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El relato

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La última mutación de la maldición argentina -kirchnerismo y peronismo respectivamente-, nos acostumbró a escuchar relatos sobre el “relato”. Progresistas de pacotilla y mal aprendidos, suponían que la realidad no puede conocerse y, por tanto, todo lo que se dijera de ella no venía a ser más que el relato de quien la decía. Por cierto, los relatos dominantes son siempre aquellos impuestos por el pensamiento hegemónico que es capitalista, conservador, imperialista, fascista, racista, clasista, patriarcalista, misógino y muchas cosas más. Los esclarecidos cabecillas de la troupe de facinerosos que gobernó al país durante más de diez años construían su propio relato según el cual en Argentina habían menos pobres que en Alemania, o que la inflación era una mentira de los partidos de la oposición.

Pero la tentación del relato también puede colarse en el ámbito religioso, pues es la excusa perfecta para imponer las propias opiniones sin mucho trabajo. Manifiesta la mala fe del relator o bien, la mayoría de las veces, su pereza o incompetencia. En general toma la forma de un discurso histórico construido por supuestos y completamente despreocupado de las fuentes, y sobre el que se fundamentan las propias posturas. Es decir, una suerte de mito en nombre del cual se toman decisiones y se mete mano a la doctrina y a las prácticas de la religión. Sirva como ejemplo el caso del Papa Francisco refiriéndose a la “teología de la economía” que siguen los ortodoxos para autorizar un segundo matrimonio a fin de matizar su manga ancha con respecto al tema, o el de un teólogo que se despachaba contra las obras de Tolkien considerándolas simplemente “un agradable y cautivante pasatiempo” y sin apenas haberlas leído.
Me parece interesante insistir sobre este tema ya que uno de los post anteriores recibió un par de comentarios referidos a una alusión que hice al llamado “misal de Alcuino”, una suerte de misal de la curia romana reformado que se utilizó durante el reinado de Carlomagno en la Galia. El comentador decía que esa reforma litúrgica había sido aceptada sin reticencia por los fieles porque era totalmente ortodoxa, y otro comentarista más agregaba algún detalle acerca de los misalitos que usaban los fieles carolingios.
Sin dudar de la buena voluntad de ambos lectores, hay que decir que apoyan sus tranquilizadoras certezas en relatos que no tienen ningún fundamento en la realidad aunque nos resulten atractivos y útiles para fundamentar nuestras propias opiniones. Los fieles no chistaron ante la reforma de Alcuino no porque la consideraron ortodoxa sino porque no entendían la lengua. Los monjes de la época apenas si comprendían el latín, por lo que pensar que los fieles aprobaron la incorporación de nuevas oraciones colectas o de nuevos prefacios porque veían en ellas la ortodoxia de la fe, es absurdo. 
Y en cuanto a los misalitos… no sólo no los usaban porque un misalito escrito en pergamino costaba una fortuna -había que matar varias ovejas para conseguir la materia prima-, sino porque no sabían leer y porque, aunque supiesen, tampoco les serviría de mucho toda vez que iba a ser un misalito escrito sólo en latín, ya que las lenguas vulgares comenzaron a ser escritas recién a mediados del siglo IX. Y aún más: el misal tal como hoy lo conocemos, surgirá varios siglos más tarde. Lo que existía en la época era un sacramentario que reunía más o menos las oraciones que debían decirse, y debía ser complementado con otros libros litúrgicos. 
Para abundar sobre el tema, recordemos que los útiles misalitos que usamos en la actualidad recién aparecieron en la segunda mitad del siglo XIX -hace poco más de cien años-, y levantaron en su momento una enorme polvareda ya que se discutía acerca de la legitimidad de una traducción a las lenguas vulgares de los textos sagrados de la liturgia, sobre todo del canon de la misa, aunque más no fuera para uso privado de los fieles.
Hay casos en el que el recurso al relato se torna más peligroso. Pongamos un ejemplo. Según enseñan algunos manuales de vida espiritual de aires barrocos, habría una “ley de la vida espiritual” que enuncia: Nolli proficere deficere est, “el que no avanza retrocede”, y aplican este principio al caso del cristiano que comete un pecado mortal: retrocedería, por tal motivo, todos los casilleros que había avanzado hasta el momento, debiendo comenzar nuevamente a juntar desde cero méritos para la vida eterna. Una suerte de Juego de la Oca, que nos obligaría a vivir en la ansiedad y temor constante de no caer en el casillero aciago que nos haga retroceder, perder algunos turnos en el tiro de dados o, peor aún, volver al punto de partida. ¡Cuántos casos de frustraciones y depresiones ha causado, causa y causará esa bendita ley!
Se me ocurrió rastrear la famosa fórmula. En la mayor parte de los manuales y manualetes se afirma que es autoría de San Gregorio Magno, en su Regula Pastoralis, e incluso dan la referencia concreta: III pars, cap. 1; PL 77, 51. Allí habría escrito: In via vitae non progredi regredi est, “En el camino de la vida, no avanzar es retroceder”. Pues bien, no aparece allí la frase y no aparece tampoco en toda la obra de San Gregorio, o al menos yo no la encontré luego de diligente búsqueda, realiza incluso electrónicamente en el Corpus Christianorum. ¿Es que mienten los autores de los manuales? No. Simplemente están siguiendo una errónea atribución que hace Santo Tomás en su Summa Theologiae (II-II, q. 24, a. 6, ob. 3). En el siglo XIII, los intelectuales eran bastante libres a la hora de citar y atribuir. Más tarde, algún editor de la obra del Aquinate habrá determinado el equivocado lugar en la obra gregoriana, y de allí en más todos repitieron el mismo error sin molestarse en controlar no solamente la exactitud de la cita sino también el contexto en el cual fue escrita.
Esto no significa que Santo Tomás se inventó la frase. De hecho, en otro lugar de su obra la cita con alguna variación: In via Dei stare retrocedere est; “En el camino de Dios, permanecer detenido es retroceder” (In III Sent. d. 29, a. 8, qla. 2, 1a) y la atribuye acertadamente a San Bernardo, quien la trae en uno de sus sermones de la Purificación (Serm. II in festo Purif., n. 3, ML 183, 369c.). Y, en una de sus cartas, enuncia nuevamente el principio con alguna variación: Nolle proficere defecere est (Ep. 254, ad Garinum). 
Pero veamos cuál es el marco en el cual la enuncia San Bernardo puesto que, en ambos casos, están descontextualizadas. En el sermón, San Bernardo se dirige a sus monjes y les dice: “Si por casualidad encontramos a alguno [algún monje] que no quiere avanzar, y que no busca avanzar de virtud en virtud, es necesario que sepa que está en una estación y no en una procesión; y yo le digo que está retrocediendo en lugar de permanecer estacionado, porque en el camino de la vida, no avanzar es retroceder, porque nadie permanece para siempre en el mismo estado”.
Las carta está dirigida a Guérin, que era abad de Santa María de los Alpes y se había propuesto reformar su monasterio según la regla del Císter, pero encontraba resistencia por parte de los monjes. Una de las costumbres que habían adquirido era la de construirse “celdas particulares” en las que vivían tres o cuatro de ellos separados del resto de la comunidad, de acuerdo a su propia regla y otros que, sin estas comodidades, compartían un mismo principio: “Lo único que deseo es permanecer en el estado en que me encuentro; a Dios no le gustaría que yo sea peor, pero tampoco estoy obligado a ser mejor”. Y es a combatir esta costumbre que San Bernardo dedica la carta, que termina con estas palabras: “Se trate de correr o de avanzar, al cesar de avanzar vosotros cesáis de correr, y el que cesa de correr, retrocede, de donde se sigue que no querer avanzar es efectivamente retroceder”. 
En ambos casos, San Bernardo está utilizando la expresión para referirse a los holgazanes que se aburrieron o se cansaron de seguir avanzando en la vida espiritual y pretenden quedarse donde están: adquirieron ya un discreto puñadito de virtudes y erradicaron otro discreto puñado de vicios, “¿Para qué más?”, dicen. Pues aquí viene el santo doctor y les espeta: “En la vida espiritual no es posible detenerse porque, al hacerlo, comenzarán a retroceder”. En ningún momento habla, y el contexto no lo admitiría, de volver a fojas cero o al primer casillero en el Juego de la Oca. Ni siquiera hay referencia al pecado mortal. La idea es muy distinta.
Vicente de Beauvais pocos años más tarde escribe en el De morali principis institutione (c, 17, 11) lo siguiente: “Porque como dice la Glosa sobre Isaías XIV, ‘De qué modo caíste del cielo, Lucifer..’, porque cuando se cae en pecado mortal, se precipita también hacia cosas más graves. Es por eso que se debe ser solícito en no desertar del bien sino siempre avanzar hacia lo mejor, porque como dice San Bernardo: ‘En el camino de Dios, no progresar es retroceder’”. Este ilustre dominico, interpretando ya la enseñanza de San Bernardo, hace referencia al pecado mortal, pero entiende el “recedere” no como un volver a fojas cero, sino como un comenzar a desandar de un modo cada vez más acelerado el camino de la perfección. 
No me interesa aquí sentar doctrina sobre la vida espiritual. No tengo autoridad ni competencia para hacerlo. Simplemente señalo que una diligente búsqueda documental -bastante fácil de hacer en la actualidad con los medios informáticos que contamos- muestra la tergiversación que se ha hecho de una expresión de San Bernardo. Y muestra sobre todo la liviandad con que esta frase fue repetida una y otra vez durante siglos, sin tomarse el trabajo de cotejar las fuentes, y las consecuencias progresivas que se fueron extrayendo de ella, todas equivocadas. Una suerte de peligroso “teléfono descompuesto” jugado por adustos doctores para espanto y dolor de sus víctimas.

La pregunta que brota es: ¿cuántos relatos más se habrán incorporado a cierta vulgata católica ad usum desidiosorum? Me temo que ese cuerpo doctrinal en formato resumen Lerú, que no es más que un derivado de pésima calidad de la doctrina que nos ha enseñado la Iglesia durante veinte siglos, esté plagado de relatos.

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