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La gravedad del decálogo

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Tengo en cola para publicar en el blog la última de las hipótesis sobre la misteriosa figura del papa Francisco, una excelente reseña de Jack Tollers sobre un libro de Mosebach sobre la liturgia, otra reseña mía sobre una película, un episodio de la vida de Don Gabino a quien tenemos casi olvidado y un comentario sobre la reflotación del caso Grassi y lo que, a mi entender, se podría venir para muchos obispos. Pero Bergoglio sorprende día a día, y mi temor es que, acostumbrados a las bergogliadas, ya no reparemos en la gravedad de las mismas. Me resisto a convertir a este blog en una página de críticas pontificias, pero la gravedad de la hora se impone.
Los “Diez consejos para ser felices” que aparecieron en los medios de prensa durante los últimos días es un caso que no puedo dejar de comentar. Más allá de la vacuidad y superficialidad de lo que dice, conseguida a fuerza del recurso a lugares comunísimos y a referencias propias de un mediocre libro de autoayuda (verbigracia, “Un pueblo que no cuida a sus ancianos no tiene futuro”; “El domingo es para la familia”; “Si faltan oportunidades, caen en la droga, y está muy alto el índice de suicidio de jóvenes sin trabajo”; “La dignidad te la da el llevar el pan a casa”; “La necesidad de hablar mal del otro indica una baja autoestima”, et alii), yo veo un problema de fondo que me asusta.
El decálogo fue expresado en la entrevista de setenta y siete minutos que le hiciera un periodista de la revista Viva del diario Clarín. No vamos a entrar en la conveniencia de que un Papa otorgue una entrevista a una revista de frivolidades e indecencias varias. La cosa es más profunda. Seguramente, el Santo Padre se sentó en su casa de Santa Marta con el periodistas argentino, mate de por medio, y estuvieron poco más de una hora hablando. Hacia el final, quizás el periodista le pidió algunos consejos para ser felices y el Pontífice se despachó con el decálogo de marras. No se trata, ciertamente, de un documento del Magisterio emitido oficialmente por la Santa Sede. Es poco más que una conversación grabada y luego publicada con anuencia del autor. Podemos decir que Francisco compuso su decálogo, no cual Moisés tonante en la cima del monte Sinaí, sino como rápida respuesta de casi lo que fue una conversación entre amigos. En otras palabras, los diez consejos para ser felices le salieron del corazón; habló ex abundantia cordis.
Y aquí está problema. El más elemental sentido común cristiano, el primer pensamiento que le sale a cualquier católico cuando le preguntan sobre la felicidad, es Dios. Para un cristiano, la felicidad consiste en la posesión de Dios; en su inhabitación en nuestras almas; en la gracia. No hay duda de que hay “felicidades” pasajeras y superficiales que resulta lícito buscar: los arenques de Santo Tomás de Aquino y los espárragos de San Juan de la Cruz. Para nosotros, será una velada en familia o con amigos, un whiskey, un buen libro, una pipa, etc. Pero el reflejo de cualquiera de nosotros al que le preguntaran qué hacer para ser feliz, sería una referencia primerísima y básica a Dios: viví en gracia, o nunca pierdas a Dios que vive en tu alma. Después viene el resto.
Se trata, por otro lado, de una cuestión de catecismo básico. Concretamente, de la primera pregunta: “¿Con qué fin fue creado el hombre? Para conocer, amar y servir a Dios en esta vida y gozarle en la eterna”. La felicidad o el gozo consisten en el conocimiento y en el amor de Dios. No niego, y el catecismo tampoco lo hace, las “pequeñas felicidades” que mencionamos más arriba –a las que podríamos agregar: “jugar con los hijos”, “vivir remansadamente” o “Compartir los domingos en familia”-, pero eso no basta; eso no es absolutamente nada comparado con la experiencia de la presencia de Dios en el alma y de su amor.
Por eso, me parece gravísimo que el Sucesor de Pedro, encargado de “confirmar a sus hermanos en la Fe”, proponga a los hombres consejos que no llegan siquiera a los talones de las máximas masónicas que José de San Martín dejó a su hija Merceditas. A ver si caemos en la cuenta de la gravedad de la cuestión: ¿cómo es posible que un Papa proponga un método para ser felices sin mencionar una sola vez – repito, ni una sola vez- a Dios?

Por otro lado, esto lo dijo el Papa a boca de jarro. Es más grave, me parece a mí, que si hubiese sido un texto pensado, porque es lo que le salió del corazón. Si “de la abundancia del corazón hablan los labios”, como dijo Nuestro Señor en el Evangelio, ¿qué lugar ocupa Dios en el corazón pontificio?

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