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Euntes et extinguentes

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El diario La Nación publicó hace pocos días una nota que, como todos los escritos periodísticos, debe ser tomada con cautela. Se titula "Los misioneros de Francisco". Pueden leerla aquí.
Primero, vale la pena detenerse a conocer quién es, concretamente, Emilio Pérsico, el amigo de Bergoglio y fundador de los misioneros. Además de ser uno de los dueños de las exclusivas heladerías del mismo nombre, no viene mal leer aquí una semblanza biográfica.
Pero vamos a la noticia. Estaríamos tentados de decir que no se trata más que de una iniciativa del líder de un movimiento social que aprovecha el sustrato católico de los argentinos para potenciar su prédica e influencia, y que consiguió una vidriosa autorización de Francisco para iniciar la construcción de “capillas del pueblo”, que no de Dios, en las zonas marginales. No podríamos –y así razonaría un neocon-, darle mayor entidad a esa autorización pontificia.
Sin embargo, la nota menciona algunos datos inquietantes: la iniciativa está comandada, además del propio Pérsico, por Enrique Palmeyro, un ex seminarista que trabajaba con Bergoglio y al que el Papa designó al frente de la flamante Red Mundial de Escuelas, y el padre Eduardo Farrell, párroco de Cuartel V, un barrio de Moreno. Es decir, los “Misioneros de Francisco” tienen un reconocimiento eclesial, aunque no explícito, sí muy fuerte: detrás está el mismo Papa. 
Pero lo llamativo es que se trata de un grupo con una pertenencia paralela a la Iglesia: “Somos parte de la Iglesia Católica, pero no como institución, sino como pueblo de Dios”, dicen. Parecería una insinuación a la existencia de una iglesia jerárquica o institucional y una iglesia del pueblo. Claro que esto no constituye novedad alguna; lo novedoso es que en esta ocasión la iglesia del pueblo posee el apoyo pontificio.
Pero lo más alarmante resulta es el siguiente párrafo: “Los pequeños templos no tendrán relación oficial con el obispo del lugar. Estarán a cargo de un "servidor", un referente del barrio que asumirá el papel de agente evangelizador…” Se habla de templos sui juris, semejantes a las abadías nullius, de las que existen solamente once en todo el mundo, pero que, en este caso, no estarían a cargo de un abad, sino de un “referente barrial” que actuará como animador comunitario y creador de las actividades religiosas que se desarrollen en la capilla. No es difícil imaginar las “liturgias” y los “catecismos” que allí se enseñarán.
Sigamos: “La idea es que ahí se hagan actividades religiosas, como velatorios y cadenas de oración, y todo tipo de encuentros comunitarios, como cumpleaños de 15 y festejos por el Día del Niño. La aspiración de máxima es que, a instancias de algún "cura compañero", se puedan celebrar bautismos comunitarios y hasta dar misa”. Es decir, la capilla no será un lugar sagrado y las celebraciones litúrgicas que un “cura compañero” pueda oficiar en ella estarán equiparadas a la fiesta de una quinceañera: la liturgia del pueblo y para pueblo sin la más mínima referencia a lo sobrenatural. Liturgia francisquista, en resumen.
Y es así de tal modo que “El nombre de las capillas lo elegirán los vecinos. Los de una villa de Madariaga llamarán a la suya Iván Sepúlveda, por un joven víctima de gatillo fácil”. Son los nuevos santos, y la consecuencia lógica de las canonizaciones seriales de Juan Pablo II y de las canonizaciones express de Bergoglio: los santos se desvalorizaron tanto que ya nadie cree en ellos, como el peso argentino. Entonces, cualquiera es santo: el que tuvo una muerte trágica, el que era generoso y daba a los pobres como el gaucho Bairoleto, aunque para hacerlo robaba a los ricos, o la chica casquivana violada y asesinada. Los santos surgen de la devoción popular y, si el sentir popular de hoy dice que Iván Sepúlveda es santo, quien es el cura, o el Papa, para negarlo. En definitiva, Dios se expresa a través del pueblo.

Si así siguen las cosas, me permito sugerirle al Papa Francisco el título de su próxima encíclica: Euntes et extinguentes, o en criollo: “Que el último que salga, apague la luz”.

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