por Gabriel Díaz Patri
Constatación del hecho de la diversidad de ritos litúrgicos
La multiplicidad de ritos en la Iglesia primitiva es algo fácil de constatar al revisar en perspectiva el material que ha pervivido a lo largo de los siglos. Pero también hay testimonios muy antiguos que muestran que esa diferencia era algo claramente advertido por los contemporáneos. Por ejemplo, alrededor del año 600, San Agustín de Canterbury que había sido enviado por San Gregorio a evangelizar a los anglos, escribe al Papa, después de haber atravesado las Galias haciéndole, algunas preguntas. En una de ellas manifiesta su asombro por la diversidad ritual que pudo observar en su camino y le pregunta: “Si la fe es una, por qué son las costumbres de las Iglesias tan diversas y una es la costumbre en la forma de decir la Misa en Roma y otra diversa es la que se tiene en las Iglesias de las Galias?”.
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Dos siglos más tarde Pepino el Breve y sobre todo Carlomagno intentarán acortar las distancias entre las prácticas litúrgicas de ambas regiones solicitando al Papa de su tiempo el envío de libros litúrgicos con los textos usados en Roma y de algunos miembros de la Schola Cantorum para que enseñaran el canto de estilo romano que se correspondía con aquellos (recordemos que en esa época no había modo de escribir la música con precisión y ésta debía ser enseñada oralmente y retenida en la memoria). Esto inició un proceso de “romanización” que acabaría en la completa desaparición de las liturgias locales de las Galias. Sin embargo, tampoco se produjo una verdadera y completa “unificación” por el simple reemplazo de una liturgia por otra, sino que se produjo enseguida un proceso de “reflujo” por el cual la liturgia recibida (recibida “al modo del recipiente”) sufrió ciertas modificaciones: se le añadieron apéndices que completaban los textos, y con el tiempo se incorporaron algunos usos que los locales se resistían a perder, lo que produjo una liturgia “híbrida”, Romano-Franca o Romano-Germánica. Pero parece difícil creer que se tratara de un proceso homogéneo y unificado: Si bien los libros traídos de Roma podían ser copiados en el Scriptorium del Palacio y recopiados posteriormente de modo que se posibilitara la gradual difusión a lo largo del territorio de textos bastante unificados, pero como en esta época los libros litúrgicos no tenían rúbricas, los ritos y ceremonias debían aprenderse por la observación y práctica; resulta entonces difícil imaginar que un reducido grupo de sacerdotes romanos pudieran enseñar a la perfección el modo de celebración de forma que fuera retransmitido con exactitud. Parece, por el contrario, bastante realista pensar que pese al esfuerzo que seguramente unos y otros habrán hecho, los únicos que celebraban realmente “a la romana” en el imperio eran esos sacerdotes venidos de la Ciudad Eterna. Es natural imaginar que los sacerdotes locales que iban aprendiendo y extendiendo el uso romano a través del imperio, en el mismo momento de comenzar a celebrar ese rito nuevo para ellos, de algún modo comenzaron también su “hibridación”, sin dudas de modo involuntario. Siglos más tarde este rito, así transformado, volvió a Roma llevado principalmente por los monjes venidos del norte y se fusionó con el rito romano que se había conservado allí.
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Dos siglos más tarde Pepino el Breve y sobre todo Carlomagno intentarán acortar las distancias entre las prácticas litúrgicas de ambas regiones solicitando al Papa de su tiempo el envío de libros litúrgicos con los textos usados en Roma y de algunos miembros de la Schola Cantorum para que enseñaran el canto de estilo romano que se correspondía con aquellos (recordemos que en esa época no había modo de escribir la música con precisión y ésta debía ser enseñada oralmente y retenida en la memoria). Esto inició un proceso de “romanización” que acabaría en la completa desaparición de las liturgias locales de las Galias. Sin embargo, tampoco se produjo una verdadera y completa “unificación” por el simple reemplazo de una liturgia por otra, sino que se produjo enseguida un proceso de “reflujo” por el cual la liturgia recibida (recibida “al modo del recipiente”) sufrió ciertas modificaciones: se le añadieron apéndices que completaban los textos, y con el tiempo se incorporaron algunos usos que los locales se resistían a perder, lo que produjo una liturgia “híbrida”, Romano-Franca o Romano-Germánica. Pero parece difícil creer que se tratara de un proceso homogéneo y unificado: Si bien los libros traídos de Roma podían ser copiados en el Scriptorium del Palacio y recopiados posteriormente de modo que se posibilitara la gradual difusión a lo largo del territorio de textos bastante unificados, pero como en esta época los libros litúrgicos no tenían rúbricas, los ritos y ceremonias debían aprenderse por la observación y práctica; resulta entonces difícil imaginar que un reducido grupo de sacerdotes romanos pudieran enseñar a la perfección el modo de celebración de forma que fuera retransmitido con exactitud. Parece, por el contrario, bastante realista pensar que pese al esfuerzo que seguramente unos y otros habrán hecho, los únicos que celebraban realmente “a la romana” en el imperio eran esos sacerdotes venidos de la Ciudad Eterna. Es natural imaginar que los sacerdotes locales que iban aprendiendo y extendiendo el uso romano a través del imperio, en el mismo momento de comenzar a celebrar ese rito nuevo para ellos, de algún modo comenzaron también su “hibridación”, sin dudas de modo involuntario. Siglos más tarde este rito, así transformado, volvió a Roma llevado principalmente por los monjes venidos del norte y se fusionó con el rito romano que se había conservado allí.
Algo semejante ocurrió con el canto: después del descubrimiento o mejor dicho, la identificación, del canto romano antiguo en los años cincuenta del siglo veinte, parece cada vez más claro, que el repertorio de lo que hoy llamamos “canto gregoriano” es fruto de una hibridación semejante a la de los textos litúrgicos y que resulta casi obvio que el antifonario romano ha seguido el mismo camino que el sacramentario gregoriano y el leccionario romano: emigración desde Roma hacia el norte de la Galia -Metz, Rouen, París (Saint-Denis)-, desde finales del siglo VIII, si no antes; una vez establecido allí, reelaboración y aumento de un repertorio que al principio era bastante escueto; produciéndose asimismo la “hibridación” de ese canto romano con algunos elementos de lo practicado previamente en la zona. El fruto de esto fue un repertorio más orgánico que fue difundido en un cuarto de siglo desde el zona noreste a Aquitania y al resto de la Galia, reemplazando así definitivamente la diversidad de los viejos repertorios galicanos, luego será llevado al sur de Italia y, en el siglo XI, los monjes de Cluny transforman también el repertorio hispano. Es lo que hoy llamamos “canto gregoriano”.
Siglos más tarde los monjes venidos del otro lado de los Alpes lo reintrodujeron gradualmente en Roma, donde mientras tanto se había conservado el antiguo uso local. Esto explicaría el que no hallemos ningún rastro de “canto gregoriano” en Roma y su región hasta muy tarde, en efecto: de los centenares de graduales y antifonarios manuscritos que conservamos y que desde fines del siglo IX, a pesar de las previsibles variantes, transmiten fundamentalmente el mismo repertorio gregoriano, no hay ni uno que tenga evidencia de haber sido escrito o usado en Roma antes de la mitad del siglo XIII. El muy reducido número de manuscritos escritos y usados en la Ciudad Eterna antes de esa fecha que nos han llegado contienen un repertorio marcadamente diferente. La lista objetiva de “Manuscritos y testimonios indirectos del canto romano antiguo” (« Manuscrits et témoins indirects du chant vieux-romain ») publicada por Michel Huglo parece confirmar que el canto romano antiguo era probablemente el canto propio de la Ciudad Eterna, conservado en ella hasta el s. XIII, y que el gregoriano, formado en otro lugar, se habría ido infiltrando gradualmente hasta que finalmente triunfará en la época de la hibridación del misal de los franciscanos con el de la Curia romana bajo el pontificado de Nicolás III (1277-1280) (quien, por otra parte, ha sido acusado de haber mandado destruir los libros con el antiguo canto romano); después del pontificado de Bonifacio VIII (1294-1303) el canto gregoriano se estableció plenamente en todas partes . La antigua basílica de San Pedro (la Constantiniana anterior a la renacentista que conocemos) fue tal vez el último bastión de la resistencia del antiguo canto romano, pero después del regreso de la corte de los papas desde Aviñón, los últimos vestigios de aquel habían desaparecido completamente de las basílicas romanas.
En el siglo XIII parecen haber coexistido en Roma cuatro tradiciones litúrgicas:
a) La tradición de la Curia papal en la capilla papal en el palacio de Letrán, en una intensa evolución, particularmente siguiendo las reformas de Inocencio III (1198-1216) y Honorio III (1216-1227);
b) La tradición de la basílica de San Pedro, que sería la conservadora del antiguo rito romano, a la que continuó la antigua liturgia urbana que, alrededor de 1250, comenzó a desaparecer dando paso a la liturgia papal;
c) La síntesis de las dos tradiciones anteriores, realizada por el cardenal Giovanni Orsini, futuro papa Nicolás III, para salvar las antiguas tradiciones de la ciudad. Ésta sería una combinación de la de San Pedro con la de la corte. Después de su muerte, este intento de reforma cayó;
d) La tradición de la Basílica de San Juan de Letrán (diferente de la de la Curia Papal). Fue otra variación de la tradición de la ciudad.
Por otra parte, ya los ceremoniales papales anteriores a Aviñón testifican que dentro de la corte papal hubo al menos cuatro tipos de celebraciones: la presidida por el papa, la celebrada en su presencia, la de un cardenal-obispo que celebra en ausencia del papa y la de un presbítero - capellán de un cardenal de la Curia. De hecho ha habido posteriormente una serie de ceremonias propias de la Missa Papalis que era celebrada en ocasiones especiales hasta los años ’60.
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Un ejemplo concreto de esta variedad dentro de la misma ciudad de Roma es que menciona el “Ceremonial” escrito en (1145) por Bernhard, prior de los Canónigos de Letrán (que eran mayoritariamente alemanes, austríacos o suizos “ex diversis terrarium partes”) en él dedica varias páginas a la descripción de lo que ocurría cuando que el Papa iba a celebrar la misa allí, lo que no era frecuente: el primer domingo de Cuaresma, y especialmente el día de San Juan Bautista, ocasión en la que permanecía todo el día, desde las primeras vísperas hasta la clausura de la fiesta con las segundas. Para estas circunstancias, comenta Bernhard: “Cuando el Apostólico viene a celebrar la Misa con nosotros, se les pide a los canónigos que se ubiquen en el ábside de la iglesia y que se mantengan en silencio. Ese día, el prior deberá ir a la ciudad para reclutar a cuatro cantantes vigorosos “strenui cantores” porque nosotros no sabemos cómo responder al canto del Papa”.
La diferencia entre estos tipos de celebración no radicaba tanto en los textos utilizados para la misa, sino en algunos aspectos de su desarrollo ritual. En este contexto, resulta comprensible que solo haya una ordenación de los textos para la liturgia en una tradición dada, sin que esto signifique que haya una sola secuencia ritual idéntica para todos los casos. Pero con el tiempo, se ha ido pasado de la multiplicidad de usos y formas reflejados en una multiplicidad de Misales a un libro “típico” confirmando uno de los principios fundamentales del desarrollo de la liturgia propuestos por Baumstark: la liturgia evoluciona desde la multiplicidad hacia la unificación.
Algo semejante ha ocurrido con la música: Estamos habituados a imaginar el “canto gregoriano” como una unidad, que podemos hallar concentrada en el “Liber Usualis”, pero resulta que en éste encontramos junto a seis Kyries del siglo X (el Fons Bonitatis, por ejemplo), otras piezas como el Kyrie y Gloria De Angelis que son del siglo XVI, por no mencionar el Credo III del siglo XVII, o el Stabat Mater cuya música “gregoriana” fue compuesta por un Monje de Solesmes. Con frecuencia olvidamos que la música que designamos con el nombre unificante de “canto gregoriano” fue compuesta a lo largo de un período de 700 años, es decir, un período más largo que el abarca lo que llamamos “historia de la música” que va desde Palestrina o Monteverdi, Stockhausen, Pierre Boulez o John Cage.
Se dio aquí también un proceso semejante al de los ritos litúrgicos: Después de la extrema diversidad de la antigüedad, vemos, en cierto modo, a lo largo de la historia, una centralización progresiva: el primer punto en la era carolingia; el segundo, especialmente litúrgico pero con consecuencias musicales, se produce con el Concilio de Trento; el tercero, con la unidad de libros de canto, que recién se realizó en 1908 para el Gradual y en 1912 para el Antifonario, la primera vez en la historia que ha habido un solo libro de canto para toda la Iglesia latina.
Si damos una mirada al oriente, la diversidad litúrgica implica diferencias aún más profundas entre los ritos en estructura, forma y “estilo”; así, por ejemplo, tenemos por una parte, la estructura de la misa armenia, que actualmente sólo tiene una forma invariable, sin distinción entre rito festivo, dominical o ferial, aparte de las lecturas sólo unos pocos himnos se alternan en ciertos momentos del año litúrgico; y en contraste, tenemos por otro lado la liturgia mozárabe donde la anáfora misma (vg. La oración eucarística) está compuesta de partes que varían casi en cada misa.
Se encuentran también prácticas y usos muy diferentes entre sí, a veces contradictorios, como el uso litúrgico del canto del “Aleluya”, que en el rito romano y bizantino tiene significados completamente opuestos: en el primero es sinónimo de alegría y el canto por excelencia del tiempo pascual, el diácono le dice al celebrante antes del canto solemne del aleluya durante la vigilia pascual: "Nuntio tibi gaudium magnum quod est alleluja"“te anuncio un gran gozo que es el “Aleluya” y en la Edad Media el día antes de Septuagésima se hacía en algunos lugares la ceremonia llamada del "el entierro del aleluya" porque ya no se lo cantará hasta el final de la Cuaresma. En el rito Bizantino es exactamente lo opuesto: se llama "tiempo de aleluya" a los tiempos litúrgicos durante el año de ayuno y penitencia hasta el punto que durante el año los días en que la rúbrica dice “De aleluia” no está prevista la celebración de la misa. Lo que puede producir curiosos malentendidos cuando uno oye, por ejemplo, decir que en el servicio funerario bizantino se canta repetidamente el “aleluya”.
Ahora bien, esta variedad de ritos provoca una cierta perplejidad entre quienes están acostumbrados a considerar el rito romano como el “rito propio” de la Iglesia Católica: temen que esta multiplicidad afecte de alguna manera a la unidad de la Iglesia. Se preguntan por lo tanto si esta variedad de ritos constituye en sí misma algo positivo o si se debe solo a un acto de “tolerancia” de la autoridad para no poner un obstáculo adicional a los fieles que están apegados a ellos y facilitar así su permanencia en la unidad católica.