Se publicó en Francia en enero de este año el libro Histoire des traditionalistes del historiador Yves Chiron (Paris: Talladier, 2022; 639 pp.). Se trata de un autor conocido, sobre todo por sus biografías, y que posee dos características que vale la pena destacar: es un historiador de profesión y conoce su oficio, y es católico tradicionalista. Ambos atributos conducen a que el suyo sea un libro de fiar: está escrito por un científico que documenta cada una de sus afirmaciones, y no es un “enemigo” de la causa tradicional sino que es parte de ella.
El libro, sin embargo, no ha gustado en los ambientes tradicionalistas. El distrito de Francia de la FSSPX ha enviado a sus fieles una nota en la que les pide apartarse del libro y no leerlo porque los confundirá, y conozco a varios amigos tradicionalistas Ecclesia Dei—por denominarlos de alguna manera—, que están furiosos con Chiron. La verdad no siempre gusta, y mucho menos cuando se muestran hechos que desmienten el relato.
Consta de quince capítulos, una conclusión y un extenso apéndice biográfico de los personajes más importantes de la Tradición. Hay que señalar también un límite que tiene libro, y es que prácticamente se limita a la historia de los tradicionalistas de Francia, con algunas pocas y breves menciones a los casos de Estados Unidos, Brasil o Argentina. Es verdad que Francia fue y sigue siendo la nación líder indiscutible en la defensa de la Tradición, pero también es verdad que el movimiento tradicionalista no es exclusivamente francés.
Aquí van mis impresiones del libro:
1. Yves Chiron comienza haciendo una aclaración muy importante y que prueba documentalmente, que echa por tierra muchos análisis que se hicieron y aún se hacen, y que parten de una asimilación del tradicionalismo religioso con el tradicionalismo político. Concretamente, el autor afirma que los tradicionalistas que luego del Vaticano II se levantaron en defensa de la liturgia de siempre no tenían vinculación alguna con la Acción Francesa y con el maurrasianismo. Ciertamente, había un buen número de personas que militaban en ambos movimientos, pero uno no implicaba necesariamente al otro. Y documenta cómo el personaje más conocido del tradicionalismo católico, Mons. Marcel Lefebvre, no tuvo ninguna relación ni incluso simpatía por Maurras y su movimiento.
2. El autor describe muy bien el clima de desconcierto que se generó en la Iglesia a partir del Vaticano II y, sobre todo, cuando comenzaron a implementarse las reformas de la misa. La confusión y el desconcierto entre los sacerdotes y los fieles era enorme, y eso explica muchas cosas. Y me provoca la reflexión acerca de qué hubiéramos hecho yo o mis amigos en esas mismas circunstancias. Probablemente algo peor de lo que hicieron quienes debieron hacerse cargo de esa tarea.
3. El libro muestra las grandezas y los límites de muchos de los líderes que se destacaron en ese par de décadas. Además de la figura indiscutible de Mons. Lefebvre, sacerdotes como el P. Michel André —que estuvo varios años en la parroquia argentina de Monte Comán (Mendoza)— o el P. Louis Coache, o laicos como Jean Madiran o Pierre Lemaire, que entregaron su vida a la defensa de la fe católica, a pesar de todos los sinsabores y ataques que recibieron de la misma jerarquía. Por otro lado, se documentan las derivas de otros que atravesaron en poco tiempo estadios sedevacantistas, lefebvristas y acuerdistas; una actitud que aunque ahora nos parezca extraña, se entiende en el contexto de confusión en el que se vivía. Y, finalmente, las extravagancias de otros, como El P. Guérard de Lauriers o el abbé de Nantes, que tanto daño hicieron.
4. Aparecen también los errores que tuvo la reacción tradicionalista. En primer lugar, la ausencia de un comando unificado. Es verdad que hubiera sido muy difícil o imposible lograrlo, pero el resultado fueron iniciativas sueltas, más o menos organizadas y más o menos discoordinadas; una suerte de guerra de guerrillas que obtuvo muy pocas victorias.
5. Es notable también lo inadecuado de las armas que se utilizaron para la defensa de la Tradición. Se prefirieron las proclamas, los discursos engolados y las “marchas sobre Roma” para pedir la destitución o el proceso de Pablo VI o de Juan Pablo II, o la abrogación del Novus Ordo, algo propiamente disparatado, en vez de optar por debatir con argumentos seriamente fundados y discusiones con la Santa Sede encabezadas por teólogos capaces y formados.
6. Es que, precisamente, queda claro que los tradicionalistas carecían de cuadros capacitados para la lucha que emprendieron. En el terreno litúrgico, por ejemplo, no había liturgistas formados científicamente en esa disciplina que hubieran estado a la altura de discutir con los autores de la reforma de Pablo VI. Los estudios serios de liturgia que comenzaran en varias universidades europeas a partir de los años ’20, fueron terreno en el que abrevó el progresismo. Los tradicionalistas habían conservado la liturgia como un tesoro recibido, que celebraban más o menos bien, con más o menos devoción, pero no había sido para ellos un objeto de estudio, más allá, en el mejor de los casos, de un interés por las rúbricas. Y algo análogo ocurrió en el ámbito teológico. No había teólogos formados en universidades serias —las universidades romanas no lo eran y no lo son—, y lo cierto es que un profesor de seminario, por más católico y piadoso que fuera, no podían sostener una discusión con el cardenal Seper y los suyos, oponiendo como argumento referencias al magisterio de Papas de siglo XIX y de la primera mitad del XX, o consignas neoescolásticas que poco decían a las nuevas ideas. Y los teólogos que habrían podido ser una oposición seria e irrefutable a la teología manipulada del Concilio, se apartaron cuidadosa y comprensiblemente del movimiento tradicionalistas cuando vieron la deriva incontrolable y estrafalaria que tomaba.
7. Al finalizar la lectura del libro, me ha quedado una cuasi certeza: si las cosas se hubieran hecho de otro modo, si la reacción tradicionalista hubiese actuado de un modo más orgánico y empleando medios sensatos de negociación, el motu proprio Summorum Pontificum de Benedicto XVI lo podríamos haber tenido durante el pontificado de Pablo VI, y la Iglesia y nosotros mismos nos habríamos ahorrado muchos sufrimientos y sinsabores. Y no es una fantasía. Algo por el estilo consiguió el cardenal Heenan para Inglaterra en 1971.
8. Una coda: los católicos cercanos a la Tradición, o al menos en mi caso, tomamos como un hecho dado e indiscutible la maldad de la declaración Dignitatis humanae del Vaticano II sobre la libertad religiosa. Y este documento, y su heterodoxia, fue y es uno de los caballitos de batalla más notorios del movimiento tradicional y en varias ocasiones impidió arreglos con Roma. Sin embargo, es muy llamativo que dos estudios serios, uno realizado por los “dominicos” de San Vicente Ferrer de Chémeré y el otro por dom Basil Valuet, del monasterio del Barroux, y que han dado fruto a tesis doctorales y libros difícilmente rebatibles (por ej. Le droit à la liberté religieuse dans la tradition de l’Eglise), muestran que Dignitatis humanae está en total acuerdo con la doctrina tradicional de la Iglesia. Y vale destacar que los autores provienen precisamente de comunidades religiosas sobre las que no puede pesar la más mínima sospecha de progresismo o de simpatías conciliares. Desconozco si hay estudios del mismo tenor y calidad que se haya publicado a fin de refutarlos.