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Mártires en Clapham

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Cruzando el Támesis y a poco de internarse en el sur de Londres, se encuentra Clapham. Se trata de un gran barrio que se distribuye en torno al common o “parque común” y otros espacios verdes más pequeños. En el siglo XIX fue el lugar elegido por la alta burguesía comercial de Londres para vivir tranquilamente alejados del trajín de la ciudad, pero en el siglo XX se convirtió más bien en el lugar del típico londinense, del “hombre común” que trabaja en la ciudad y vive en los suburbios, the man of the Clapham omnibus
Hay allí varias parroquias católicas y entre ellas está Saint Bede. El templo no es particularmente llamativo: ladrillo visto e interior despojado en el que sólo se destaca la capilla de Nuestra Señora. En esta iglesia se celebra diariamente, desde hace más de veinte años, la misa tradicional. Y allí, el martes 3 de diciembre, se celebró al mediodía la fiesta de los Mártires Ingleses, con una misa solemne en rito romano antiguo. Asistí a ella y entre otras distracciones, se me ocurrieron un par de reflexiones:
1. La fiesta era de los mártires del colegio inglés de Roma. Se trata de cuarenta y dos sacerdotes que se formaron en él y que fueron martirizados cuando regresaban a su país a sostener la fe de los católicos que allí habían quedado, entre 1581 y 1679. Nos separan de ellos algo más de trescientos cincuenta años, lo que no es mucho tiempo, pero hay otra distancia que es abismal. Estos mártires, como tantísimos otros, entregaron su vida por sostener la existencia de una sola fe, o bien, de la existencia de una sola y verdadera religión.¿Cuántos sacerdotes o fieles hoy estarían dispuestos a hacer lo mismo? Y la pregunta no se dirige a indagar sobre la densidad de la virtud de la fortaleza que posee cada uno, sino del grado de convicción que tenemos acerca de que real y efectivamente existe una sola y verdadera iglesia, que es la Iglesia católica. Más de cinco décadas de ecumenismo no han pasado en vano y resulta muy fácil y tranquilizador ablandarse y considerar que el Testigo de Jehová, el luterano o el metodista, en última instancia, también busca a Jesús, lee la Escritura con mayor empeño que los católicos y es una buena persona, por lo que tiene todo el derecho de salvarse. A los católicos comienza a avergonzarnos el seguir afirmando que somos los depositarios exclusivos de la franquicia de la salvación. Y aunque suene política y eclesialmente incorrecto, es que la pura verdad.
No se trata de discutir aquí la verdad del extra Ecclesia nulla salus, ni las interpretaciones y malabares que se hicieron con ella en el Vaticano II. Se trata de algo menos teórico y más existencial. Si, efectivamente, un anglicano o un metodista pueden salvarse con los mismos títulos y derechos con que puede hacerlo un católico, ¿qué sentido tiene entonces ser católico y, consecuentemente, dar la vida por ser católico? En concreto, ¿qué sentido tuvo el martirio de los santos ingleses que celebramos hace dos días? Aquí el principio de no contradicción tiene plena vigencia: si la posición más o menos oficial que asumió la Iglesia en las últimas décadas con respecto al ecumenismo es la acertada, los mártires ingleses fueron unos estúpidos y pasmados que ingenuamente se dejaron matar por una causa que no valía la pena. No hay modo de evitar esta conclusión. Y si alguien lo descubre, le pido que me lo diga. 
La principal y quizás única objeción que puede ponerse es la remanida afirmación de que las circunstancias históricas han cambiado. El problema es que, si la aceptamos, estamos aceptando también la relatividad de la verdad, que se ajusta y amolda de acuerdo a las circunstancias, y estamos dando la razón al Papa Francisco quien afirma que el tiempo es superior al espacio. Se trata de una cuestión que exige de nuestra parte una definición: o afirmamos la santidad y el martirio de los hermanos nuestros de quienes celebramos su fiesta, o afirmamos que fueron unos ingenuos y primitivos católicos que no habían llegado a la madurez de la fe. No hay tercera posición.
2. En la misa solemne, además del sacerdote, diácono y subdiácono, habían cuatro monaguillos, asistían al coro cinco sacerdotes, la schola la integraban tres cantores, y el “pueblo fiel” éramos seis personas y una monja. No llama la atención; era un día de semana al mediodía, y todo el mundo estaba trabajando, y esta circunstancia era sobradamente conocida por el párroco y los sacerdotes asistentes. Y sin embargo, igualmente decidieron celebrar una misa solemne y posterior Te Deum
Señalo este hecho porque el reflejo que tenemos la gran mayoría de los católicos actuales es pensar, en todas las circunstancias, primero en la gente. Obviamente, si se trata de organizar un espectáculo con trapecistas, payasos y monos equilibristas, hay que pensar primeramente en el público, que es el objeto hacia el cual se dirige el espectáculo. Pero los católicos —incluidos los sacerdotes y obispos—, tienen la tendencia de pensar en los actos del culto en término similares: el primer criterio para su celebración es que pueda llegar a la mayor cantidad posible de fieles. Y esto implica, entre otras cosas, utilizar la lengua vulgar, trasladar las fiestas importantes a los domingos o celebrar las vigilias de Pascua o Navidad a las ocho de la tarde. 
La cuestión es que el culto no es para los fieles; es para Dios, y realmente importa poco que hayan muchos o pocos fieles. Durante la Edad Media, cuando el obispo celebraba en su catedral las mayores solemnidades, los únicos que asistían eran los canónigos. Los fieles podían hacerlo, pero no veían nada; a lo sumo escucharían algunos cantos. Los sacerdotes que celebraron la fiesta de los mártires ingleses de la que hablo, entendieron que se trataba de honrar a esos santos en su día con la liturgia solemne, más allá de que hubiera pocos o muchos fieles que pudieran “aprovechar” la ceremonia. Sólo de un modo secundario la liturgia es un espectáculo, o un acto destinado a los hombres. La liturgia es el culto debido a Dios que ofrecen sus sacerdotes en representación de su pueblo, más allá de la presencia física éste en las ceremonias. 
Para los criterios mundanos y también para los criterios eclesiales actuales, la misa del martes pasado en St. Bede habría sido un rotundo fracaso: seis personas y una monja vieja —como tienden a ser las monjas últimamente—, es una calamidad que no justifica en modo alguno tal despliegue litúrgico. Y sin embargo, no tengo dudas que los mártires ingleses se habrán regocijado aún más, si es que esto es posible, en su eterna alegría de la contemplación de la Trinidad. 



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