Conversando ayer con un amigo nos preguntábamos si la que estamos atravesando es la crisis más grave que ha sufrido la Iglesia. Y la pregunta no es fácil de responder por muchos motivos: no solamente hay que tener un profundo conocimiento de la historia de la Iglesia sino que también hay que definir los parámetros bajo los cuales se medirá la menor o mayor gravedad.
Si nos guiamos por lo que dijo hace dos días Mons. Gänswein, siguiendo al Papa Benedicto XVI y al cardenal Eijk, arzobispo de Utrech, esta no sería solamente la crisis más grave sino la que precede la Segunda Venida de Nuestro Señor (texto completo en italiano aquí).
Si nos guiamos por lo que dijo hace dos días Mons. Gänswein, siguiendo al Papa Benedicto XVI y al cardenal Eijk, arzobispo de Utrech, esta no sería solamente la crisis más grave sino la que precede la Segunda Venida de Nuestro Señor (texto completo en italiano aquí).
Pero dejemos de lado por el momento esas consideraciones y preguntémonos: ¿Cuáles son las características de la crisis actual? En primer término, una crisis doctrinal que comenzó soterradamente a fines del siglo XIX e hizo eclosión a partir del Concilio Vaticano II y que puede ser denominada, en términos generales, como modernismo. Hoy la Iglesia no tiene una doctrina uniforme a la cual todos deban adherir. Aunque tengamos un reciente Catecismo de la Iglesia Católica, se trata de letra a la que nadie está obligado a hacer caso y que, incluso, puede ser modificado como hizo recientemente el Papa Francisco. En las universidades pontificias se puede enseñar con bastante libertad y ligereza herejías formales y, si se hiciera una encuesta entre el clero y los laicos, habría que ver qué porcentaje cree efectivamente en los artículos de la fe. Sobre este tema se ha escrito mucho y todos los lectores de este blog lo conocen suficientemente.
Lo que resulta una novedad para la mayoría de nosotros es la crisis moral de la Iglesia. Y utilizo el término en el sentido coloquial y no en el sentido más genuino que señaló un comentarista del post anterior. Concretamente, la insospechada extensión de la corrupción sexual entre sacerdotes y obispos y, paralelamente, una todavía desconocida corrupción financiera. Sexo y dinero, los dos pecados más conocidos y más burdos con los que Satanás ha tentado siempre a los hombres, han venido a ser también la ocasión de caída del clero católico.
Y a todo esto debemos sumar un Papa que atiza el fuego de la crisis doctrinal confundiendo diariamente a los fieles con sus dichos y sus gestos y que ha sido acusado de ser parte de la red de encubrimiento de los clérigos sodomitas, sobre lo cual guarda aún un elocuente silencio. Que en una institución monárquica absolutista como es la Iglesia romana ocupe su vértice un personaje de estas características agrava mucho más la crisis.
Pero volvamos a la pregunta inicial: ¿es esta la crisis más grave que ha sufrido la Iglesia? ¿Nunca sufrió nada igual? En un rápido y superficial análisis creo que podríamos acordar que la crisis del arrianismo en los siglos IV y V, que fue un modernismo avant la lettre, fue más grave sobre todo por su extensión temporal y espacial, por el apoyo político del que gozó y por la violencia con la que se impuso. En cuanto a la codicia y afán de dinero por parte del clero y los obispos, ha sido un mal que se ha extendido a lo largo de toda la historia de la Iglesia, con epicentros notables como en los siglos XI y XII con la cuestión de las investiduras que, más allá de discutir la autonomía del poder espiritual con respecto al temporal, involucraba también un problema de afán de dinero por parte del clero. Los decretos de Gregorio VII de 1074 contra la simonía y las investiduras dan cuenta de una crisis profunda.
Y, en cuanto a la perversión sexual dentro del clero y la consiguiente violación del voto de castidad y comisión de sacrilegio, no es una novedad en la historia de la Iglesia. San Pedro Damián alertaba al respecto con palabras terribles en su Liber Gomorrhianus, ya comenté en estás páginas el escandaloso caso del Papa Julio III y también lo ocurrido con el P. Stefano Cherubini, sucesor de San José de Calasanz como general de los escolapios en el siglo XVII.
Y, en cuanto a la perversión sexual dentro del clero y la consiguiente violación del voto de castidad y comisión de sacrilegio, no es una novedad en la historia de la Iglesia. San Pedro Damián alertaba al respecto con palabras terribles en su Liber Gomorrhianus, ya comenté en estás páginas el escandaloso caso del Papa Julio III y también lo ocurrido con el P. Stefano Cherubini, sucesor de San José de Calasanz como general de los escolapios en el siglo XVII.
¿Es esta, entonces, una tormenta más como tantas otras? Podemos recordar que la Iglesia ha atravesado situaciones de similar complejidad como la que se vivió durante el siglo XVI, en los momentos mismos en se celebraba el Concilio de Trento. De hecho, esta reunión fue convocada para tratar fundamentalmente tres temas: la crisis y desconcierto doctrinal provocado por el surgimiento del luteranismo, que no pudo ser resuelta como todos deseaban (el fin de la Reforma protestante con la vuelta de los alemanes a la verdadera fe), pero que ocasionó el armado de un corpus doctrinal que permitió resistir los embates de la herejía hasta el siglo XX; la reforma de la Iglesia y sus costumbres, que se hizo a regañadientes y sobre todo por obra de obispos y sacerdotes sueltos como San Carlos Borromeo o San Juan de Ávila, y la reforma de la Curia romana, a lo cual los papas se resistieron, y los padres conciliares aceptaron esa resistencia a pesar de las furias del emperador Carlos V. Esa reforma recién vendrá varias décadas más tarde y será obra no de un concilio sino de un santo: San Pío V. La recomendable lectura de El Concilio de Trento de Hubert Jedin muestra que la Iglesia enfrentaba en esos momentos una crisis bifronte -doctrinal y moral- como la que estamos viviendo en la actualidad.
Pero hay dos elemento que agravan la crisis actual. En primer lugar, la constatación de la existencia de una extensísima red de sacerdotes y obispos homosexuales y pedófilos que constituye una verdadera mafia extendida en la Curia romana, en las diócesis y en las congregaciones religiosas. Los pactos de silencio y los chantajes posibilitaron que ese reguero de corrupción se extendiera durante décadas e impregnara las capas más profundas de la estructura de la Iglesia, con un nivel de sordidez y depravación que aún hoy nos cuesta creer. Si bien, como decíamos, la homosexualidad como todo el resto de las debilidades y enfermedades humanas fruto del pecado original, siempre estuvo presente entre los hombres de Iglesia y en muchos casos aparecieron escándalos, nunca tuvo carácter de lobby u organización. Eran casos más o menos aislados de aquellos que sucumbían a sus debilidades, y habrán existido muchísimos otros que sobrellevaron con aceptación e incluso santidad de vida esa condición. Hoy estamos en presencia de una suerte de orgullo gay de naturaleza clerical; hombres que han perdido la fe, o que nunca la tuvieron, y utilizan la estructura de la Iglesia para satisfacer sus corrupciones sin importarles el daño enorme que hacen y el reguero de víctimas que dejan.
Hay un segundo elemento que me parece todavía más grave: a diferencia de las anteriores, esta crisis es conocida por todo el mundo, que la vive con una cercanía desconocida hasta hace unos pocos años merced a los medios de comunicación y las redes sociales. Tratemos de imaginar de qué manera se viviría un escándalo de este tipo en la sociedad del siglo XVIII, por ejemplo. Un católico español, o francés o italiano de ese entonces, vivía en su pequeño pueblo de cien o doscientos habitantes y el conocimiento de la Iglesia que tenía pasaba por el conocimiento del párroco de su pueblo, al que conocía de toda vida, y que sería mejor o peor según los casos. Quizás tenía una cierta inclinación por la bebida, quizás era particularmente afecto al dinero o quizás se le conociera alguna compañía femenina ocasional: todo muy humano y que no provocaría demasiado desazón en los habitantes de ese pueblo. Al obispo, con mucha suerte lo verían una vez en la vida y sabrían de la existencia del Papa y de los cardenales por los relatos del cura. Y se acabó. No más que esto conocían y no más que esto querían saber. Vuelvo a recomendar, para entender cómo era la vida en las comunidades cristianas “naturales” y que forjaron la cristiandad, la película de Ermanno Olmi El árbol de los zuecos, y las novelas de José María de Pereda, sobre todo Peñas arriba.
Frente a la aparición de un escándalo que involucrara al sacerdote, la comunidad reaccionaba de un modo u otro, el problema se resolvía de un modo u otro [Recuerdo al respecto un caso que narra el P. René Laurentin en su historia de los sucesos de Lourdes. Poco antes de las apariciones, había estado en ese pequeño pueblo pirenaico un sacerdote, el P. Clouchet, que provocó un escándalo mayúsculo y debió irse debido a la presión popular: salió a cazar palomas y comió un trozo de salchicha un viernes, día penitencial y de abstinencia...], y de lo acontecido se enteraban los habitantes del pueblo vecino que estaba a tres kilómetros de distancia y al pueblo de la otra montaña le llegaban algunos rumores. Y allí se acababa el asunto. El escándalo explotaba y se resolvía en la aldea.
Frente a la aparición de un escándalo que involucrara al sacerdote, la comunidad reaccionaba de un modo u otro, el problema se resolvía de un modo u otro [Recuerdo al respecto un caso que narra el P. René Laurentin en su historia de los sucesos de Lourdes. Poco antes de las apariciones, había estado en ese pequeño pueblo pirenaico un sacerdote, el P. Clouchet, que provocó un escándalo mayúsculo y debió irse debido a la presión popular: salió a cazar palomas y comió un trozo de salchicha un viernes, día penitencial y de abstinencia...], y de lo acontecido se enteraban los habitantes del pueblo vecino que estaba a tres kilómetros de distancia y al pueblo de la otra montaña le llegaban algunos rumores. Y allí se acababa el asunto. El escándalo explotaba y se resolvía en la aldea.
Hoy, en cambio, vivimos en una aldea global. Estamos al tanto en tiempo real de lo que ocurrió con el sacerdote de una diócesis del estado de Pensilvania, o con un monsignorino degenerado que ocupaba un departamento en el mismísimo Vaticano. Hemos sido literalmente aplastados por los escándalos que ya no pueden ser resueltos en la discreción de una curia episcopal y cuyo conocimiento no involucraba a más de un par de decenas de personas que, en general, tenían cosas mucho más importantes de qué ocuparse. En la actualidad, los escándalos se filtran en todos los hogares y en todos los corazones, y exigen una resolución pública, y por eso mismo son fácilmente manipulables por el Enemigo. Si recurrimos a una analogía médica, diríamos que una cosa es un flemón, que puede provocar fiebre, y malestar, y otra una septicemia que puede provocar la muerte.