Señor venga a juzgar la tierra, etcétera». Observarás que el documento lo ha escrito un partidario de la Supremacía Romana, que lo que hace es considerar que la ciudad y el estado siguen sometidos a maldición aunque esté allí la Iglesia. Se puede decir que es imposible distinguir entre el estado y la Iglesia desde el momento en que el Obispo de Roma pasó a ser el soberano temporal. Esto es verdad; y por tanto (suponiendo que esta teoría sea correcta) surge la cuestión de cuándo fue el papa investido con la soberanía, porque ese sería el momento de la Apostasía. Pero aunque concedamos esto, no se sigue de ahí que la Iglesia sea la mujer del Apocalipsis; no más que un hombre poseído por el demonio sea el demonio. Que el espíritu de la antigua Roma ha poseído a la Iglesia cristiana ahí es cosa segura y cierta, que ese espíritu VIVE es certísimo y asunto del todo independiente de esta teoría; y si vive, ¿no habrá que llevarlo al matadero alguna vez? A menudo se ha percibido la resurrección de la antigua Roma en la Roma moderna, pero se ha supuesto que la Iglesia cristiana es la forma nueva del viejo mal, cuando en realidad es una especie de Genius Loci que cautiva y embelesa a la Iglesia que está allí. No lo tengo tan claro como me gustaría, pero creo que esta distinción que hago es importante. Aunque el viejo espíritu hubiera muerto, la ciudad seguiría sometida a la maldición y sus hijos sufrirían por los pecados de sus padres; pero el espíritu vive para mostrar que ellos son hijos de los que mataron a los profetas [Le 11,47). […] Nos sorprendió mucho enterarnos de que la razón por la que Napoleón no trasladó a París la sede del papado (como era su deseo) fue que las autoridades Romanas no tenían jurisdicción fuera de Roma. Yo soy un gran creyente en la existencia de los Genii Locorum. Roma ha tenido un determinado carácter a lo largo de 2.500 años; en los últimos siglos la Iglesia cristiana ha sido el instrumento de su manifestación; es su esclava. Llegará el día en que la cautiva se liberará. Pero cómo trazar la raya entre dos poderes, el espiritual y el demoníaco, que están tan estrechamente unidos, es cosa que supera nuestra imaginación en la misma medida en que a los siervos de la parábola superaba la tarea de separar el trigo de la cizaña; pero que nosotros no lo entendamos no impide que Dios sí lo entienda. De hecho, cuanto más iba conociendo de Roma, más maravillosa me parecía esa parábola, como si tuviera un carácter profético que se cumplía exactamente en el Papado. A lo anterior se puede añadir, como materia para la reflexión de los cristianos, la llamativa confianza de los romanos en su seguridad; su securitas. Piensan que nada puede dañar a Roma. Cuando hace dos años los insurgentes estaban a las puertas, ellos no sentían la menor preocupación. Decían «nada puede dañar a Roma», y seguían haciendo vida normal; es una especie de insensibilidad al miedo. Esto no es muy diferente del espíritu que pudo existir en Babilonia, aunque en personas concretas es muy probable que haya en ello mucha piedad. Por supuesto, ni se me ocurre pensar que no haya muchas buenas personas entre los romanos. Me gusta el aspecto de muchos de los sacerdotes; los

monjes son muy sencillos, amables e inocentes, los aprecio mucho.

Pero me temo que su sistema tiene que paralizar su ethos.

[...]


(En Víctor García Ruiz, John Henry Newaman: el viaje al Mediterráneo de 1833, Encuentro, Madrid, 2018; pp. 313-317)



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