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Golpe de estado: la impostura del progresismo

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(Para quienes nos leen de fuera de Argentina, podrán enterarse del escándalo político —otro más— del último gobierno peronista consultando cualquier medio de prensa argentino).


por Ludovicus



Convengamos en que ser progre es una disminución o tara mental, debida a múltiples factores, que en muchos casos la excusan o por lo menos atenúan la responsabilidad. No voy a hablar de este lamentable colectivo, el caso que nos convoca hoy es otro.

Me refiero a la numerosa tropa de los oportunistas que se han ido subiendo al tren de estas causas sin la menor convicción. Es una actitud más repugnante. Al menos el progresista, intoxicado por su ideología, mantiene un mínimo compromiso con algo que considera verdadero o valioso, por degradante que sea. En cambio, estos seres abisales sólo tienen por dios su vientre. Los ha inmortalizado Fernando Vizcaíno Casas en su novela De camisa vieja a chaqueta nueva y creo que son las peores personas que existen. Dante (Inf. 3) ni siquiera los deja entrar en el Infierno, y los relega en sus confines, pues han vivido “senza infamia e senza lode”, los rechaza tanto el Cielo como el Infierno, y se agitan de un lado al otro siguiendo estandartes perpetuamente en movimiento. Los desdeña la misericordia y la justicia, dice Virgilio, no hablemos más de ellos, mira y sigue adelante.

En nuestro pobre país fueron los Kirchner los responsables de introducir esta impostura. Tomaron los estandartes progres sin la menor convicción, y la usaron para sus fines espurios. “La izquierda te blinda” decía Néstor. Fue un crimen de hipocresía irreparable, porque concentraron poder subastando al mejor postor las peores causas: la exaltación de la guerrilla, el matrimonio de homosexuales (“Es para joderlo a Bergoglio”, decía Néstor), la impunidad garantista, la exaltación del feminismo demencial y ya en el gobierno de Alberto Fernández, la criminal ley del aborto. Destruyeron a la Argentina exaltando las malas pasiones, consagrando el crimen, prostituyendo todo el tejido social, por poder.

Fernández impuso la ley de aborto entre gallos y medianoche, aprovechando la pandemia para evitar las masivas manifestaciones que un par de años antes se habían convocado. Y todos estos cambios destructores fueron propiciados por machos peronistas, que en su vida privada decían barbaridades, despreciaban a las mujeres y a los homosexuales, y en definitiva, les importaba un belín la causa progre y los ideales de un movimiento que se definía como “humanista y cristiano”. Estos machos peronistas seguían acosando mujeres, porque no sólo no aceptaban los dogmas progres sino porque no eran caballeros; y se reían de los homosexuales porque su inclusivismo era falso y también porque carecían de compasión cristiana. Bastaba con escucharlos hablar en privado.

Algunos no sólo acosaron, sino que golpearon o violaron. No importa, el progresismo, el feminismo, el inclusivismo eran sólo un instrumento político más de su ambición. Y la izquierda blinda.

Cuando se aprobó la ley del aborto, un sacerdote amigo mío me dijo que tenía la convicción de que Alberto iba a ser castigado. Creo que nadie podía prever el castigo tremendo que ha recibido, el castigo del hipócrita y del farsante, que alguna vez pretendió explicarle a los obispos (y ninguno lo frenó en seco) que Santo Tomás y San Agustín aprobaban el aborto. Se definió con su cara de piedra como “un católico que no cree que el aborto sea pecado”. Por supuesto que el colega que lleva su propia impostura progre en Roma calló. 

Fiel representante de esta recua de oportunistas (junto con Alperovich y Espinoza), su misma conducta opera como contrapasso (otra vez Dante) de sus imposturas. Sus propias encendidas condenas, con verba enfática, cuando estigmatizaba al patriarcado y a los violentos ahora caen sobre su cabeza como carbones encendidos. No nos asombremos: el mismo hombre que promulgó el asesinato de inocentes y anunció el fin del patriarcado y el castigo de los agresores, según su concubina, es un violento y  la golpeaba cuando estaba embarazada. 

Recibe lo que merece ahora, y no puedo compadecerme, lo confieso, es responsable de mucha sangre derramada. Pero en medio del estruendo, no dejo de recordar una vieja sentencia: qué mal paga el diablo.


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