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El poder despótico del pontífice romano

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Decía en el último post, y lo hemos dicho muchas veces en esta página, que los problemas más graves del catastrófico pontificado actual no pueden achacársele solamente a Bergoglio sino que son la eclosión natural del sobredimensionamiento del pontificado romano que hunde sus raíces en varios siglos atrás, aunque se consolidó con el Papa Pío IX. 

Hace algunos días recibí un comentario de un lector del blog, que comenta con frecuencia con reflexiones muy valiosas pero, en esta ocasión, él no está conmigo y yo no estoy de acuerdo con él. El comentario venía a cuento de lo que está ocurriendo con Mons. Strickland. Yo decía que esta libido por remover obispos incómodos que demuestra Francisco tiene un antecedente cercano: San Pío X, que removió a los dos tercios de los ordinarios de diócesis, abadías, arciprestazgos y prelaturas nullius italianas mediante traslados, promociones o nombramientos ex novo

El comentario que me llegó decía los siguiente: “La comparación con San Pio X es lamentablemente desacertada. Si con mano fuerte actuó fue por razón de Fe. Si uno no entiende esto es por dos cosas, o porque no comprende la penetración nociva de los errores liberales y modernistas en el episcopado de aquel tiempo, o porque desconoce por completo la figura de San Pio X, para lo cual bien haría en comenzar una revisación (sic) de la misma, pudiéndose empezar por ejemplo con su biografía oficial, la de Girolamo Dal Gal. Y si no es así nómbrese un solo obispo ( y uno solo pido, no un tercio) que por causa de su ortodoxia haya sido presionado por San Pio X para que renunciase. No se puede comparar estos procedimientos, porque ¿qué tienen en común la coacción que un padre ejerce sobre su hijo extraviado para que deje de pecar a la coacción que otro padre ejerce sobre un hijo santo para alentarlo a pecar? Nada tienen en común, antes bien, son el agua y el aceite. Además, y por el contrario, de San Pio X se retrata un espiritu (sic) de caridad admirable, incluso con aquellos que se veía obligado a deponer o censurar, penetrado de dolor y luego de retardar la condena todo lo máximo posible. Si uno pierde de vista la doctrina y compara modos así sin mas, puede pensar que lo que es diametralmente opuesto en realidad se parece, porque al perder de vista la doctrina no entiende el espíritu con el que se procedió. El Señor se digne, en un infinita misercordia (sic), darnos otro San Pio X”.

En primer lugar, estoy de acuerdo en que es edificante leer la piadosa biografía de San Pío X escrita por el padre Dal Gal. El problema es que es justamente la biografía oficial escrita para su canonización, y que tiene casi ochenta años de escrita. En las últimas décadas se conocieron muchas cosas que Dal Gal no conocía por un hecho elemental: toda la documentación del pontificado del Papa Sarto estaba embargada en el archivo del Vicariato de Roma y fueron trasladados en 2005 al Archivo Secreto Vaticano.  A esa documentación  sólo pudo accederse a comienzo de los '90. Confiar ciegamente en la biografía de Dal Gal sería como confiar en una biografía de Lenin escrita por el Politburó soviético en 1950 o en la biografía del P. Carlos Mugica escrita por el P. Pepe Di Paola. No sería serio ni confiable. Por otro lado, aquí estamos tratando una cuestión muy específica: las visitas apostólicas y posterior remociones de obispos. Es un tema que necesita una investigación especializada y no puede ser tratado en una biografía general. Y esa investigación existe: es la de Giovanni Vian [no confundir con Giovanni Maria Vian], La riforma della Chiesa per la restaurazione cristiana della società. Le visite apostoliche delle diocesi e dei seminari d'Italia (1903-1914), Roma: Herder, 1998. Se trata de dos volúmenes de más mil páginas en las que el autor —un historiador profesional y profesor en la Universidad de Venecia—, trata el tema con recurso permanente y constante a la toda documentación ahora accesible. 

El autor del comentario da por supuesto que San Pío X corrió a los obispos de sus diócesis porque eran modernistas. Y no es así. Si ese hubiera sido el caso, al primero que debería haber corrido es al arzobispo de Pisa, Pietro Maffi, de inocultables simpatías modernistas. No sólo lo mantuvo en su sede sino que también lo creó cardenal. Otro sospechoso de modernismo era Giacomo Della Chiesa, a quien nombró arzobispo de Bolonia, y luego lo sucedió en el pontificado como Benedicto XV. Tampoco presionó la renuncia del arzobispo de Florencia, el escolapio Alfonso Maria Mistrangelo, sospechoso de liberal; simplemente, se contentó con no otorgarle el cardenalato.

Apenas llegado al pontificado, San Pío X resucitó dos antiguas prácticas de la Iglesia, ya en desuso: las visitas apostólicas y los comisariamientos. Eligió personalmente a 58 visitadores apostólicos que recorrieron las 263 diócesis italianas. A raíz de estos procedimientos, se consideró inadecuados a más de la mitad de los obispos, la mayor parte de los cuales fueron desplazados. Los motivos podían ser la edad, pues había ordinarios muy ancianos que seguían en sus sedes, desmanejos económicos, desarreglos morales o problemas con el clero o el seminario, o simple incapacidad. 

Los procedimientos para expulsar a los obispos eran obligarlos a presentar la dimisión y nombrar un administrador apostólico. En algunos casos, los propios prelados presentaban voluntariamente su renuncia; otros muchos se resistieron, por lo que se ejercían presiones lo suficientemente discretas para no despertar antipatías en los fieles. Los documentos que reproducen las notas emanadas de la Santa Sede dirigidas a los obispos que se buscaba deponer, no muestran precisamente la figura de un padre amante y bondadoso que sufre por el castigo que debe aplicar a sus hijos, como nos dice el comentarista.

No me cabe duda que la mayor parte de los obispos desplazados por San Pío X no eran buenos obispos. El problema está en que la sede romana se erigió como la sede suprema ejerciendo un poder absoluto y posicionando a los obispos como meros delegados de ella: el Papa como gerente general de una multinacional del cual dependen los gerentes de todas las sucursales, y están a su merced. Eso nunca había existido en la iglesia católica. Los obispos son tan sucesores de los apóstoles como lo es el Papa de Roma, que no puede tratarlos como meros subordinados. Cuando los obispos no funcionaban, o funcionaban mal, como era lo que aparentemente ocurría en la Italia de comienzos del siglo XX, los procedimiento que la Iglesia aplicaba tradicionalmente eran otros: se convocaba un sínodo provincial en el que los obispos que componían esa provincia eclesiástica escuchaban a los acusadores y escuchaban al acusado, dándole la oportunidad de defenderse, derecho que tiene cualquier ser humano y, con mayor razón, un sucesor de los apóstoles, y luego emitían su veredicto. La solución más fácil y rápida, el atajo, es echarlo al mal obispo y reemplazarlo, pero los atajos siempre se cobran su factura. Son peligrosos; a la larga, se vuelven en contra.

Nosotros tendemos a pensar, o a soñar, que sería muy bueno para la Iglesia que llegara un Papa de temple que echara de un plumazo a la parva de obispos malos que pueblan el país y el mundo. Ese sería el atajo; pan para hoy y hambre para mañana. Es lo que hizo San Pío X, sin darse cuenta que detrás de él podía venir, como de hecho vino, Francisco, que no ha hecho más aplicar el mismo método de gobierno que el santo Papa Sarto.  

    Se usaron medios extremos —la suma del poder absoluto que concede el pontificado— para fines lícitos —correr obispos inservibles por diversos motivos—, pero al final quedó el instrumento vuelto loco y se evaporó la buena doctrina y las buenas intenciones que tenía San Pío X; vino Francisco, se apoderó del instrumento que le había dejado servido y estamos ahora a merced de un Papa dictador. Los atajos, una vez más, siempre se cobran su factura.



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