El artículo que publiqué el lunes de la semana pasada, en el que ordenaba de un modo sintético la información que se comenta desde hace años en sitios de internet, y que pude comprobar personalmente, acerca del ambiente que se respira en el Vaticano como consecuencia del estilo de gobierno tiránico que allí ejerce el papa Francisco, despertó muchas más repercusiones de las esperadas. Fue traducido a varias lenguas y publicado en sitios importantes, lo que ya había ocurrido con otros artículos. Esta vez, sin embargo, las visitas se dispararon a niveles altísimos y, lo que es más sorprendente, comenzó a llegar una buena cantidad de comentarios progresistas. En este rincón de la blogósfera, los que comentan son todos de la misma línea aunque aparezcan distintos matices y se ocasionen interesantes discusiones. Pero los modernistas nunca se asomaban. Esta vez fue diferente. Publiqué varios comentarios y eliminé muchos más. Llegó a comentar un anciano jesuita colombiano celebrando el pontificado francisquista como la gran primavera de la Iglesia!
Esto me lleva a una reflexión. El hecho es que cada grupo ve cosas distintas: nosotros, la catástrofe de la Iglesia; ellos, la primavera que arriba con un cierto retraso. Entonces, o bien son dos realidades sobrepuestas; o bien, si la realidad es una y la misma, hay un sector que acierta y otro que se equivoca estrepitosamente. Nosotros estamos seguros de estar en el primero, a la vez que reconocemos que el otro es el más numeroso y poderoso. Nosotros, los que queremos guardar la fe de la Iglesia tal como la recibimos de nuestros padres y como la enseñaron los apóstoles y, con ella, conservar el culto debido a Dios, somos una minoría muy minoritaria. Hace algunas semanas apareció una estimación interesante: del ya reducido grupo de fieles que practica la religión, sólo el 4% corresponde a los, por llamarlos de algún modo, tradicionalistas. Si aplicáramos un criterio cuantitativo y democrático, sería altamente improbable que quien tuvieran la razón fuera el grupúsculo de los desposeídos, de los marginados, de los perros.
Es verdad que podríamos introducir un criterio cualitativo en esos números y veríamos, por ejemplo, que ese porcentaje corresponde a los fieles laicos. En el grupo de los seminaristas y sacerdotes jóvenes la proporción de los tradicionalistas es mucho más elevada. En Europa y Estados Unidos, por ejemplo, los seminaristas de los clanes tradicionalistas representan una porción importante de la totalidad y, además, aquellos que estudian en seminarios “normales” pero tienen simpatías por el tradicionalismo, son también un buen número. Esto, probablemente, marque una diferencia en un futuro de mediano plazo, pero lo cierto, lo contante y sonante, es que hoy somos una ínfima minoría, y que los mastines romanos siguen rabiosos mordiéndonos siempre que pueden. Lógicamente, el desánimo se apodera de muchos; y eso también se ve. Es el cansancio de una lucha larga y extenuante y el lacerante sentimiento de orfandad que nos atraviesa desde hace décadas y que hemos naturalizado. Históricamente, podemos encontrar un sinfín de persecuciones a comunidades cristianas mucho más crueles y dolorosas que la que sufrimos nosotros. Lo que vivimos es apenas un rasguño comparado a lo que sufrieron los católicos franceses en el periodo post revolucionario; o los rusos durante el dominio soviético; o los mexicanos o españoles durante las guerras civiles. Y me refiero sólo a los hechos más recientes. Ellos, sin embargo, aunque se veían obligados a huir, abandonar sus bienes y familias, a enfrentarse cotidianamente a la muerte y, en muchos casos, entregar la vida, tenían el consuelo de una padre que, en la lejanía, los confirmaba en su testimonio. Quienes los perseguían eran claramente los enemigos de Cristo y su Iglesia, sin duda alguna; y sabían que sus hermanos católicos del pueblo vecino y de todo el mundo, estaban con ellos, como también lo estaban, sobre todo, los obispos con el papa a la cabeza. Todos ellos los confirmaban en la fe; les daban la certeza interior de que el sacrificio que hacían tenía un sentido y que, efectivamente, ellos estaban del lado de los corderos y quienes los atacaban eran los lobos que siempre merodean el rebaño.
Nuestra persecución no es cruenta. Nadie nos pide la vida ni los bienes. Sin embargo, no solamente no tenemos el consuelo que tenían quienes nos precedieron en el testimonio, sino que quienes nos persiguen son los “buenos”, que se han unidos a los “malos”. La mayor parte del rebaño y sus pastores se fueron con los lobos; casi nunca por maldad, sino por distracción, por el hábito gregario, y cómodo, de seguir al grupo mayoritario. Apenas un pequeño rebañito deambula por los pastizales, y quienes los atacan son sus compañeras, otras ovejas con las que compartían el mismo rebaño. Los lobos, de lejos, miran y se ríen, esperando el momento del banquete.
Dejemos las metáforas. Estamos huérfanos; esa es la realidad. Y la orfandad vale para los laicos y también para una multitud de sacerdotes que son cotidianamente perseguidos, humillados, maltratados y cancelados por sus obispos por el solo hecho de querer ser fieles a la integridad de la fe apostólica. Y la vida de estos pobres curas no es fácil y, sin embargo, resisten “sicut Dei ministros in multa patientia” (II Cor. 6,4). Este texto paulino lo escuchamos la semana pasada, en la epístola del primer domingo de cuaresma. Y un poco después, decía: “quasi morientes, et ecce vivimos” (9). “Como moribundos, pero he aquí que vivimos”. Parece que el apóstol hubiese escrito para nosotros estas palabras. Los perros de los tiempos post conciliares, estamos como moribundos, y nos desanimamos porque muchos veces nos percibimos en una agonía final e inútil, pero ecce vivimus. Sí, estamos vivos. Esa es la realidad, y creo yo que seremos nosotros parte de ese pequeños grupo —ese del que hablaba Benedicto XVI en su “profecía”— al que, en algún momento, los hombres del mundo se volverán para pedirle, como la Samaritana a Nuestro Señor, que le dé el agua que atesoró en los cántaros que el mundo y esa Iglesia prefirieron arrojar por la borda mientras danzaban embriagados en la cubierta de un buque que ha comenzado ya a naufragar.
[Hacía referencia más arriba a los curas fieles que son muchos más de lo creemos. Algunos, abandonados por sus obispos, viven de la caridad de los fieles y administran los sacramentos en sus casas; otros, obligados por las circunstancias, celebran habitualmente la liturgia de Pablo VI y, cuando pueden, la tradicional, aunque la añoran y sufren por la pérdida. Son perseguidos por sus obispos, pero son también nuestra responsabilidad. No nos olvidemos de ellos; seamos cercanos, de todos los modos posible: con la amistad, con el amparo, con el entusiasmo, con el refugio, con la defensa, con el dinero cuando sea necesario (y lo es muchas veces). Sin ellos, se acaba la liturgia tradicional. Cuidemos a los pocos pastores que nos quedan. Se nos pedirá cuenta de eso].