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Dos pestes, dos iglesias, dos fragancias

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Historia magistrae vitae est et testis temporum, decía Cicerón, y en estos extraños tiempos de pandemia y cuarenta conviene ver qué pueden enseñarnos la historia. Ya hicimos aquí referencia al caso de la plaga de fiebre amarilla en Buenos Aires. Propongo rever el caso de la peste que asoló el norte de Italia en la segunda mitad del siglo XVI. No es necesario que haga una exégesis de los hechos históricos. Me permito solamente señalar una coincidencia: las similitudes entre las medidas adoptadas por las autoridades milanesas y las adoptadas por las autoridades actuales, consistentes en un durísima cuarentena. Los resultados en aquel caso fueron los siguientes: Milán contabilizó 17000 muertos; Venecia, que no aplicó cuarentena, 70000 (no constan registros históricos que atestigüen que antepasados de Bill Gate o Herny Kissinger hubiesen tenido participación alguna el gobierno del ducado de Milán durante esos años).
Y una diferencia: la actitud de los pastores. Si bien San Carlos Borromeo, arzobispo de Milán, apoyó las medidas del gobierno que supusieron la suspensión del culto y la clausura de las iglesias durante meses, sin embargo, encontró los medios, a riesgo de su vida y de sus sacerdotes, para que sus fieles no quedaran sin auxilio espiritual. Bastante diferente a la indignante propuesta de Mons. Eduardo García, íntimo del Papa Francisco.
Conclusión: San Carlos Borromeo es la figura paradigmática en la aplicación de las reformas pastorales promovidas por el Concilio de Trento. Tenemos, entonces a la vista el resultado de la iglesia tridentina y el resultado de la iglesia del Vaticano II. Se trata, en todo caso, de una marcada diferencia en las fragancias ovinas que despiden los pastores de cada una de ellas.
A continuación, he traducido una síntesis de un extenso y equilibrado estudio histórico de Marco Repetti Arrigoni:


En los primeros días de 1576 Milán estaba impregnada de la gran alegría suscitada por la decisión de Gregorio XIII de aceptar la petición del cardenal Borromeo de extender el Jubileo, celebrado en Roma en 1575, a la diócesis ambrosiana. Con el solemne inicio del año jubilar extraordinario, el 12 de febrero, miles de peregrinos de toda la diócesis acudieron a la ciudad. Informado de la propagación de la peste bubónica en Trento, Venecia y Mantua, inicialmente atribuida a un brote de gripe común, en abril el Marqués de Ayamonte Antonio de Guzmán y Zúñiga, Gobernador de Milán, introdujo estrictas restricciones a las peregrinaciones, ordenando que sólo pudieran reunirse pequeños grupos de no más de una docena de personas que poseyeran el biglieto, un documento, expedido por las autoridades sanitarias del territorio de origen, en el que se certificaba la ausencia de síntomas atribuibles a la peste. San Carlo, para reducir la afluencia de peregrinos a Milán, estableció que el Jubileo podría ser celebrado incluso en toda la diócesis, estableciendo iglesias en cada parroquia, en las que los fieles pudieran ganar la indulgencia (Marcora, “Il processo diocesano informativo sulla vita di San Carlo per la sua canonizzazione”, in Memorie storiche della diocesi di Milano, vol. IX, Milano, 1962, p. 467).
A pesar de que el Tribunal de Sanidad, con el avance del contagio en los municipios del Ducado, había adoptado por precaución medidas cada vez más estrictas para evitar la propagación de la peste, como el aislamiento de los pueblos afectados, las restricciones de acceso a la ciudad, la suspensión de todas las manifestaciones y eventos en los que participaran grupos de personas, la limitación del comercio, la vigilancia diurna de las seis puertas que permanecían abiertas al tránsito sólo para los "portadores del biglieto" y la limpieza diaria de las calles, los primeros casos de peste se produjeron en Milán durante el mes de julio. La epidemia finalmente estalló los primeros días de agosto. Las autoridades civiles huyeron a pueblos vecinos; el arzobispo milanés, San Carlos Borromeo, que había ido a Lodi para asistir al obispo Antonio Scarampo, agonizante a causa de la peste, decidió volver inmediatamente a su sede.
A medida que la plaga se extendía, las autoridades aislaron los distritos que se habían convertido en semilleros de la plaga, introdujeron la obligación de informar sobre los casos de infección y decidieron crear un primer grupo de 250 chozas fuera de las murallas de la ciudad para alojar a las víctimas y los sospechosos, a fin de evitar el hacinamiento en el lazareto de Porta Orientale. A finales de agosto la propagación de la plaga se hizo imparable y, una vez frustradas las esperanzas de que los cordones sanitarios implementados pudieran contener su propagación, llegó al centro de la ciudad. Los enfermos comenzaron a ser trasladados al lazareto, donde los pacientes se mantenían divididos según estuvieran infectados, sospechosos o convalecientes.
Desde el comienzo de la epidemia, el cardenal Borromeo, después de haber publicado un “Aviso comune a tutto il clero secolare e regolare della diocesi di Milano per l'oratione da farsi per i sospetti e pericoli di peste”, en el que exhortaba a los sacerdotes a ayudar a los enfermos, eligió a ocho de sus colaboradores más cercanos y de confianza para que le acompañaran en el cuidado diario de las víctimas. Cuando se enteró de que los médicos se negaban a visitar a los enfermos encerrados en el lazareto, limitándose a dar breves instrucciones a través de mensajeros, San Carlos decidió visitar a los internados pero, debido a la oposición del Tribunal de Sanidad, tuvo que limitarse inicialmente a bendecir y consolar a los pacientes desde el exterior. El santo arzobispo, consciente de exponerse al contagio en el ejercicio de su ministerio, para no convertirse en él mismo en factor de enfermedad, comenzó a conversar con sus interlocutores manteniéndolos a distancia, a mudarse muy a menudo y a lavar su ropa en agua hirviendo, a purificar todo lo que tocaba con fuego y con una esponja empapada en vinagre que llevaba siempre consigo. Durante sus visitas a Milán guardaba las monedas para las limosnas dentro de frascos llenos de vinagre y, “tenía un bastón blanco en la mano, largo, para mantener a la gente alejada” (Marcora, Il processo diocesano…, vol. IX, Milano, 1962, p. 507).
Y para que la sospecha de su persona y de los que le servían inmediatamente, no trajera daño o miedo a los demás, cuando empezó a ocuparse de los infectados con la peste, y a administrarles los santos sacramentos, ordenó que se abstuvieran del servicio de su persona, manteniéndose bajo sospecha, y haciendo que le llevaran una vara incluso fuera de la casa, para que ninguno se acercara a él. (Giussano, Vita di San Carlo Borromeo, Libro IV, Cap. III, Brescia, 1613, p. 190).
Para asistir espiritualmente a los infectados, Borromeo convocó a sacerdotes y religiosos de toda la diócesis, dirigiéndose en particular a los clérigos suizos, que se sabía que no temían la peste, y obtuvo de Ayamonte que la dirección del lazareto se confiara al padre Paolo Bellintani y a los capuchinos: “Fue a todos los conventos buscando padres y sacerdotes para este servicio, y el Dios le dio la gracia de encontrar casi todos los que necesitaba, y le hizo venir a su casa y mantenerlos allí a su costa”. (Marcora, Il processo diocesano…, vol. IX, Milano, 1962, p. 699).
Observando que las mujeres y los niños eran más propensos al contagio, el Tribunal de Salud, decretó la cuarentena, estableciendo que a partir del 1 de octubre todas las mujeres y sus hijos menores de quince años no salieran de sus casas por ningún motivo.
Para implorar a Dios la gracia del fin de la epidemia, San Carlos ordenó la celebración de cuatro procesiones en las que sólo podían participar hombres adultos, divididas en dos filas de una sola persona y a unos tres metros de distancia una de otra, prohibiendo la participación de los infectados y los sospechosos de contagio. El Borromeo caminó descalzo y con una cuerda alrededor del cuello en la primera procesión desde el Duomo hasta la Basílica de San Ambrosio. En las tres próximas procesiones, San Carlos decidió llevar en procesión el Santo Clavo de la Cruz de Cristo, guardado en un relicario situado en el ábside de la Catedral.
A medida que la epidemia avanzaba, el lazareto de Porta Orientale y las 250 cabañas adicionales ya no eran suficientes para recibir a los enfermos. Por ello, San Carlo propuso al Gobernador la adopción de dos medidas: la utilización de los terrenos extra-urbanos circundantes para la construcción de más cabañas para albergar a los enfermos y la proclamación de una cuarentena general para toda la ciudad, extendida a los laicos y al clero.
El Arzobispo aconsejó dos medidas importantes. La primera fue alquilar grandes extensiones de terreno fuera de la ciudad, en cada una de sus puertas; rodearlas con terraplenes y fosos para que nadie pudiera salir, y hacer que los sospechosos de la peste fueran transportados allí, a casas de madera o paja, en medio de las cuales quiso que se construyera una pequeña capilla para celebrar la misa y administrar los sacramentos. La otra era publicar una cuarentena general para que los ciudadanos, sacerdotes o laicos, hombres, mujeres, niños, todos tuvieran que encerrarse en sus casas durante cuarenta días [...]. | Estas cosas se llevaron a cabo diligentemente y sin mucha dificultad. (Sala, Biografia di San Carlo Borromeo, Milano, 1858, p. 69-70).
Fuera de cada puerta se construyeron miles de cabañas de paja para alojar a las víctimas infectadas y sospechsos de la plaga; dispuestas en hileras, cada cabaña estaba separada de la otra por unos tres metros y medio de tierra. En el interior de los nuevos lazaretos se erigió una gran cruz y algunas capillas de madera, elevadas unos tres metros por encima de las habitaciones de las víctimas, para que los enfermos pudieran ver las celebraciones eucarísticas que se celebraban a diario desde sus cabañas.
El 15 de octubre, el Tribunal Provisional, aceptando la propuesta de Borromeo, decretó una cuarentena general para todos los habitantes de Milán, extendiendo la prohibición de salir también a los hombres, y concediendo a las familias dos semanas para comprar alimentos y artículos de primera necesidad antes del inicio de la medida. El 18 de octubre, San Carlos emitió un edicto similar dirigido al clero secular y regular, ordenando “a las personas eclesiásticas que se permanezcan recluidos en sus casas” y eximiendo únicamente a los sacerdotes y religiosos destinados a la asistencia espiritual y material de la población de la observancia de esta orden. El Cardenal, recordando a los milaneses la penitencia y la oración, exhortó a los fieles a confesarse y comulgar antes del día señalado, y luego obedecer rápidamente la prohibición de los magistrados.
El primer día de la cuarentena cada parroquia se encargó de censar a los habitantes del respectivo barrio encerrados en sus casas, organizando nuevos controles cada dos días para verificar el cumplimiento de las disposiciones y comprobar las posibles infracciones.
Con el comienzo de la cuarentena, el cese de todas las actividades comerciales y artesanales llevó a la indigencia a la mitad de los habitantes de Milán, privados de todo medio de subsistencia y a menudo reducidos a la mendicidad, aumentando aún más el peligro de propagación del contagio. Fueron las instituciones municipales y sobre todo los ciudadanos más ricos, en primer lugar el propio Borromeo, quienes tuvieron que hacer frente a los gastos extraordinarios, asumiendo generosamente la carga de mantener en casa a los pobres y hambrientos “por el espacio de más de seis meses”. San Carlos confió a un sacerdote en cada zona de la ciudad la tarea de visitar diariamente “cada casa infectada o sospechosa de plaga, ayudando a los necesitados con dinero, sal gruesa e incluso mantequilla”.
Además, ordenó que: “En casa casas se hiciese oración siete veces al día y, para recordarlo, que la iglesia metropolitana y en las iglesias parroquiales, sonaran las campanas” a fin de que los milaneses pudieran invocar la ayuda divina poniéndose de pie y mirando a las ventanas, rezaran todos juntos en voz alta, cantando a las letanías, y otras oraciones. (Vera narrazione del successo della peste. Raccolta da Giacomo Filippo Besta, procuratore milanese, Milano, 1578, p. 29).
Como quienes estaban en cuarentena “no podían ir a las iglesias y recibir el fruto de las cosas sagradas”, San Carlos ordenó que en cada cruce de calles, en lugares visibles desde la mayoría de las casas, se erigiera un altar, que haría de base de una columna coronada por una cruz (la llamada "crocette"), en el que se celebraban misas todos los días de la semana, para que los fieles pudieran participar en los ritos sagrados desde las ventanas de sus casas.
Todos los días habían sacerdotes encargados de ir a las casas de los estaban en cuarentena para que pudieron confesarse y comulgar. Llevando un asiento de cuero “y los que querían confesarse llamaban al sacerdote desde sus ventanas, éste se sentaba en su asiento en las puertas, y el penitente bajaba, teniendo la hoja de la puerta como tabique.(Marcora, Il processo diocesano..., vol. IX, Milán, 1962, p. 700)
Los fieles que después de celebrar el Sacramento de la Reconciliación, querían comulgar, debían colocar una pequeña mesa fuera de las puertas de sus casas para que los sacerdotes pudieran saber dónde detenerse. Para comulgar y al mismo tiempo evitar que el propio ministro se convierta en un vehículo de contagio, de acuerdo con las normas dictadas por el Arzobispo, la partícula tenía que ser colocada “en un bisel de plata y distribuida sin tocar la boca del comulgante, incluso cuando éste fuera sospechoso de estar contagiado. (Diario de Giambattista Casale (1534-1598), en Memorias históricas de la diócesis de Milán, vol. XII, Milán, 1965, p. 302.)
San Carlos también ordenó que los sacerdotes, una vez administrada la Eucaristía, pasaran sus dedos pulgar e índice sobre la llama de una vela para desinfectarlos. Por su parte, durante la cuarentena, Borromeo continuó visitando a los prisioneros milaneses, sanos y enfermos, para llevarles los sacramentos y el consuelo derivado de su presencia paterna.
El cardenal delegó en algunos religiosos la visita diaria a los enfermos, para darles asistencia espiritual y consuelo religioso. A fin de animar a su clero en primer lugar con su ejemplo, el Arzobispo administraba personalmente los sacramentos de la Eucaristía y de la Confirmación yendo diariamente a las personas afectadas por la peste que estaban encerradas en sus casas u hospitalizadas en el lazareto y o en las chozas. Y se mostró también cercano a los muchos sacerdotes que habían caído enfermos en el desempeño de su ministerio.
Durante toda la duración de la plaga, San Carlos se dedicó con celo incansable e incesante y con amorosa solicitud a ayudar y consolar a los necesitados, los enfermos y los moribundos, proveyéndoles de todas sus necesidades espirituales y materiales, caminando por toda la ciudad incluso después de la puesta del sol.
Cuando visitaba las cabañas distribuía comida y limosnas y conversaba y daba y consuelo a cada paciente: “les preguntaba de qué parroquia eran, si se confesaban [...], y sobre sus necesidades temporales: si le faltaba algo para comer o medicinas, y si le faltaba algo más como paja, mantas y cosas similares. (Marcora,El proceso diocesano..., vol. IX, Milán, 1962, p. 700).
El Cardenal nunca dejó de actuar con gran prudencia y sentido de la responsabilidad, no queriendo que los fieles se vieran expuestos a un posible contagio o a algún tipo de peligro por su culpa o la del clero diocesano. Por eso, nunca omitió las precauciones necesarias ni se puso en peligro sin necesidad. Cuando había hecho alguna acción peligrosa de contagio, durante siete días por lo menos se abstenía de conversar con los demás, y hacía él mismo todas las tareas domésticas, y lo mismo pedía que hicieran los otros sacerdotes. (Sala, Biografia di San Carlo Borromeo, Milán, 1858, p. 71).
El Arzobispo ordenó a los párrocos que la bendición navideña de las casas se llevara a cabo en la calle "con la mayor devoción y gravedad". El 19 de enero de 1577, la víspera de la fiesta de San Sebastián, tuvo lugar una nueva procesión para invocar la intercesión del santo. A la procesión, solemnemente encabezada por San Carlos, sólo asistieron el Gobernador, el Senado, los Decuriones, las autoridades civiles y el clero de Milán, ya que la ciudadanía estaba todavía en cuarentena. El 1 de febrero de 1577, después de más de tres meses de encarcelamiento forzoso de la población, el Marqués de Ayamonte suavizó los rigores de la cuarentena, disponiendo que sólo los padres de familia pudieran salir de sus casas en determinados momentos y permitiendo la reapertura de algunas tiendas. 
El 24 de marzo se amplió el derecho a salir durante el día a todos los varones mayores de doce años, mientras que a las mujeres y los niños se les permitió ir a las iglesias para confesarse y asistir a la misa de preparación para los ritos de la Pascua. El 7 de abril el pueblo de Milán, autorizado por el Gobernador, pudo celebrar libremente la Pascua, viniendo la Resurrección del Señor a coincidir con la liberación de Milán de la epidemia. 
Con los primeros días de diciembre de 1577 no hubo más casos de contagio y el 20 de enero de 1578 el Tribunal de Sanidad pudo declarar a la epidemia definitivamente erradicada, restableciendo todas las actividades comerciales dentro del Ducado. 
Un papel decisivo desempeñaron sin duda las prudentes medidas adoptadas por las autoridades civiles y religiosas que lograron limitar considerablemente la propagación de la plaga, que causó unas 17.000 muertes en Milán frente a las 70.000 pérdidas sufridas por Venecia.




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