Se ha convertido ya en lugar común decir que el problema que afecta a la Iglesia y el que la ha llevado a la inconmensurable crisis que está viviendo es la falta de fe. Con ella se explican desde los abusos sexuales hasta el descuido o la negación de los dogmas. Y se dice con frecuencia, y con razón, que si bien en épocas anteriores también se dieron muchos casos de inmoralidades entre las filas del bajo y alto clero, en esas ocasiones los sacerdotes tenían fe y conciencia del pecado. La pregunta que revolotea es cómo fue posible que en nuestros tiempos buena parte de la jerarquía y del clero perdiera la fe católica y, peor aún, que fueran estos incrédulos los que ahora están al mando de la Iglesia.
Alguien podría decir que es una exageración y una impiedad decir que los obispos y el mismo Papa de Roma han perdido la fe. Yo creo, en cambio, que es una evidencia. Ciertamente, ninguno de ellos ha abjurado públicamente de la fe católica, y probablemente la mayoría está aún convencida que conserva la fe de los apóstoles, aunque serán pocos los que negarán que ellos adhieren a una fe apostólica “adaptada a los tiempos” tal como lo mandó el Concilio Vaticano II. La realidad es que conservan una fe desleída y chirle, que admite contradicciones y que les resulta muy útil para evitarse problemas con la ciencia y con el avanzado y maduro hombre contemporáneo. La fe que profesa la mayor parte de la Iglesia católica en la actualidad es una fe mundo friedly, amigable con todos, todas y todes; se trata, en otras palabras, de la fe modernista, para utilizar el rótulo que acuñó San Pío X para pegar en la frente a un sinnúmero de especímenes teológicos.
Pero pongamos entre paréntesis por un momento el cómodo aunque impreciso rótulo de modernista, y tratemos de diseccionar la “fe” de la mayor parte de nuestros obispos. Ellos, como tantísimos otros, son hijos lejanos del iluminismo del siglo XVIII, un cierto gnosticismo al que al comienzo adherían sólo unos pocos iniciados y al que los derivados del Concilio Vaticano II instaló en el centro de la teología católica. Y si tuviéramos que resumir y simplificar mucho, yo diría que el corazón del problema es la negación de la historicidad de la Revelación, lo cual constituye el núcleo de la fe apostólica.
Los apóstoles y los evangelistas nos transmitieron una fe apoyada en un suceso histórico concreto y determinado: el nacimiento, predicación, muerte y resurrección de Jesús de Nazareth, el Verbo de Dios hecho carne, que nació de una mujer concreta —la Santísima Virgen María— y que nació en un lugar y en un momento determinado de la historia. En consecuencia, la revelación se puede datar: ella ocurre en el tiempo del emperador Tiberio, del procurador Pilato, del rey Herodes y de los pontificados de Anás y Caifás. Es por eso la preocupación extrema de los evangelistas y de los profetas del Antiguo Testamento por las genealogías. Lo que a veces nos parece ser no más que un listado aburrido de nombres, en realidad es el modo de decirnos que lo que ocurrió, ocurrió en la historia, de un modo real, y nos dan las pruebas para ello. Lo que importa es la determinación del lugar histórico de la Revelación y esto el hagiógrafo lo consigue con los medios que tiene disponibles. La indicación de las fechas no permite que se pueda decir de la Revelación: “ella acontece en todas partes y siempre”, sino que permite que deba decirse: “ella aconteció en ese momento y en ese lugar”.
Por eso, el cristianismo no solamente ofrece una verdad sin errores sino que se distingue fundamentalmente de los mitos, tal como se distingue la historia de la idea. Para buena parte de nuestros obispos, el cristianismo con su Revelación, no es más que mito; es decir, verdades universales encarnadas en un relato más o menos mítico. Ellos ven al cristianismo sólo como una suma o un sistema o, si somos generosos, una plenitud de verdades universalmente válidas, pero rechazan o descreen de su carácter histórico. Y de esa manera, nuestra fe termina siendo no más que un mito. San Agustín preveía el peligro de esta situación y escribía: “La cosa más importante de nuestra religión es la historia y la profecía de las disposiciones temporales que la Divina Providencia estableció para la salvación del género humano, el cual debe ser reformado y renovado para la salvación eterna” (De vera religione 7, 13). Sí, la historia es una de las dos cosas más importantes de nuestra religión.
Nuestros pastores neo-gnósticos depositan la esencia del cristianismo en su contenido moral, el que se identifica con las exigencias de la razón, en una especie de noble y elevado humanismo. Y piensan entonces, que todo lo que en el cristianismo es histórico, eclesiástico, confesional y litúrgico, es solamente una cuestión exterior y cae con el progreso de la civilización. Es este el motivo por el que profesan ese nuevo ecumenismo que no consiste ya en querer convertir a los demás a la fe católica sino en saber aceptarse mutuamente y “caminar juntos”. En definitiva, las verdades proclamadas por el cristianismo o por el Islam o por los adoradores de la Pachamama son las mismas, sólo que revestidas de mitos distintos. Y es por eso que el Papa Francisco rechaza tan enfáticamente el “proselitismo” y se enfada con las conversiones a nuestra fe desde otras religiones; son actitudes que sólo sirven para traer problemas y son lesivas a la dignidad de los otros credos, que tienen tanto derecho como nosotros a existir. Y es por eso que los únicos que no tienen lugar en esta nueva fe, y a los únicos que hay que combatir, son aquellos fundamentalistas ingenuos que aún sostienen la realidad histórica de la Revelación y que, consecuentemente, rechazan la nueva liturgia, que es la expresión cultual de esa fe actualizada: una cena de hermanos en la que todos, todos pueden participar… y comulgar.
Ciertamente, en el cristianismo hay verdades eternas, inmutables y universalmente válidas, pero no son verdades accesibles a la mera razón sino que reposan sobre hechos históricos: son válidas porque están garantizadas por el Cristo histórico, y no porque la razón humana lo pretenda. Los acontecimientos que se narran en la Escritura no son revestimientos catequético-pedagógicos aproximativos, a través de los cuales se transparenta el contenido superior y eterno de la verdad. Ellos son más bien los modos con los cuales Dios habla al hombre y obra en el hombre.
Es cuestión de recorrer los hechos y dichos del Papa Francisco a lo largo de su pontificado, y los hechos y dichos de la mayor parte de los obispos para caer en la cuenta que la fe que enseñan no es la fe que poseían nuestros padres; no es la fe que recibimos de los apóstoles y que por ellos, los testigos de la vida del Señor, se transforma en “fe tangible”: “Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida (porque la vida fue manifestada, y la hemos visto, y testificamos, y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre, y se nos manifestó); lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos…” (I Jn. 1, 1-2). Nuestros obispos, en cambio, nos anuncian otra fe.