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La profundidad del abismo II: Bergoglio, el Papa veterotestamentario

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La semana pasada discutíamos la primera parte de un magistral artículo, firmado por Vigilius, sobre la “teología” del Papa Francisco. Y es la hora de sacar conclusiones, que expondré en un par de entradas, y que no son más que comentarios al artículo de referencia.

Para Bergoglio la Tradición no es más que tradición; es decir, que no hay acontecimiento salvífico detrás de la Tradición sino que se trata de meras creencias tradicionales, sean estas cuales fueren. Para él, todas son meras ideas y prácticas arbitrarias en tanto surgidas en una cultura, en un contexto y en una historia determinada. No hay Tradición detrás de la tradición y, sobre todo, no hay acontecimiento, no hay densidad ontológica detrás de la Tradición.

Es de este modo que se explican muchas de las actitudes, dichos y decisiones del pontífice que desconciertan a cualquier católico formado con el catecismo básico. Por ejemplo, Francisco se ha cansado de afirmar que los sacerdotes deben perdonar en la confesión a todos, más allá de que cumplan o no las condiciones requeridas: arrepentimiento y propósito de enmienda. Si esto no ocurre, enseña la teología, se comete un sacrilegio, y el sacramento es inválido. Pero posiblemente para Bergoglio el sacramento de la confesión no sea más que una creación medieval, como afirman muchos teólogos. Es que, si tenemos en cuenta solamente las evidencias documentales, nos encontramos que, efectivamente, el primer testimonio que tenemos de la confesión personal y privada es del siglo VIII, y la primera vez que se habla “magisterialmente” de la confesión como sacramento, es en el IV Concilio de Letrán en 1215. Los Padres hablan de una confesión o exomológesis, pero no aparece con claridad de que se tratara de un sacramento. De hecho, esta manifestación de las culpas públicas se podían hacer incluso frente a un laico. No hay evidencia de que se “confesaran” o “manifestaran” los pecados privados. Sin embargo, por la Tradición sabemos que el sacramento de la confesión siempre existió en la Iglesia porque fue instituido por Nuestro Señor, más allá de la pruebas documentales existentes o inexistentes. 

Veamos otro ejemplo. Cuando el Papa Francisco recibe a “obispos” de iglesias o incluso sectas protestantes, se dirige a ellos como “hermanos obispos”, o también “obispas”. Un caso clamoroso fue tratar de ese modo nada menos que a Tony Palmer, un predicador pentecostal que se autopercibía obispo (dimos cuenta del episodio aquí). Tratar a su amigo, el arzobispo de Canterbury, o a los “obispos” luteranos suecos o alemanes, de “hermanos obispos” es reconocerles el carácter episcopal del que carecen. Entendamos la gravedad del hecho: el obispo de Roma, sucesor de Pedro, reconoce tácitamente la validez de ordenaciones episcopales, y sacerdotales, que son completamente inválidas, porque así fueron definidas por la Iglesia. Nuevamente, la situación es la misma. No hay pruebas documentales de la “sucesión apostólica”; más aún, no hay pruebas documentales de la “ordenación sacerdotal” en los primeros siglos de la Iglesia. Que el orden sagrado es un sacramento y que existe la sucesión apostólica lo sabemos por la Tradición. Si la Tradición no es más que una tradición, como lo es para Bergoglio, la Iglesia de Roma conserva una tradición para conferir el orden, nacida en un medio cultural determinado, y la iglesia de Inglaterra o la iglesia luterana mantienen otras tradiciones igualmente válidas como las nuestras. 

Esta es la teología del Papa Francisco según se desprende de sus dichos; y esta es la teología que se enseña en buena parte de las universidades católicas, aún las pontificias. ¿Qué queda entonces de nuestra fe? ¿Qué queda entonces de la Iglesia? Poco y nada; apenas una extensión de la Antigua Alianza; un regresión veterotestamentaria que busca establecer en este mundo el reino de Dios. 

No es un novedad que algunos de los teólogos actuales consideren el Nuevo Testamento como una mera reescritura del Antiguo Testamento; una suerte de veterotestamentarización del Nuevo Testamento. Se comprende el objetivo de esta corriente: “despojar a las promesas de salvación del Nuevo Testamento de su carácter sobrenatural y, por tanto, cristológico, y absolutizar la relación religiosa de Israel, principalmente mundana. En el Antiguo Testamento, la acción salvífica de Dios se refiere esencialmente a dimensiones del mundo interior: el hombre bendecido por Dios tiene una larga vida terrenal y tiene descendencia masculina; al pueblo de Israel se le da un determinado territorio geográfico como patria; Dios inflige castigos físicos al Israel desobediente, al igual que libera a Israel de la esclavitud terrenal; está al lado del pueblo en la batalla contra otros pueblos, etc. En consecuencia, Yahvé es reconocido como el Dios verdadero en la teología judía porque, a diferencia de los dioses de las demás naciones, ayuda realmente, demuestra su poder empíricamente”. Es el Dios de los judíos que ayuda a los que son suyos y castiga al resto. Jesús, que era judío, lo que hizo fue universalizar esa acción de Dios que ya no se experimentaría solamente ad intra del pueblo judío, sino en toda la humanidad. En otras palabras, y como dijimos, las promesas salvíficas del Nuevo Testamento no son más que la universalización inmanentizada de las promesas del Antiguo.

Esta novissima theologia es claramente contraria a la teología católica. Fueron sobre todo los Padres de la Iglesia quienes desarrollaron una hermenéutica cristológica pionera del Antiguo Testamento. Sabemos que la Nueva Alianza está ontológicamente constituida exclusivamente en Cristo, es decir, en la unio hypostatica. De este modo, Israel como tal se cancela en la Iglesia como cuerpo místico de Cristo. Existe un contexto de referencia entre los dos testamentos, pero está organizado de forma estrictamente cristocéntrica.

Además de la destrucción que este planteo provoca en la dimensión sagrada y sobrenatural de nuestra fe, la intención que subyace no es, como alguno podría suponer, un acercamiento al pueblo judío a través de una aproximación a su fe. Se trata de instrumentalizar el Antiguo Testamento  en aras de un cambio axial en la definición del objeto real de la fe cristiana. Lo que busca Bergoglio y sus teólogos jesuitas, es “cambiar el rostro de la Iglesia” a fin de lograr un cristianismo orientado hacia el mundo interior y centrado en contextos empíricos, naturales-morales, psicológicos y políticos. Como dijo en su discurso de Cuaresma, Dios sólo aparece en este horizonte como aquel que quiere realizar este nuevo mundo a través de nuestro compromiso para mejorar esta vida terrena. Un ejemplo de esto lo vimos hace pocos meses en el mensaje pascual del arzobispo de Buenos Aires, Jorge García Cuerva, quien confunde indiscriminadamente la definición teológica de la Pascua con el Éxodo y la Pascua del Antiguo Testamento, y del que dimos cuenta aquí. El primado de Argentina no menciona para nada al Señor Jesucristo, quien ha sido borrado del horizonte de la religión.

La conclusión natural de esta teología neo-veterotestamentaria, es la famosa “fraternidad universal” a la que tanto alude el Papa Francisco; fratelli tutti, todos somos hermanos, no importa bajo que tradición religiosa nos encontremos, o no nos encontremos bajo ninguna. Cristo, que es el Jesús judío, apareció para que entendiéramos que el Reino de Dios se construye en la tierra. Pero esto lo desarrollaremos en la próxima entrada.


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