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¿Nuevo Orden Mundial?

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Conservo el recuerdo, no se bien por qué, de una conferencia que el Dr. Carmelo Palumbo dictó en el invierno de 1990, en una de las últimas expresiones de la segunda etapa de los Cursos de Cultura Católica. Yo había ido con un grupo de amigos, todos jóvenes de poco más de veinte años, como correspondía a buenos católicos. El tema en discusión era la caída del comunismo, que se estaba resquebrajando en esos días, y el triunfo del mundo capitalista. Palumbo estaba desconcertado ante el inesperado momento que se vivía y recuerdo una de sus frases: “No sabemos qué nacerá como fruto de este extraño connubio entre liberalismo y marxismo”. Yo pensé en mi impenitente optimismo que el asunto estaba mal plateado pues no había tal matrimonio mostrenco. Simplemente, el comunismo estaba acabado, y a los viejos católicos les costaba aceptarlo puesto que se quedaban sin un enemigo para combatir. Treinta años después, debo decir que el Prof. Palumbo tenía razón: hubo una boda, aunque secreta, y el fruto abortivo de tal contubernio lo vemos hoy crecido y en pleno vigor. 


Mi planteo es el siguiente: el desarrollo tecnológico contemporáneo, en manos del mundo liberal, ha permitido que muchos de los objetivos primarios del stalinismo soviético se cumplan de un modo que ni el mismísimo Koba o Yagoda hubiesen siquiera imaginado. No me refiero al aspecto económico que aún siendo el más visible no es necesariamente el más importante. Me refiero al control minucioso de la población a fin de lograr la uniformidad de opinión, evitar las críticas y detracciones e identificar y castigar convenientemente a los disidentes.

En estos días estoy leyendo un grueso libro que rescaté hace mucho de la biblioteca de mi abuelo. Se llama Yo elegí la libertad y el autor es Viktor Kravchenko. Es una edición de 1947 que traducía la versión americana de poco tiempo antes y que fue un best-seller mundial. Son las memorias del autor, un convencido comunista ucraniano que llegó a ocupar puestos de importancia en la URSS durante el gobierno de Stalin y que finalmente desertó durante una misión en Estados Unidos. Más allá de la clara propaganda política que se esconde tras el libro, muestra de un modo descarnado la vida en el “mundo feliz” del marxismo. De entre muchísimos, selecciono algunos párrafos que me han hecho reflexionar:

“Lo archivos de los “Casos personales” contenían información sobre la vida privada de los estudiantes o los profesores, sus parientes, su pasado político. Guardaban asimismo y privando sobre lo demás, los informes y denuncias de los agentes secretos desplegados a través de todas las aulas y dormitorios, y de los informantes voluntarios que procedían en procura del favor de los círculos oficiales, o movidos por la envidia o el rencor.

[…] El Departamento Especial contaba con sus agentes secretos en todas las dependencias del Instituto y aún dentro de los núcleos del Partido, pero el Comité del Partido tenía sus propios informantes en esos núcleos y su identidad era desconocida para el Departamento Especial.

[…] Esta entrelazada pirámide de vigilancia alcanzaba la cima misma: el Comité Central del Partido, en Moscú, y finalmente al Politburó, encabezado por Stalin” (p. 115).

"En adelante, cualquiera que deseara abandonar una ciudad o región para establecerse en otra, tenía que aguardar primero la decisión del Comité de la Ciudad, sin cuya autorización no podría moverse. De modo que el Partido gobernante se convirtió en otra prisión, verdad que dotada de comodidades [...] pero lugar de confinamiento al fin" (p. 439).

“La libreta de trabajo resultó para todo obrero lo que el carnet del Partido fue para el comunista. Ya no podría dejar su puesto sin una anotación en el documento que le autorizara a hacerlo, y no podría conseguir otro empleo a menos que la libreta mostrase que había sido autorizado a abandonar el anterior. Además, registraba todas las reconvenciones o castigos que pudiera haber recibido el poseedor de la libreta… De este modo el trabajador quedaba condenado a arrastrar la carga de todo su pasado adondequiera que fuera; no podía ya alentar esperanzas de un comienzo nuevo en alguna otra ciudad o industria” (p. 447).


Huelga decir que toda esta información se volcaba en hojas y fichas, se almacenaba en grandes cartapacios y archivos, y debía ser leída y analizada por los funcionarios encargados, trasladándola de una ciudad a otra, separadas entre sí por miles de kilómetros.

Toda esta logística, que hacía imposible tener un control preciso y total de la enorme población de la URSS, ha sido hoy exitosamente superada. El Politburó de nuestro mundo, que no sabemos quiénes lo integran y dónde se reúne, tiene en tiempo real y a un click de distancia la información más completa sobre prácticamente cada uno de los seres humanos que pueblan el planeta. Y no necesita emplear cientos de miles de agentes secretos: nosotros mismo damos la información voluntaria y alegremente. Es cuestión de ver el documental El dilema de las redes sociales para caer en la cuenta. O si no queremos verlo, simplemente pongámonos a pensar en lo que sucede con Facebook, Instagram, Twiter, Linkedin o similares. Desde que las redes hicieron su aparición en el mundo, la gente ha experimentado una nueva concupiscencia: dar a conocer a la mayor cantidad de público posible sus actividades, emociones y sentimientos diarios. Van generando un registro de fotografías, opiniones, reacciones y gustos que los definen, que son almacenados en los grandes archivos globales, analizados por sofisticados algoritmos y puestos a disposición de quien quiera pagar por ellos. Si el Stalin del momento fuera Soros o Bill Gate, le bastaría con quererlo para conocer el perfil completo de cualquiera de nosotros, con una precisión y exactitud que no podemos siquiera imaginar.

Ya no es necesaria una “libreta de trabajo” física que se encargue de solidificar nuestro pasado. Ya nadie tiene derecho a la redención, al olvido de sus pecados o a un nuevo comienzo. El pasado de cada uno está perfectamente documentado en las redes sociales. Cualquier empleador, antes de consultar el curriculum vitae de un postulante a algún puesto de su empresa, lo primero que hará es consultar sus redes, y podrá enterarse de quiénes integran su familia y quiénes su grupo de amigo; si es deportista o no lo es; vegetariano u omnívoro; religioso o ateo; verde o celeste; heterosexual, homosexual o “no binario” y hasta qué lugares visita los fines de semana largos. Sabrá también si se enoja con facilidad, si tiene sentido del humor o tendencia al desánimo. En fin, el pasado está perfectamente documentado, con una precisión inimaginable hasta hace pocos años.

Con la excusa de una pandemia y del terror permanente de las cifras de nuevos casos de coronavirus, el mundo lleva ya casi un año de confinamiento en sus casas o en su propias ciudades. Es verdad que no se trata de cárceles húmedas y malolientes, pero son cárceles al fin. Podríamos pensar que optimismo que esto es algo pasajero. Puede que lo sea, pero no sabemos qué vendrá en su reemplazo. Klaus Schwab, fundador y actual director del Foro Económico Mundial, o Foro de Davos, en su libro Shaping the Future of the Fourth Industrial Revolution, después de analizar los avances tecnológicos presentes y futuros, hace la siguiente predicción: "... para cruzar las fronteras nacionales, [las autoridades] podrán pedir un detallado escáner cerebral a fin de valuar el riesgo que ese individuo presenta para la seguridad del país". Un católico tradicionalista, por ejemplo, bien podría ser considerado inseguro debido a que puede influir en otros y transmitirle sus ideas antidemocráticas.  

Esta realidad de la que apenas he pintado algunos trazos, indica una de las condiciones centrales para el establecimiento del famoso Nuevo Orden Mundial. Yo me pregunto, sin embargo, qué de nuevo tiene ese orden. Creo que se trata más bien de un viejo orden, renovado y rejuvenecido con satánica sutileza. Mucho me temo que estamos comenzando a vivir en una URSS global, en nuevos campos de concentración que albergan a millones de prisioneros y que cuentan, es verdad, con aire acondicionado y otras comodidades, pero que no dejan de estar alambrados con imperceptibles hilos de los que nadie puede escapar.



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