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Por qué la liturgia

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Con cierta frecuencia, aparecen comentarios en este blog aconsejando, de modo a veces un tanto destemplando, que nos dejemos de hurgar en las cuestiones litúrgicas —que si novus ordo no, que si misa tradicional sí— en momentos en que estamos asistiendo al derrumbe de buena parte de la Iglesia. El detalle de la liturgia no puede llevarse la atención y las energías que deberían estar orientadas en defender la fe contra los herejes alemanes o belgas. 

En mi opinión, sin embargo, la batalla por la liturgia es la batalla prioritaria. La Iglesia no es un club al que, para ingresar, es necesario adherir a un ideario que se encuentra contenido en el Denzinger. Nuestra fe cristiana y nuestra pertenencia a la Iglesia consiste, sobre todo, en la vida de Cristo que, en nosotros, anima el Espíritu Santo a través de los medios con los que la gracia llega a nuestros corazones. Y en esta economía, la liturgia no es uno más de los diversos temas espirituales. Es el hecho central de la vida cristiana , la expresión suprema de la vida en Dios. El propósito de la Revelación salvadora de Dios es hacer al hombre capaz de la vida de Dios, y la liturgia es el campo privilegiado de este encuentro. Es el lugar de la teofanía donde el hombre es introducido en la vida divina al participar en el misterio de la Redención. Este elemento patrístico de la vida cristiana como primariamente sacramental, como un encuentro salvador con Cristo glorificado, por la participación en el misterio de Cristo que es la liturgia, es algo propio de nuestra religión. 

Con el paso de los siglos, la liturgia latina comenzó a acentuar el aspecto expiratorio de la Santa Misa. Y estamos habituados a escuchar que ella es la renovación incruenta del sacrificio redentor de la Cruz y a centrar en el aspecto sacrificial su elemento esencial. Una visión jurídica, y tan romana, del misterio: Cristo que paga por nosotros, al precio de su sangre, la deuda contraída por nuestros primeros padres. Está fuera de discusión, por cierto, la verdad de este hecho y que se trata es uno de los principios fundamentales de la Santa Misa; sin embargo, no es el único. Y el peligro es que por centrarnos tantos en él, terminemos descuidando al resto. 

San Germán de Constantinopla escribía que aún la misa celebrada “en un humilde templo parroquial es el cielo en la tierra, el lugar donde el Dios de los cielos habita y se mueve”; donde el hombre puede “estar apartado de toda preocupación terrena”, a fin de “dar la bienvenida al Rey del universo”. Es el santuario celeste “donde hombres y mujeres, según su capacidad y deseo, son adentrados en el acto cultual del cosmos redimido; donde los dogmas no son abstracciones infecundas, sino himnos de oración exultante”. 

La liturgia no es solamente la compasión amorosa por el Mediador que sufre y expía nuestros pecados en la cruz, sino también la adoración que glorifica al Dominador celeste de todas las cosas en la renovación de su triunfo sobre la muerte. La liturgia eucarística es sin duda la renovación dolorosa aunque incruenta de un acontecimiento histórico, pero no sólo debemos considerar esa perspectiva, sino en la renovación triunfante y gloriosa de los que sucede hic et nunc, aquí y ahora. No es sólo la inmolación en la Cruz y una comunión sacramental con la víctima inmolada , sino también un homenaje al Cordero victorioso y una recepción de sus “sagrados y celestiales dones”.

En el himno de los querubines de la liturgia bizantina propio del ingreso de los dones que serán convertidos en el Cuerpo y Sangre del Señor, los fieles cantan: “Permítenos a nosotros que representamos a los querubines y cantamos el himno tres veces santo a la Trinidad que da la vida, aparta de nosotros ahora todo preocupación terrenal, de tal manera que podamos dar la bienvenida al Rey de todas las cosas que viene escoltado por ejércitos invisibles de ángeles. ¡Alleluia, alleluia, alleluia!

Este aspecto en la participación de la liturgia celestial no es una evasión sentimental hacia lo irreal, sino una confesión de fe en lo que es lo más real, nuestra vida en Cristo. Y el acento en la consumación de nuestra transfiguración después de la muerte confiere un sentido de triunfo a nuestra fe, que comienza este proceso durante la vida.

La liturgia, además, con sus permanente juegos sensoriales —luces, cantos, inciensos [cf. el excelente libro de Eric Palazzo, Les cinq sens au Moyen Âge, Cerf: París, 2016]— nos permite recordar de un modo más fácil, más humano y más tangible, que la vida del espíritu es una iluminación proveniente de la luz divina; ver a Dios por medio de esta luz es vivir en Él. El simbolismo de la luz que, en la liturgia latina aparece con mayor claridad en los oficios de Semana Santa, y en la liturgia bizantina en los oficios cotidianos, evoca en los fieles una nostalgia por la visión divina que les es permitido vislumbrar simbólicamente aquí en la tierra. Como canta la liturgia de San Juan Crisóstomo luego de la comunión: “Hemos visto la luz verdadera, hemos recibido el espíritu del cielo, hemos encontrado la verdadera fe, al venerad a la indivisa Trinidad que nos ha salvado”. 

Todos los grupos humanos, aún los más elementales, necesitan rituales. Cualquier club de fútbol de provincia tiene sus cánticos, sus colores, sus cábalas, etc.; los jueces tienen, en muchos países, sus atavíos especiales cuando imparten justicia y también los tienen las fuerzas armadas, además de un complejo ceremonial. Los católicos, como grupo social, también tenemos una liturgia que ¿nos une?, pero la diferencia esencial con los otros casos es, como diría Tolkien, que lo que la nuestra simboliza y hace presente, es verdadero. 



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