por un anónimo lector
Esto es mucho más sencillo como para recurrir a disquisiciones sobre la “conciencia”, “el derecho canónico”, “la conspiración anticristiana”, “la apostasía romana” y otras yerbas. Taussig no es un “impío”; ni siquiera creo que llegue a ser un “infame”; simplemente es un “enano”.
Concedo que el recurso a la “catástrofe inminente”, a la “persecución impía y malévola”, perfectamente pergeñada contra el “resto fiel” tiene ese toque de trágica grandiosidad que da un imaginario heroísmo. Sin embargo, creo que todo es mucho más prosaico: nos ahogamos en un mar de imbecilidad.
Esto suele ocurrir cuando se pone a gobernar a un zote que, en vez de mandar, debería estar obedeciendo. La desolación de la abominación que dice Castellani: que lo de abajo este arriba; que uno que no podría ni dirigir una verdulería termine gobernando una diócesis; el complejo del “comisario de pueblo”, que presume de lo que que carece y que nunca tendrá: autoridad. Basta el “sentido común” y conocer algo de la psicología de los hombres para comprender lo de San Rafael.
No basta ser de “buena doctrina” o “intelectual destacado”. El “buen gobierno” refiere al famoso “intelecto práctico” (tan denostado, a menudo, por la platónica “gente del palo” que preferiría vernos gobernados por “filósofos” o “santos”, sin ser ellos ni una ni otra cosa). Hasta el gordo Moyano hubiera manejado mejor esta situación: Huguito entiende mejor que muchos “intelectuales” nuestros la diferencia entre autoridad y mando.
Esto tampoco tiene que ver con el hecho de ser pre o post conciliar, como pretenden ahora algunos lefes, tratando de convencernos de que descubrieron la piedra filosofal en La Reja, a la vez que llevan agua al propio molino: resulta que la “frater” no solo asegura la “pureza doctrinal” sino que nos preserva de los malos “gobiernos eclesiásticos”. O dicho de otro modo: si volvemos a la “misa verdadera” nos libramos del mal gobierno. Así de simplista y necio es el planteamiento que subyace en algunos comentarios.
La autoridad no es una especie de segunda naturaleza que desciende del cielo sobre cabezas “de termo” (novusordistas, lefes, neocones o progres, da igual) y que, por medio del conjuro mágico del “nombramiento“, milagrosamente se vuelven “Jefes” (como creen muchos católicos y algunos “del palo” también). La autoridad desciende del cielo; sí, pero a modo de dones naturales. Lo bueno sería que ambos, dones-nombramiento, coincidieran. Cuando no es así, estas son las consecuencias: un enano de jardín pretendiendo fungir de “Duce-Pastor” al grito de “quién obedece no se equivoca”.
Es más fácil hacer de un hombre común, un buen cristiano que un buen jefe: en el primer caso es la Gracia la que obra el milagro, a pesar de nuestra colaboración; y Dios no niega la Gracia a nadie. Todos somos pontencialmente “santos”.
En el segundo caso, sólo se puede ser un “Duce” si Dios ha dado los dones y talentos necesarios; los mentores se limitan a moldearlos y los cofrades, reconocerlos (cosas ambas mejor aceptadas en una multinacional que en el mundo católico); pero esos dones, Dios los da a muy pocos y se los niega a la gran mayoría. Poquísimos son potencialmente “Conductores”.
Entre ambos extremos nos acomodamos los vulgares sublunares.
Pero los enanos suelen intentar impostar esos dones y talentos, trepando y usurpando cargos; una vez obtenidos, se ven forzados a mantener la ficción a cualquier precio. De este modo, se entra en un camino sin retorno y sin salida; solo la humildad de bajarse del pedestal e irse al fondo silbando bajito, puede salvar al enano del ridículo y a la comunidad, del desastre.
Evidentemente, es la hora de los enanos.