Hace hoy una semana que otro de los hijos más dilectos de Argentina, Mons. Víctor Fernández tomó posesión del cargo de prefecto del dicasterio para la Doctrina de la Fe. Dos argentinos se encuentran en la cima del gobierno de la Iglesia católica. Un orgullo para todos los nacidos en esta tierra particularmente bendecida…
Y el nuevo prefecto y ya casi cardenal, ha tenido algunas emanaciones en los últimos días en forma de entrevistas concedidas al P. Spadaro, de La civiltà cattolica y a Edward Pentin, del National Catholic Register. Me interesa comentar brevemente una de las afirmaciones del prelado, pero antes debo señalar que los católicos podemos estar tranquilos porque la formación y la sabiduría del nuevo inquisidor es abrumadora. Afirma Mons. Fernández que la formación que recibió fue “estrictamente tomista” [¿en el seminario de Río Cuarto?] aunque su maestro fue San Buenaventura, muy apropiado para tiempos francisquistas. Y reconoce también su discipulado con respecto a Maurice Blondel, sin olvidar la “precisión argumentativa de Karl Rahner, la profundidad espiritual de Hans Urs von Balthasar, la eclesiología de Yves Congar y la obra de Joseph Ratzinger-Benedetto XVI”. Y agrega enseguida a Étienne Gilson y Réginald Garrigou-Lagrange. Y para demostrar que está abierto a la realidad latinoamericana se confiesa también discípulo de Gustavo Gutiérrez, Lucio Gera y Rafael Tello, sin olvidar a Hans-Georg Gadamer. ¡Un abisal vacío de sabiduría! Es que Mons. Fernández no se da cuenta, o no tiene algún buen amigo que se lo susurre, que al exponer el largo listado de sus maestros, el que demuestra su escasa fidelidad a ninguno de ellos y el popurrí teológico que serpentea en su cabeza, no hace más que documentar su ignorancia, su inseguridad y su incompetencia para el puesto que ocupa?
Pero lo más interesante y desopilante que ha dicho el prefecto fue en la entrevista a Pentin.
En respuesta a una pregunta sobre la aceptación del magisterio del Papa Francisco, el arzobispo Víctor Manuel Fernández dijo en una entrevista exclusiva por correo electrónico el 8 de septiembre que el Papa no sólo tiene el deber de custodiar y preservar el depósito ‘estático’ de la fe, sino también un segundo carisma único, sólo dado a Pedro y sus sucesores, que es ‘un don vivo y activo’.
“Yo no tengo este carisma, ni usted, ni el cardenal [Raymond] Burke. Hoy sólo lo tiene el Papa Francisco”, dijo el arzobispo Fernández. El cardenal Burke escribió recientemente el prefacio de un libro en el que critica duramente el próximo Sínodo sobre la sinodalidad y ha expresado a menudo su preocupación por algunas enseñanzas de este pontificado.
“Ahora, si me dicen que algunos obispos tienen un don especial del Espíritu Santo para juzgar la doctrina del Santo Padre, entraremos en un círculo vicioso (en el que cualquiera puede pretender tener la verdadera doctrina) y eso sería herejía y cisma”, dijo.
Yo no soy teólogo y los que sí lo son podrán corregirme. Existe, por cierto, un “carisma” propio del ministerio petrino y que sólo posee el Papa de turno, y consiste en la asistencia del Espíritu Santo lo cual le otorga infalibilidad siempre que se cumplan las siguientes condiciones:
1) El Papa debe hablar ex cathedra, es decir, desde su posición de autoridad suprema en la Iglesia y al ejercer su magisterio extraordinario.
2) La declaración debe referirse a una cuestión de fe o moral.
3) El Papa debe expresar claramente su intención de definir una doctrina de manera infalible.
Únicamente cuando se cumplen estas condiciones se habla de “inerrancia absoluta”, es decir, se considera que su enseñanza es infalible y libre de error. Consecuentemente, los católicos estamos obligados a aceptarla como verdadera y vinculante para la fe y práctica religiosa.
Además, la infalibilidad pontificia establece la autoridad final del Papa en cuestiones de fe y moral. Cuando el Papa pronuncia una declaración infalible, se espera que los católicos la aceptemos como una verdad definitiva y no sujeta a debate o cuestionamiento. Sin embargo, es importante tener en cuenta que la infalibilidad pontificia tiene limitaciones específicas. No implica que el Papa sea infalible en todos los aspectos de su enseñanza o que sea incapaz de cometer errores en otros ámbitos. Solo se aplica a declaraciones específicas realizadas bajo las condiciones mencionadas anteriormente.
Todo esto es doctrina conocida por cualquier católico formado. Lo dice el concilio Vaticano I en Pastor Aeternus y lo reafirma el concilio Vaticano II en Lumen gentium 25, al hablar de que en el Romano Pontífice "singularmente reside el carisma de la infalibilidad de la Iglesia misma", pero solamente cuando habla como maestro universal, es decir, cuando se cumplen las condiciones señaladas más arriba, y no cuando se expresa como maestro privado.
Sin embargo, Mons. Fernández parece que —¿siguiendo a Gadamer quizás?— hace una hermenéutica ampliada de los dispuesto por los dos últimos concilios: el Papa Francisco tendría “inerrancia absoluta” y, por tanto, “autoridad final” en todas sus enseñanzas, más allá de que las mismas sean o no pronunciadas ex cathedra. Aún aquellas pronunciadas ex aerea nave o ex latrina serían también enseñanzas seguras con obligación de ser aceptadas, so pena de caer en herejía.
No exagero. Es cuestión de seguir el razonamiento de Mons. Fernández.
Premisa mayor: El Papa no sólo debe custodiar el depósito “estático” de la fe, sino también enseñar la doctrina de la Iglesia en virtud de un carisma “vivo y activo” que posee y que es un don del Espíritu Santo.
Premisa menor: Ni los obispos ni los fieles laicos poseen ese don “vivo y activo” pues es exclusivo del pontífice romano.
Conclusión: Todos los obispos y los fieles laicos deben aceptar no solamente el depósito “estático” de la fe sino también todas las enseñanzas del Papa sobre la Iglesia. Y si no lo hacen y lo critican, caen en cisma y la herejía.
Ya podemos prever entonces lo que será la gestión del nuevo prefecto. Diariamente, el dicasterio emitirá sentencias de herejía urbi et orbi y la Iglesia en la que hay lugar para todos, todos, todos terminará siendo una Iglesia sólo para los obsecuentes. Pues ahora resulta que los católicos estamos obligados no ya a seguir la doctrina de la Iglesia, sino la doctrina del Papa. Se trata de un disparate, de una burrada inconcebible en boca de quien debe ser la cabeza teológica de la Iglesia. Como escribió el Dr. Eduardo Echevarría, una cosa es afirmar que el Magisterio tiene un carisma propio en la misión de custodiar infaliblemente la Fe entregada de una vez por todas a la Iglesia y otra muy distinta es afirmar que el Papa tiene un carisma que salvaguarda su propia doctrina.
El nuevo prefecto de Doctrina de la Fe ha expresado con voz oficial lo que desde este blog alertábamos hace poco más de dos años, y con creces. En ese momento decíamos que la Tradición había sido devorada por el Magisterio y Mons. Fernández promete devorar también la Escritura. Porque según él, el "carisma vivo y activo" del que está revestido el Papa Francisco es superior al "depósito estático", es decir, la Escritura y la Tradición. Herejes no serían ya los que niegan las enseñanzas contenidas en el depositum fidei, por ejemplo que los adúlteros no pueden recibir la eucaristía o que las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo son pecado grave, sino los que cuestionan el "carisma vivo y activo" del que está revestido el Romano Pontífice.
¡Cuánto habría dado Pío IX por tener un prefecto del temple teológico de Tucho Fernández! Es curioso cómo la galería de personajes que habitan el Vaticano en este pontificado, abiertamente progresista y denostador de los tiempos pasados, asume sin sonrojarse las actitudes más reaccionarias que ni siquiera Joseph de Maistre o el ultramontano más enragé se habrían animado a sostener.
Estas declaraciones muestran que Mons. Fernández ha terminado convirtiendo al Papa Francisco en una suerte de oráculo, una particular hipóstasis del Espíritu Santo, cuya palabra es magisterio auténtico y, por tanto, no contiene error y debe ser obedecido por todos los católicos. Y, en consecuencia, ha convertido también a la Iglesia en una institución que sigue a un caudillo, que no es Cristo sino el Papa de turno, quien tiene plenas facultades para amoldarla a su gusto y capricho. Como decía en 2013 nuestro buen amigo Ludovicus: “El Papa comienza a configurarse como un caudillo, y el catolicismo, como religión del Papa”. Recomiendo vivamente la lectura de ese artículo en que se demuestra cómo el pontificado romano de las últimas décadas se ha entendido como un acaudillamiento de un “movimiento” sobre la base de un programa y un “carisma” peculiar que aporta el nombre elegido por el Papa.
Con diez años de anticipación, anunciaba Ludovicus lo que sucedió y que Mons. Fernández ha expresado con claridad: Francisco ha carismatizado lo institucional a niveles máximos y canibalizadores. Si el suyo es un “Dios que se manifiesta en el tiempo y está presente en los procesos de la historia”, siendo la fe “una fe un camino, una fe histórica. Dios se ha revelado como historia, no como un compendio de verdades abstractas” —frases textuales de Francisco—, por tanto, es un Dios que elige y bendice un caudillo encargado de hacerlo presente en la dinámica de la historia. La Iglesia ya no es institución; es movimiento, y su líder es un caudillo. ¡Cómo no relacionar todo esto con la doctrina de Juan Perón!
Como he dicho en otras ocasiones, lo mejor es dejar que Mons. Fernández hable y haga. En su dicasterio, según se comenta, lo están esperando con tenedor y cuchillo listos. Su fatuidad empoderada le hará cometer infinidad de errores, que comportarán víctimas por cierto, pero que serán su pasaporte para la jubilación anticipada apenas se siente en el solio de Pedro el próximo pontífice.