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La llama de la esperanza

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Hablábamos la semana pasada sobre la aceleración del mal y la herejía que estamos viendo en la Iglesia. Es verdad que, por ejemplo, los conceptos que el papa Francisco escribió en la carta que acompañó el nombramiento de Mons. Víctor Fernández en Doctrina de la Fe, y que el neoprefecto se ha encargado de propalar por todo el mundo, ya habían sido dichos con palabras muy similares por el papa Juan XXIII, y que ese dicasterio había sido desmantelado por Pablo VI (el cardenal Ottaviani, prefecto de esa Congregación dijo en esa ocasión: «Soy un general que ya no lucha y a quien se le llama director»). Es la misma luna que comenzó a iluminar a la Iglesia hace sesenta años la que la sigue iluminando ahora. Sin embargo, ha cambiado la tonalidad y la intensidad de esa luz fría. Ahora, con el papa Francisco, todo es más brutal, despiadado, cruel y desfachatado. Cuando en 1968 Pablo VI decidió desplazar al fiero guardián de la ortodoxia que era Ottaviani, nombró en su lugar al cardenal croata Fanjo Seper, que no era precisamente un tradicionalista, pero que tenía las condiciones necesarias para ocupar el cargo. El nombramiento de Tucho Fernández es una vergonzosa desfachatez que sólo puede permitirse un pontífice como Bergoglio. 

Estos movimientos, sumados al nombramiento de los nuevos cardenales, ha sumido a muchos católicos en tristeza y desánimo. Basta leer los sitios católicos —no necesariamente tradicionalistas— del mundo entero (por ejemplo, esta columna del siempre mesurado Bruno Moreno, de Espada de doble filo). Hay que decir que, en principio, es un buen signo, pues indica que nos importa la Iglesia y que sufrimos por ella. Muy mal estaría que nos diera lo mismo que un puesto tan importante como el discasterio encargado de la custodia de la doctrina católica estuviera ocupado por un fantoche; o que el nuevo cardenal portugués afirme que no está interesado en convertir a los jóvenes a Cristo. El problema, en todo caso, es que aparezca aquello que San Juan Damasceno llamaba tristitia agravans, una tristeza que va hundiéndose por su peso cada vez mayor en el alma del hombre y a la que después es muy difícil expulsar. 

Claro que para poder detener el hundimiento en esta suerte de arenas movedizas de la tristeza y el tedio, necesitamos agarrarnos—sí, con garras— de algo, de un sostén que puede evitar que nos sigamos sumergiendo. En otras palabras, necesitamos sostener la esperanza. Y en este punto, creo que pueden venir bien algunas reflexiones. En primer lugar, a partir de la literatura. Tolkien, en El Señor de los anillos, nos muestra una comarca y un mundo que vivían despreocupados, festejando cumpleaños, bebiendo cerveza y fumando pipas tras pipas. Sin embargo, el mal se preparaba para invadirlo todo. Algunos eran conscientes de la amenaza que se cernía y que poco a poco iba avanzando; pero parecía que ya nada podía hacerse, más que resignarse a los hechos y dedicarse a llorar por lo perdido. Y, sin embargo, de un modo misterioso e inesperado apareció Aragorn, el rey que vuelve a tomar posesión de lo que es suyo y que le había sido arrebatado. Y pudo hacer lo que hizo porque detrás de él, con un peso insoportable sobre sus espaldas, subía Frodo las alturas de la montaña del mal a fin de destruir el anillo.

Esta referencia a Tolkien no es un capricho literario. Los grandes cambios de la humanidad —para bien o para mal—, son obra de una sola persona, y no de sistemas o instituciones. San John Henry Newman lo pone en estos términos: «No hay sistema que haya llevado a cabo una obra grande, al revés, sí: los sistemas surgen del esfuerzo de individuos concretos. Lutero fue un individuo. Las mismas faltas de un individuo concitan la atención, él sale perdiendo, pero su causa gana (si es buena, y él es de miras amplias). Así van las cosas, promovemos la verdad a base del sacrificio propio» (Apologia pro vita sua, c. I.). Sin Lutero no habría existido la Reforma tal como la conocemos, y sin Lenin no habría sucedido la Revolución Rusa. Y al revés, sin San Bernardo no se habría configurado la Europa del esplendor medieval, sin Juan Sobieski los turcos habrían invadido Europa y sin Isabel de Castilla, América no sería lo que es. Una sola persona fue suficiente para cambiar la suerte de países y de continentes enteros. Y no siempre ocuparon puestos de relumbrón: un monje vestido de sayal blanco, un marginal príncipe polaco o una muchachita a la que le cayó encima la corona de unas áridas tierras españolas. Eso fue suficiente para que Dios cambiara la historia de los hombres.

Y en uno de sus sermones parroquiales, continúa Newman [agradezco a la condesa Rostova por recordar la cita]:  

Las personas no religiosas no pueden saber nada sobre los santos escondidos. Y nadie, practique o no la religión, puede descubrirlos sin estudiarlos muy atentamente.

Ellos solos bastan para llevar adelante la obra silenciosa de Dios. Así fueron los apóstoles; y en cada generación pueden nombrarse otros que les sucedieron en la santidad. 

Son ellos quienes comunican la luz a cierto número de astros inferiores, que la distribuyen a su vez por todo el mundo. Los focos principales de esa luz quedan fuera del alcance de la mirada, incluso de la mayoría de los cristianos sinceros; del mismo modo que no se ve al Autor de la Luz y la Verdad, del que procede todo bien.

Un puñado de hombres, con una gracia sublime, rescatarán al mundo durante los próximos siglos. Estos hombres son puestos en su atalaya, como lo fue el profeta, y encienden sus faros en las cumbres.  

Cada uno recibe la llama sagrada y luego se la pasa a otro, reponiendo sus carbones y ajustándolos mejor si cabe para que siga tan brillante como cuando llegó a sus manos.

Y así, el mismo fuego que se encendió en el monte Moria, aunque parezca a veces que se apaga, se ha mantenido incólume hasta llegar a nuestras manos, y confiamos en que ellos lo mantendrán vivo hasta el final.

No sabemos en qué lugar está oculto ese santo, ese hombre de la Providencia que podría disipar las nieblas que cubren hoy a la Iglesia. Es verdad que puede ser que estemos viviendo los tiempos postreros, o que seamos nosotros los encargados de mantener las hogueras encendidas en medio de años y décadas de tinieblas, y que no aparezca ya hombre alguno, sino que sea el Hijo el Hombre quien regrese en gloria y majestad. No lo sabemos. Pero sea una posibilidad o sea la otra, lo cierto es que aún es tiempo para mantener la llama de la esperanza encendida. 


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