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Elogio del fracaso (el problema de Dios)

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por Jack Tollers


Estimado Wanderer, ya sé, ya sé que Dios no puede tener problemas, en ningún sentido, bajo ningún aspecto, de ninguna manera. Pero, en fin, esto para los que quieran y puedan entender.   


¿Cuál sería el “problema” de un Dios que no tiene problemas? Se los diré rápidamente: nosotros somos “su” problema, porque nos quiere y “se hace problema” por nosotros, no vayan a creer, como cualquier buen padre por sus hijos. Pero aquí me quiero referir específicamente, a uno de los problemas de Dios con nosotros: y es que con muchísimo gusto nos daría lo que nosotros le pedimos. Pero no puede o no quiere, como señala San Agustín, porque no sabemos pedir lo que nos conviene (Rom. VIII:26), o porque no nos conviene en este momento o porque nos conviene otra cosa. Y por eso Santa Teresa dice que hay que pensar bien qué pide uno, no vaya a ser que se nos conceda y… ¡arripoa!, sea para peor.

Ahora, si nos adherimos al Evangelio vemos que a Jesucristo se le pide más que nada cosas relativas a la salud, curar cegueras, parálisis, hemorragias… muertes. Y muy a menudo Él se aviene y hace ver a los ciegos, andar a los paralíticos y resucitar a los muertos. También está lo que la gente no pide (porque es buena gente y discreta) pero que necesita: pan, por ejemplo. Y Jesucristo condesciende y multiplica la comida. Pero, si a mano viene, incluso concede disparates, como caminar sobre las aguas.

Y uno tiene experiencia de eso: de un Dios que se ocupa de nuestras necesidades materiales, que te regala una casa (¡si lo sabré yo!), a veces un buen trabajo (¡si lo sabré yo!) e incluso unas buenas vacaciones (¡eso nunca!), no diré que no. Pero, que yo sepa, nunca (o casi nunca) te da plata, por mucho que reces, supliques y pidas, incluso para otros que la pueden andar necesitando y mucho. Por lo general, plata no (será que no nos conviene, che, por mucho que pensemos otra cosa). Y si a Pedro le dio una moneda milagrosamente obtenida… ¡fue sólo para pagar impuestos!  

Pero aquí me quiero detener en cosas buenas para pedir, como cuando a Dios le pedimos cosas excelentes, espirituales, buenas para nosotros, para los demás, para la sociedad: no sé, un poco más de paciencia, por ejemplo (claro que para eso hay que pedir paciencia antes, paciencia para pedir paciencia, no sé si me siguen), espíritu alegre, generosidad con el tiempo de uno, don de gentes, pedir el ser agradecido, pedir espíritu celebratorio de las cosas buenas (que son tantas), espíritu hospitalario, pedir por el bien de los hijos (que sean buenos), pureza de corazón, confianza en la providencia o humildad (una virtud tan difícil de adquirir, dice Chesterton, que el que piensa haberla obtenido, acaba de perderla). A veces podemos pedir cosas pequeñísimas (y tan importantes) como ser corteses, atentos, receptivos (y este asunto que dice Tolkien de los hobbits de su pasión por los regalos, que se complacían en hacer regalos y resultar regalados, me ha dado que pensar mucho, muchísimo también). Qué sé yo, pedir el aprender a jugar con los nietos (Pieper decía que la astrofísica es juego de niños, comparado con los juegos de niños), soportar a los pelmazos, visitar a los enfermos, alegrarse con la alegría de los chicos, cantar en la mesa, hacer buenas bromas, divertir a los compañeros de trabajo… 

Pero muchas, muchísimas veces (quizás las más de las veces) Dios no concede los bienes que uno pide, se niega rotundamente, por excelentes que sean (y a veces en eso hay un gran misterio: pienso en Chesterton y Frances, por ejemplo, cómo habrán pedido tener hijos y no hubo caso, cómo no habrán sufrido por eso, aunque ahora sus “hijos” se cuentan por millares).

Pero aquí quiero formular sencillamente la cuestión a tratar: por qué las más de las veces Dios no nos concede lo que le pedimos, por bueno y oportuno que sea. Pongamos, por caso: la santidad. Quiero ser santo (como Él dice que debemos ser… tan santos como Él). ¿Y? ¡Nada! Ni parecido, che. (Más sobre esto, al final del post).

El problema de Dios reside en nuestra vanidad, tan raigal, tan enraizada en nuestras almas, como enervando  nuestros corazones. El problema de Dios es que si nos concede lo que le pedimos, nos la vamos a creer, nos vamos a envanecer, la jactancia nos va a ahogar, la presunción nos va a doblegar: casi inevitablemente nos convertiremos en más fatuos, pomposos y altaneros de lo que ya somos. Seremos peores de lo que ahora somos (lo cual es bastante decir), seremos más engreídos que nunca. Como lo dice Castellani en el post de hace unos días: ¡se saborea la victoria! (¡Ahora soy humilde, qué se han creído ustedes, je!).

Si me han acompañado hasta aquí y han entendido cuál es el “problema” de un Dios que nos quiere dar lo que nosotros queremos obtener, quizá estemos listos para formularlo con más precisión: Dios no nos dará los que le pedimos, por excelente que sea, hasta que se convenza plenamente de que nosotros estamos perfectamente convencidos de que es im-po-si-ble obtener eso que pedimos por las nuestras, con la fuerza de nuestra voluntad. De manera tal que cuando (y si acaso) nos concede algo, antes tiene que estar seguro de que nosotros estamos perfectament persuadidos de que eso es pura gracia, puro don y que si hubo parte nuestra en eso, sólo fue el mendigarlo (y que el mendigarlo fue pura gracia también). 


Así que, ¡oh felicidad!, en algunos casos Dios nos regala un gran don porque sabe que nosotros sabemos, sin la menor duda, que si llegamos a poseer esa virtud, no será por mérito nuestro sino que fue un regalo del Padre de las Luces de quien desciende todo don celeste. Y que entonces podemos rezar también (y tan bien) como nuestros mayores: Non nobis, Domine, non nobis, sed nomini tuo da gloriam.

Pero se me alarga este post y todavía no llegué a la médula de lo que quiero decir: y es que hay una sola manera de convencernos, persuadirnos, asegurarnos completamente de que así como para Dios no hay nada imposible, es imposible granjearnos, obtener los bienes que pedimos por las nuestras, ex voluntate viri.

Y así es el negocio: si Dios se convence de que estamos convencidos de que es imposible obtener lo que le pedimos por las nuestras, nos lo otorgará buenamente, no tengan ustedes dudas. 

Pues aquí la cuestión central: ¿cómo alcanzar esa persuasión perfecta, ese convencimiento pleno y genuino de que “sin Mí nada podéis hacer”, que decía Nuestro Señor?

Respuesta: hay una sola manera (y para esto se nos dio la voluntad) que consiste en esforzarse con toda el alma, intentarlo con una obstinación loca, insistiendo con tenacidad perfecta… para fracasar una y otra vez. No se puede fracasar si no se empeña uno. 

Y cuanto más grande el empeño, mayor será el fracaso. Bendito fracaso.

¿Hasta cuándo? Hasta que Dios se convenza de que nosotros estamos convencidos de que “no podemos nada en nada” como decía Teresa la Grande. 

Aquí la clave, aquí la explicación de la frase críptica de su hija, Santa Teresita, en su lecho de muerte: “Yo tampoco puedo ser santa; pero hagan como yo: un gran esfuerzo”.


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