A todos nos resulta molesto cuando quieren hacernos pasar por tontos; cuando pretenden engatusarnos con discursos falaces, en los que se usan argumentos torcidos a fin de convencernos. Es decir, nos molesta que quieran hacernos pasar por tontos. Y es lo que me ocurrió cuando vi uno de los últimos vídeos que publicó Mons. Taussig sobre la situación que está ocurriendo en su diócesis que se agrava cada vez más.
Comprendo perfectamente al obispo cuando dice que está triste. No es para menos después del desaguisado que él mismo armó pretendiendo obligar a sus fieles a recibir la sagrada comunión exclusivamente en la mano y a los sacerdotes a distribuirla exclusivamente de ese modo. Fabricó un Trafalgar de lo que podría haber sido no más que una escaramuza. Como decíamos la semana pasada, se metió en un berenjenal del que no podrá salir y las cosas se le están yendo de la mano. Este domingo sufrió una segunda pueblada a las puertas del seminario diocesano, donde él se ha refugiado, en la que los fieles le suplican que les permita continuar con la tradición de la Iglesia y comulgar en la boca. En este video pueden ver lo ocurrido.
Esta disposición transitoria en cuanto al modo de recibir la comunión se aplica en la mayor parte de las diócesis del mundo afectadas por la pandemia, incluido países como Italia, Francia o Estados Unidos. Y sin embargo, las redes están silenciosas y no hay batalla alguna librándose por allí. ¿Es que en esas naciones no hay fieles conservadores o tradicionalistas que se resistan a recibir la comunión en la mano? ¿Alguien puede pensar que en Francia o Estados Unidos, donde el movimiento tradicional es muy fuerte, todos aceptan mansamente las disposiciones? De ninguna manera. Lo que ocurre es que allí, como en otras diócesis argentinas, los obispos se manejaron con prudencia cosa, que no ocurrió en San Rafael. Publicaron la reglamentación pero no se dedicaron a investigar si se cumplía y cómo se cumplía. Eso quedaba librado a la prudencia de los sacerdotes. Es lo que cualquier persona sensata haría en circunstancias similares. No fue el caso, sin embargo, de Mons. Taussig que armó una batalla demencial provocando en sus sacerdotes y fieles un estado de angustia y sufrimiento por el que deberá rendir cuentas, y un escándalo que ha tomado proporciones internacionales pues la noticia ha salido en medio europeos y americanos.
En el video al que me refiero, Mons. Taussig basa todo el peso de su argumentación en la obediencia que se debe al propio obispo. Todos sabemos que la obediencia es una virtud y que al obispo hay que obedecerle. Pero no se trata de una virtud absoluta sino, como todas, debe estar regulada por la razón, caso contrario puede dejar de ser obediencia para convertirse en sometimiento, en pecado y en vicio.
Todos sabemos el enorme daño que ha causado en muchas ocasiones a lo largo de la historia de la Iglesia el ejercicio imprudente de la obediencia o bien, las pretensiones de obediencia que muchos superiores quisieron imponer a sus súbditos. Recomiendo la lectura de El ruiseñor fusilado de Leonardo Castellani para entender la cuestión y los límites que tiene la obediencia. Porque el conflicto aparece cuando se llega a la situación, como se ha llegado en San Rafael, de tener que decidir a quién obedecer: o al obispo, o a la Iglesia y su tradición. Porque, aunque Mons. Taussig sea la voz de la Iglesia para su rebaño, deja de serlo cuando en su discurso se opone a las enseñanzas y tradiciones de Iglesia universal, y contraviene sus mandatos. Los fieles, en ese caso, tienen todo el derecho e incluso el deber de no obedecer.
Y estoy ha ocurrido innumerable cantidad de veces. Espiguemos algunas: Orígenes desobedeció a su obispo Demetrio de Alejandría y huyó a Cesarea de Palestina donde fue ordenado sacerdote por el obispo de esa ciudad. San Atanasio desobedeció al Sínodo de Tiro en 335 y al Concilio de Milán de 355. San Juan de la Cruz desobedeció a sus superiores calzados en repetidas oportunidades y debió fugarse de la cárcel donde lo habían recluido. Santa Juana de Arco desobedeció al tribunal que la juzgó, integrado por obispos y clérigos. La Madre Teresa de Calcuta desobedeció a sus superioras de la congregación de las Madres Irlandesas para fundar las Hermanas de la Caridad. En fin, hay un sinnúmero de casos en la historia de la Iglesia donde se ve que los santos, que son hombre y mujeres prudentes, desobedecen cuando es virtuoso hacerlo.
Mons. Taussig es un hombre formado que sabe teología, por eso resulta llamativo que utilice como argumento de autoridad —“iluminante” lo llama él recurriendo a un neologismo—, las palabras de Santa Faustina Kowalska que dijo: “El demonio se puede revestir del hábito de la humildad, pero nunca del hábito de la obediencia”. Si Mons. Taussig quiere apoyarse en autoridades de monjitas santas, podría recurrir a Santa Catalina de Siena, que además es doctora de Iglesia, y vería allí lo que esta santa le dijo no sólo a su obispo, sino al mismísimo Papa. O bien, recurrir a otra doctora de la Iglesia, Santa Teresa de Ávila y enterarse de cómo trató al arzobispo de Burgos o al de Sevilla.
Y no soy impío porque discuto los dichos de Santa Faustina, que habrá que ver en qué circunstancias los dijo, sino porque la realidad impone crudamente que el demonio en muchas ocasiones se viste con el hábito de la obediencia, mal que le pese al obispo sanrafaelino. Y no es necesario irse a casos lejanos. La semana pasada, Sandro Magister publicó la carta de una reconocida historiadora católica en la que narra con dolor sus descubrimientos en los archivos vaticanos en relación a los abusos sexuales cometidos por el fundador del movimiento de Shoënstatt, el P. Joseph Kentenich. Copio aquí un fragmento “iluminante”:
Las religiosas, mensualmente, debían arrodillarse frente al “padre”, extender sus manos hacia él y darse totalmente a él. El diálogo que se desarrollaba, frecuentemente con la religiosa a solas y a puertas cerradas, era el siguiente:
“¿De quién es la hija?”. Respuesta: “¡Del padre!”
“¿Qué es la hija?”. Respuesta: “¡Nada!”
“¿Qué es el padre para la hija?”. Respuesta: “¡Todo!”
“¿A quién pertenecen los ojos?”. Respuesta: “¡Al padre!”
“¿A quién pertenecen las orejas?”. Respuesta: “¡Al padre!”
“¿A quién pertenece la boca?”. Respuesta: “¡Al padre!”
Algunas religiosas se refirieron también a esta continuación del rito:
“¿A quién pertenece el seno?”. Respuesta: “¡Al padre!”
“¿A quién pertenecen los órganos sexuales?”. Respuesta: “¡Al padre!”.
Las pobres religiosas no se prestaban a semejantes humillaciones porque les gustara. Lo hacían por obediencia. Y no es necesario explicar que en este caso, mal que le pese al obispo de San Rafael, un demonio muy feo y aborrecible —el de la lujuria—, se había revestido del hábito de la obediencia.
Monseñor, no nos corra con la vaina.
Por una cuestión de justicia, debo hacer una ajuste a lo que afirmé en un artículo de la semana pasada. En los últimos días, el vocero del obispado de San Rafael, en una larga entrevista concedida a una radio salteña, aclaró que los seminaristas diocesanos fueron conminados por su obispo a comulgar en la mano no debido a una cuestión sanitaria (el seminario está confinando desde el inicio de la pandemia por lo que no hay peligro de contagio) sino como una "prueba de obediencia". Pueden escuchar aquí el audio. Respetuosamente, me permito sugerirle a Mons. Taussig que evite pedir "pruebas de obediencia" de cualquier tipo que sean, puesto que el horno no está para bollos. También pidieron pruebas de obediencia a sus seminaristas el Sr. McCarrick cuando era cardenal arzobispo de Washington y Marcial Maciel, cuando al frente de los Legionarios de Cristo.
Un comentario final. Ayer, 5 de julio, la Iglesia celebró entre otros, a santa Zoe. Vivía en Pamfilia (actual provincia de Antalya, en Turquía), en la primera mitad del siglo II, con su esposo Hesperio y sus hijos Siríaco y Teodulo. Eran esclavos. Ella era la encargada del cuidado de los perros de sus patrones. Éstos eran devotos paganos pero trataban bien a sus esclavos y les dejaban practicar el cristianismo libremente. En una ocasión, se celebraba una fiesta doméstica --algún cumpleaños o aniversario--, y los patrones enviaron a Zoe y su familia parte de la comida del festejo. Sin embargo, esas carnes habían sido previamente sacrificadas a los ídolos por lo que ellos se negaron a comerlas. Enterado el patrón, se enfureció, pidió cuentas a sus esclavos y éstos que no cedieron. Finalmente, Zoe y su familia fueron arrojados a una hoguera y murieron mártires de la fe.
Pongámonos un momento en la cabeza de Zoe y su marido, y pongámonos un momento en la cabeza de los actuales jerarcas de la Iglesia. ¿No parecería que fue exagerada la actitud de estos cristianos? No se les pedía que ellos hicieran el sacrificio a los ídolos; no se les pedía que renunciaran a la fe; no se les pedía que pecaran contra el sexto mandamiento. No se les pedía nada; se les ofrecía un poco de carne. Pero esa carne pertenecía a un animal que había sido sacrificado a los ídolos. San Pablo (I Cor. 8) dice que "No perdemos nada si no la comemos (a esa carne), y no ganamos nada si la comemos", pero añade que comerla puede ser un mal ejemplo para los demás, ya que pueden creer que acordamos con el culto a los ídolos. Por lo tanto, manda no comerla. No se trataba de que comer esa carne en sí mismo fuese un acto pecaminoso sino que, al hacerlo, muchos podían pensar que se cedía a las presiones de los paganos y, de esa manera "se destruirá un creyente débil por el que Cristo murió" (I Cor. 8, 11). Zoe prefirió morir ella y su marido, y animar a la muerte a sus hijos por esa "insignificancia". "En la boca o en la mano, ¿qué más da?", dice Mons. Taussig. Era un detalle mínimo; sin embargo, Zoe y los suyos resistieron hasta la muerte.
Santa Zoe, ruega por nosotros.