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I. Realidad y mito del Concilio Vaticano II

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Parte primera: La superstición vaticana 

Realidad y mito del Concilio Vaticano II


por Eck


Un espíritu para gobernarlos a todos. Un espíritu para encontrarlos,
un espíritu para atraerlos a todos y atarlos en las Tinieblas

El Concilio Único


Introducción general

Un fantasma recorre la Iglesia: el fantasma del Concilio. Todas las fuerzas de la vieja Iglesia se han unido en santa cruzada a favor de ese fantasma: el Papa y la Curia, el progresismo y el oficialismo, los radicales liturgistas y los polizontes sinodales. ¿Qué parte de la Iglesia no ha sido motejada de anticonciliar por sus adversarios en el poder? ¿Qué parte de la Iglesia, a su vez, no ha lanzado, tanto a los representantes de los progresismos más avanzados, como a sus enemigos reaccionarios, el epíteto zahiriente de anticonciliar? De este hecho resulta una doble enseñanza: Que el anticonciliarismo está ya reconocido tácitamente como una fuerza por todas las potencias de Iglesia. 

Que ya es hora de que los anticonciliaristas expongan al mundo entero sus ideas, sus fines y sus razones; que opongan a la leyenda del fantasma del Concilio un manifiesto de la verdad de la Fe por el cual venga la luz y los fantasmas vuelvan a las tumbas que no debieron abandonar. 


El espíritu del Concilio

Este fantasma del Concilio en una superstición muy enraizada en el humus histórico de los últimos siglos que ha afectado de lleno a toda la Iglesia con la excepción de una facción minoritaria del progresismo, degeneración degeneradísima del modernismo, que la está usando para sus fines mundanistas, ora utilizándola como escudo frente a sus adversarios y como disfraz con el que pasan sus venenos de matute, ora como forma de control de opiniones y creencias y de control eclesial. Todos los demás han caído en la trampa del Vaticano II pues le atribuyen poderes y cualidades más allá de los pocos que realmente tiene: un espectro, un fantasma, un coco, una aparición, una iluminación, una visión; en definitiva, un embeleco que nos asusta y fascina por vivir entre nieblas y oscuridades porque a la luz de la fe y la razón se disuelve en la nada.

La superstición vaticana, fe desmedida o valoración excesiva de sus documentos, ha afectado a todos pero no de la misma forma. Como el Anillo Único ata los demás anillos de la Tierra Media, así el Espectro del Concilio ata a las distintas partes de la Iglesia, a unos con una tentación determinada, a otros con otra y a todos con su creencia fenomenal de su grandeza, buenísima o malísima, y su aceptación o rechazo porque tiene la virtud, esta sí real, de mostrar a cada uno sus flaquezas convertidas en deseos, sus debilidades en miedos.

La mayoría del progresismo la acogió como el 1789 de la Iglesia, entre locos deseos misticistas, fumadas esperanzas milenaristas y absurdos joaquinistas mientras que el tradicionalismo lo vio como todo lo contrario, monstruo apocalíptico y satánico, cuando el Diablo es mucho más fino, soberbio y malvado de lo que piensan para usar semejante porquería para su gran traca final aunque no le amaga el dulce de fastidiar de lo lindo a la Iglesia... El problema del progresismo es que su triunfo es su muerte como ya se está viendo ya que es una pura contradicción: ¿puede existir una Iglesia de incrédulos o una monarquía absoluta formada por republicanos? No, y esa es la tragedia interna de tanto alto clero, sus medidas minan la fuente de su poder pero, como en la fábula del escorpión y la rana en el río, es su naturaleza que sigan caminando hacia el abismo.

Los ultramontanistas, reconvertidos en oficialistas de la estricta obediencia, lo ven como sus pontífices les dijeron que había que verlo: la preparación y hoja de ruta de la Iglesia del Tercer Milenio patéticamente adveniente, de la que ellos son los representantes y legitimos primogénitos, y cuyos problemas de implementación proceden de los dos grupos anteriores, con la salvedad de que los progresistas, más cercanos a ellos en el fondo, están errados por sus prisas y utopismos, y que los otros, verdaderos enemigos por su apego al pasado, por ser infieles en el fondo a su único tesoro, a su único amor, a su único ídolo, a su único dios: la Santa Sede y su temporal ocupante.

Y a los tradicionalista les liga con la superstición farisea de que toda la culpa de la hecatombe procede del Concilio y de sus enemigos modernistas. Así pueden exclamar como Pilatos:“Yo soy inocente de la sangre de este justo. Vosotros veréis” (Mt. XVII, 24) mientras se lavan las manos del desastre para seguir adorando y defendiendo a sus idolillos más queridos: la iglesia ultramontana del siglo XIX. Paradójico, combaten a la hija con la madre que la parió y ponen como solución de las consecuencias a las causas que dieron lugar a lo que combaten. Sin saberlo, dependen del Concilio tanto como los demás y están atados a él con fuerte vínculo. Excusa y justificación de su fariseismo ¿Qué harían sin el Concilio, a quien mirarían, a quien echarían la culpa de una tragedia durante varios siglos incubada? A nadie.



La fabricación del anillo en el Monte Moria, sito en Utopia

Sauron lo forjó en Orodruin en la Tierra de la Opinión

El Neo-Silmarillion

Para comprender como se forjó el mito de estos textos debemos remontarnos a su origen: las circunstancias del Concilio. Dice un refrán español que a perro flaco, todo son pulgas. Lo mismo podríamos decir de la época en que se reunieron los padres conciliares bajo las naves de S. Pedro. La Iglesia venía del progresivo fracaso de la fórmula ultramontana inaugurada por el beato Pío IX. Solución de emergencia tras los huracanes y tormentas de la Revolución Francesa que barrieron la Iglesia hasta dejarla destrozada, permitió sortear el escollo pero se alargó en demasía y creó además nuevos y graves problemas. Enflaqueció la Iglesia hasta ser un saco de huesos por haber sido chupadas todas sus fuerzas vitales por ese vampiro del Vaticano. 

Por fin se había convocado un Concilio y en unos primaverales tiempos, todo era optimismo floreciente y buenas energías. Se iba a renovar la Iglesia de su cabeza a sus miembros, a derribar muros y murallas, a convertirla en un Asram cristiano entre nubes de incienso, a llevar el amor crístico al hippy modo por el todo el orbe conocido para al final cantar una voce el cumbayá de “juntos como hermanos” en medio de un mundo superfeliz de anuncio de Coca Cola. Para los aguafiestas era el ataque final de las hordas orquianas del modernismo, la antesala de la Dagor-Dagorath, la separación del trigo y la cizaña con ellos entre los puros cayendo gloriosamente como Thor en el Ragnarok ante la Roma apóstata, retrotraída a los tiempos de Nerón y Diocleciano pero con un tipo vestido de blanco en vez de los Césares y cardenales en vez de senadores.

En ambos la utopía fuera del tiempo, o el paraíso o el infierno en la tierra, pero esos textos y esa reunión no daban para tanto. Sin embargo, la Opinión obró el milagro: se forjó el Concilio único, el tambor que marca el son a todos con su retumbar en su danza frenopática en torno a él mientras ululan alucinados sus mantras entre la rabia y el delirio baboseando mantras surrealistas. Una idolatría pura, un nuevo Baal al cual se sacrifican almas entre el sonido de las trompetas de la modernidad, una máscara de soberbia y vanidad en medio de una sociedad veneciana decrépita, un trozo de papel que ni ve ni oye ni puede traer la salvación con su adopción o repudio. Sólo la indiferencia y el ninguneo lo puede matar.

Sin embargo, no se quiere aceptar esto por muchos motivos y confirma lo que decía agudamente Epicteto, los hombres se ven perturbados no por las cosas, sino por las opiniones sobre las cosas (Manual, Cp. V). Sigue el sabio estoico con otra frase sobre el temor a la muerte que puede ir como anillo al dedo a nuestro tema: la opinión sobre la muerte, la de que es algo terrible, eso es lo terrible. Lo terrible y que gran daño nos ha hecho son las creencias y su correlato en acciones a las que han desembocado, no los mismos textos conciliares. Su loca superstición, sea progresista, oficialista o tradicionalista, el bien llamado “espiritu del Concilio”, forjado durante décadas por todos, es lo que nos atrae a todos a las Tinieblas y, éste sí, producto del Demonio es lo que nos está perdiendo.



Veritas liberabit vos

Menos para los incrédulos del Vaticano II, ninguna de las locas esperanzas se han confirmado. Ni iglesia utópica y espiritualista a la escucha del kairós, que suele ser la última antigualla a la moda; ni iglesia del Tercer Milenio conquistadora del Mundo o Gran Ramera de él; ni iglesia apocalíptica con su Falso Profeta francisquita. Lo que tenemos es la iglesia en el pantano, donde han confluido los lodos de muchas décadas, moran todas las sabandijas y chapotean los errores de muchas generaciones. Paso a paso hemos andado por el cenagal hasta quedar atrapados en él, eslabón a eslabón nos hemos forjado las cadenas y grilletes que nos encarcelan. El culmen fue ese Concilio, fracaso tan absoluto, ridículo y total que debe hacernos replantear muchos temas e ir a la raíz de los problemas con la experiencia de todos estos siglos, con sus aciertos y errores. Sólo la Verdad hará libre a la Iglesia y a todos nosotros si somos valientes de reconocerla y acogerla con humildad.

Comprender que el verdadero poder del Concilio no está ni en él ni en sus textos sino en la creencia supersticiosa conciliar, es la clave para liberarnos de su poder de fascinación y de perdición. Si no lo hacemos, seguiremos encadenados y sin esperanza de futuro, dormidos en una pesadilla en vez de despertarnos a la realidad. Decía el filósofo Ortega y Gasset a los argentinos: !Argentinos, a las cosas, a las cosas¡, es mucho más justo y correcto decir: !Catolicos, a las verdades, a las verdades¡ A la verdad fundamentada con la razón y el corazón de Cristo y su Iglesia sin engolfarnos en bobadas ni futuristas ni pasadistas ni vaticanosegundistas, sea para alabar ni condenar. ¿Dónde está la investigación amorosa y abismal de la Verdad y los misterios de la Fe?¿Dónde están las obras de arte que muestre nuevas bellezas de Dios y su Creación, de la profundidad y luchas del corazón humano?¿Dónde están las nuevas formas de Caridad para llevar el fuego divino a los desgraciados y combatir al Malo? ¿Dónde están los continuadores y emuladores de la Tradición, los nuevos S. Agustín, Basilio, Tomás de Aquino, Dante, Cervantes, Calderón, Castellani, Newman, Chestertón, etc.? ¿Dónde está un culto y rito que nos transporte al paraíso como los orientales o que nos muestre el infinito amor de Cristo en la cruz como las del P. Pio? Nadie nos puede impedir estas cosas sino nosotros mismos y nuestras supersticiones. No sobre si son galgos o podencos, tonterías o herejías del Concilio y los magisterios posteriores los que nos debe preocupar, sino de esto para dar vida y darla en abundancia a este mundo desértico.


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