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Bajo el tilo de don Gabino

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Estad alegres, gozad todos; mirad que viene el Señor: Él trae el desquite y os recompensará.

Breviario Romano, antífona del primer nocturno del oficio de Maitines


Ya se ha disipado el antiguo error; tú nos conservarás la paz; la paz, ya que en ti tenemos puesta nuestra esperanza.

Isaías 26, 3.



Bajo un tilo coposo repleto de flores se había reunido don Gabino con algunos pocos amigos luego de un largo tiempo de ausencias. Silícides se había casado y estaba ansioso por arrullar a su niño; Mr. Pale había abierto un boliche; a otros, el confinamiento al que había sido sometido San Etelberto los había arruinado y pasaban sus noches ideando negocios imposibles y ensarzados en angustias y ansiedades, y otros se avergonzaban de pasearse embozados por las calles de su pueblo y preferían permanecer en la estrecha libertad de sus casas.

La tarde estaba cayendo y ya se sentían los primeros resuello del aire fresco que bajaba de las montañas. 

Había preparado para la reunión los ingredientes para su clásico gintonic del verano. Esta vez utilizaría gin “Heredero”, hecho en la mesopotamia argentina que, además del enebro y otras hierbas, tenía mandarinas. Sobre la pequeña mesa estaba, además, una buena provisión de pequeñas botellas de tónica “Britvic”, fáciles de conseguir ahora en el país, una hielera colmada y varias rodajas de limón en un pequeño plato azul.

Sabía don Gabino que sus amigos vendrían agobiados por el tedio de las constantes derrotas que día a día se amontonaban en el mundo que les había tocado en suerte.

—El aborto obtiene la media sanción legislativa en Argentina y se aprobará antes de fin de año y España aprobará la semana próxima la eutanasia— dijo Bulgarav con un tono más cansino aún que el acostumbrado— ¿Dónde quedó la Hispanidad?

—Ilusiones— respondió Pablo Paz mientras agitaba su gintonic con una larga cucharilla metálica—. Hace tiempo que todo eso desapareció. El problema es que nunca nos quisimos anoticiar del hecho y me pregunto sin más no valdría entregarnos al duelo por lo perdido.

—¿Duelo? Jamás; la lucha no se abandona— retrucó Alvear con ímpetu. 

Todos los miraron con una sonrisa apenas disimulada. La memoria, que suele ser terca y malvada, no les permitía olvidar la peregrinación montañesa que habían realizado por las altas lomas de La Carrera. 

—Me pregunto—terció el Poeta— si ambas actitudes no pueden ser compatibles.

—No solo compatibles sino también necesarias— dijo don Gabino—. Es ese el único modo de no caer en la desesperación. 

—No sé si la desesperación, pero pareciera que la desesperanza es la única y última actitud que nos queda. Nuestra causa está perdida— dijo Paz. 

Y aclaró rápidamente:

—Hablo de las esperanzas inmanentes, por cierto. No hace falta aclarar que, entre cristianos, la esperanza está puesta del otro lado de las Montañas Grises.

El sol se estaba ocultando y sus rayos se distinguían con nitidez cuando atravesaban un cinturón de nubes azules y rosadas, festoneadas de blanco, que coronaban las montañas del horizonte.

—¿Es que alguna vez los cristianos lucharon por causas que no fueran perdidas?—. Era el Poeta, dado a formular preguntas inopinadas.

—Yo plantearía la cuestión de otra manera: ¿es qué realmente existen la causas perdidas? No, no existen porque tampoco existen las causas ganadas. En todo caso, existirán triunfos provisorios, breves y que se descascaran en pocas décadas.

—La solución entonces, según usted, es abandonar la lucha—, insistió Hernán Alvear apurando su tercer vaso de gintonic.

—No apresure su conclusión— siguió el viejo mientras agregaba más hielo a su bebida—. Militia est vita hominis super terram, dice el libro de Job. Ciertamente hay que luchar aunque sepamos que las nuestras son siempre causas perdidas. El problema surge si ponemos todos nuestros anhelos en el triunfo; lo más probable es que éste no ocurra y, si ocurre, será efímero.

—¿Quién lucha para no ganar?— intervino Bulgarov—. Hasta mi hijo Volodia lucha con su espada de madera para ganar.

—No es nuestro caso. Nosotros más bien peleamos para que algunas cosas continúen vivas y no con la expectativa de que alguna cosa vaya a triunfar. Nuestro reino no es de este mundo.

En los vasos quedaba ya apenas el agua de los últimos hielos derretidos. La noche había caído y la luz de la luna era incapaz de atravesar la fronda del tilo. Sólo se veían algunas luces mortecinas del salón de don Gabino que su doméstica había encendido. 

—En un mundo que corre inevitablemente hacia el suicidio, lo único que nos resta es esperar su colapso. ¿Es así?—, preguntó Paz.

—“Cuanto peor, mejor”, decía Chernyshevski a Lenin—, recordó Alvear.

—Y mientras tanto, redimamos el tiempo—, dijo el Poeta.

—Sí, creo que es lo único que está en nuestras manos hacer: redimir el tiempo, preservar viva la fe frente a los tiempos oscuros que nos rodean—, respondió don Gabino.

—¿Y después?

—No nos corresponde a nosotros hacer esa pregunta. Después quizás se acabe el tiempo para siempre, o bien nuestra derrota y desaliento sea no más que el prolegómeno de la victoria de nuestros sucesores, aun cuando aquel futuro triunfo sea también algo transitorio.

Fumando sus pipas, los cinco amigos quedaron un buen rato en silencio. El aroma del Latakia del Poeta se imponía y las volutas de humo blanco atenuaban aún más las luces del salón.

—Mire a su alrededor don Gabino. Apenas somos cinco, y afuera habrá un puñado más. Demasiado pocos para tal tarea.

—Por eso no se inquiete, don Paz. Mientras más importante es una cosa, el número de sus defensores importa menos. Se necesita un ejército para defender a una nación; pero basta un solo hombre par defender una idea. Las arquitrabes seculares pesan sobre espaldas solitarias.

Y así, solitarios, cada uno rumbeó para su casa, mientras don Gabino, fumando su última pipa, intentaba adivinar las estrellas por entre las hojas del tilo. 


(Algunas ideas y textos de esta historia han sido tomados de Thoughts After Lambeth de T.S. Elliot y de los Escolios de Nicolás Gómez Dávila).



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