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Una misa en Covent Garden

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Covent Garden en una zona de Londres pululante de turistas y artistas callejeros que se apiñan en torno a un mercado donde pueden encontrarse chocolates, flores y antigüedades junto a tiendas de Apple y otras marcas de lujo. En ese apiñadero de humanidades desemboca una breve callecita llamada Maiden Lane donde, casi en la esquina, se ubica una iglesia que corre el riesgo de pasar desapercibida. Construida con el ladrillo rojo propio de la arquitectura victoriana, su fachada es plana y se pierda en medio de las otras construcciones. Sin embargo, allí está la iglesia del Corpus Christi desde 1874, y en ella rezaron los principales exponentes del catolicismo inglés como Chesterton, Belloc, Knox, Waugh y muchos otros. Y allí nunca se dejó de celebrar la Santa Misa según el rito tradicional, merced al famoso “indulto de Agatha Christi” concedido por Pablo VI.

Su interior no es muy grande pero igualmente está dividido en tres naves, separadas por arcos góticos, y en el frente aparecen tres altares: de mármol verde los de los costados, y el mayor, custodiado por de piedras policromas. 
El año pasado se terminó su restauración por lo que los colores brillantes y cálidos están en su mayor esplendor, particularmente el techo del santuario, pintado en azul profundo y tachonado con incontables estrellas doradas. Y aprovechando la restauración que dejó el templo tal como era en sus comienzos, se eliminó también la “mesa” posconciliar que se había colocado delante del altar, y sobre la que se decía la misa novus ordo. Ahora, todas las misas se rezan ad orientem, lo cual no es una novedad en Inglaterra. Solamente en la diócesis de Southwark, que se extiende al sur del Támesis, hay quince parroquias que han eliminado el altar conciliar y celebran siempre orientados, como manda la tradición y como recomienda el cardenal Sarah.
Pues bien, ayer, lunes 16 de septiembre y fiesta de los santos mártires Cornelio y Cipriano, celebró la misa vespertina de las 18:30 hs. -que siempre es según el rito extraordinario-, el cardenal Raymond Burke, que se encuentra de paso en Londres. Fue una misa baja pontifical, igualmente solemne pero especialmente devota porque es una misa que transcurre la mayor parte del tiempo en silencio, un silencio sagrado e inspirador, en una iglesia apenas iluminada en sus naves, pero refulgente de luces en el altar. Los ingleses no adoptaron la “misa dialogada”, que surgió a finales de los ’40 y fue autorizada a regañadientes por el papa Pío XII por presión de los obispos alemanes. Es la misa a la que estamos acostumbrados a asistir en la mayor parte del mundo, y en la que los fieles responden al sacerdote junto a los ministros. Esta novedad tiene la dudosa ventaja de hacernos sentir que participamos más activamente de la celebración, pero la desventaja que distrae y suele impedir la concentración y atención acerca de lo que está sucediendo ante nuestros ojos. Cosa distinta es la misa cantada, donde sí somos invitados a unirnos a los coros angélicos en sus alabanzas eternas al Padre.
[Otra característica notable es que en las numerosas iglesias de Inglaterra donde se celebra la misa tradicional, se utiliza el misal propiamente tradicional, y no el misal de 1962, al que el papa Juan XXIII introdujo importantes reformas. Resulta curioso que muchos tradicionalistas, ufanos de celebrar la “misa de siempre”, celebran una misa retocada por los mismos personajes que un lustro más tarde harían el estropicio litúrgico más lamentable de toda la historia de la Iglesia]. 
La iglesia de Maiden Lane estaba colmada, con gente de pie en todos los rincones. Y pude ver allí, de un modo tangible, la catolicidad de la Iglesia, lo que solamente puede ocurrir en ciudades cosmopolitas como Londres. Era fácil distinguir hombres blancos de origen germánico o de origen latino; asiáticos con ojos rasgados; indios de piel oscura y descendientes de africanos de rostro renegrido y cabellos motosos. Habían ancianos que se movían con dificultad, muchas personas de mediana edad, vestidos formalmente algunos y otros no tanto, y jóvenes, muchos jóvenes, de saco y corbata, o de buzo y bermudas, que se distinguían por su piedad. Otra muestra más de catolicidad, expresada no solamente en la variedad de los orígenes, sino también de las edades y de las clases sociales.

Un buen coro polifónico intervino solamente para el ofertorio, la interminable comunión y el brillante Salve Regina del final. Fue, en resumen, una experiencia extra-ordinaria, pues no es común que en el corazón mismo de una ciudad multitudinaria y pecadora como pocas, se encuentren estos refugios de fe y piedad. 
Pensaba yo durante la misa, que el drama al que estaba asistiendo y del que estaba participando, en el que se aúnan lo hierático con la devoción; la belleza con la sencillez, era lo habitual hasta hace algunas décadas, y cualquier católico podía asistir a él cuando lo deseaba. No quisiera estar yo en el cuero de todos los que firmaron la reforma litúrgica cuando sean juzgados por el Justo Juez. Sobre ellos caerá la enorme y trágica responsabilidad de haber privada a la Iglesia de uno de sus tesoros más grandes.

Pude hablar luego un buen rato con el cardenal Burke. Es un hombre de Dios, que carga con la dolorosa cruz de encontrarse en uno de los puestos más delicados y de mayor responsabilidad mientras la Iglesia atraviesa una crisis que muchos vaticinan como terminal.


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