
El mapeo realizado en el post anterior con los lugares de celebración de la misa tradicional en Argentina trajo aparejados una serie de cuestiones que sobrepasan lo que es estrictamente el relevamiento de datos para hundirse en otras cuestiones de la historia reciente.
En cuanto al relevamiento general en sí, lo cierto es que Argentina está en mejores condiciones que la mayor parte de los países de Hispanoamérica, y probablemente que la misma España, tal como nos advertían algunos comentaristas. Lo llamativo es que importantes ciudades y regiones del país no cuentan con misa tradicional, es decir, que aún después del motu proprio Summorum pontificum, ni obispos, ni sacerdotes ni laicos parecen interesados en volver al culto que la Iglesia rindió a Dios durante más de mil quinientos años, y seguían conformándose con la misa reformada por el Vaticano II.
Algunos amigos me señalaban que muchas de las razones de esta realidad hay que buscarlas en la historia. Y creo que tienen razón, aunque me parece que estas razones históricas pueden justificar lo sucedido en los ’70, ’80 y ’90, pero no lo que vino después.
Veamos:
El frente interno: Varios diócesis de Argentina, apenas terminado el Vaticano II, eran un hervidero de curas marxistas y contestatarios. Casos como el de Mendoza, donde tan temprano como 1965, veintisiete curas tercermundistas se rebelaron contra el arzobispo Alfonso Buteler, o el de Rosario, donde treinta curas hicieron lo propio, ocupando parroquias, contra el arzobispo Guillermo Bollati en 1968, son muestras elocuentes del clima que se vivía a fines de los ‘60 en el país. Habían, además, varios obispos que alentaban las reivindicaciones revolucionarias de sus curas. Recientemente hemos tenido la vergonzosa beatificación de uno de ellos, Mons. Enrique Angelelli, obispo de La Rioja, que promovió y protegió a curas y terroristas montoneros, y en la misma línea estaban otros como Mons. Carlos Ponce de León, obispo de San Nicolás -muerto, como Angelelli, en un accidente de tránsito-, Mons. Alberto Devoto, obispo de Goya, muerto igualmente en un accidente automovilístico y Mons. Carlos Cafferata, obispo de San Luis.
El episcopado en su conjunto, sin embargo, era conservador. No en vano eligió como presidente a Mons. Adolfo Tortolo, el más volcado a la derecha de todos ellos, y quizás también el más santo. Yo estimo que fue merced a estos factores que, en general, durante los ’70 se nombraran obispos de tendencia conservadora y se frenaran en seco los arrebatos de los curas tercermundistas. El nombramiento del recientemente fallecido Mons. Rodolfo Laise en San Luis, por ejemplo, impidió el crecimiento de un potente foco marxista entre el clero de esa diócesis.
El caso concreto de Paraná, al que me referí en el último post, era particularmente complejo. Desconozco el estado de su clero en los ’70, pero lo cierto es que Mons. Tortolo, su arzobispo, estaba rodeado. Al oeste, tenía a Santa Fe, cuya universidad católica fue uno de los núcleos más virulentos de Montoneros, y Rosario, del cual ya señalamos ambiente. Al norte, la diócesis de Resistencia, liderada por un cambiante Mons. Di Stefano, fue también un foco montonero, y al sur estaba San Nicolás, con Mons. Ponce de León. Paraná estaba, literalmente, rodeada.
Si establecemos un “eje conservador” en la geografía argentina en esos años, podríamos decir que sus vértices eran Paraná, San Luis y San Rafael, que no tenía curas tercermundistas sino que no tenía curas a secas. Y en cuanto a la liturgia tradicional -que es el tema del post-, lo previsible desde nuestra perspectiva de cuarenta años después, es que es en esas tres jurisdicciones donde debería haberse conservado. Y eso no ocurrió.
¿Por qué? No tengo autoridad para dar una respuesta, pero a partir de la situación descrita, me parece claro que los obispos Tortolo, Laise o Kruk (San Rafael) no estaban en grado de abrir otro frente de batalla. Razonablemente orientaron todas sus fuerzas en evitar el desmadre del clero y en formar sacerdotes cercanos al pensamiento tradicional. De allí el surgimiento o la refundación de los seminarios de sus diócesis respectivas. Desconozco la opinión que tenían sobre la misa tradicional, pero no creo que haya sido negativa per se; si no lo promovieron, y más bien la prohibieron, fue porque no podían abrir otro frente de batalla y porque debían necesariamente tener una relación fluida con Roma que era donde, en definitiva, se asentaba su poder.

El frente romano: Pablo VI, de quien muy pocas cosas buenas pueden decirse, fue el encargado de aplicar el Vaticano II, y el epifenomeno de las reformas conciliares, o su mascarón de proa, era la nueva misa. Para él y para los corrosivos personajes de los que se rodeó, la prohibición de celebrar el rito tradicional era innegociable y en una inteligente maniobra de propaganda, lograron asociar la liturgia tradicional con una rebeldía imperdonable y convirtieron a sus defensores en parias. Creo que debido a una concepción hipertrofiada de la virtud de la obediencia y a una adhesión exagerada al Sumo Pontífice, los obispos argentinos, más allá de su conservadurismo, compraron los que les vendía la publicidad vaticana. Y así, en todos los ambientes católicos del país, incluidas las tres diócesis del eje conservador, ser lefebvrista era equivalente a ser un leproso. Los curas que celebraban la misa tradicional y los fieles que a ella asistían era perros. Sus amigos de toda la vida le retiraron el saludo y varios fueron echados de sus trabajos y aislados socialmente.
Si bien puede argüirse que esto ocurrió debido los factores que señalé más arriba —necesidad de mantener la cohesión interna y sumisión a Roma—, resulta difícilmente justificable la saña con la que fueron perseguidos. En lo hechos, eran mucho mejor considerados y tratados los curas tercermundistas que los curas tradicionalistas, con el detalle que aquellos eran marxistas y estos eran católicos.
Cincuenta años después: Como siempre, es fácil impartir cátedra con el diario del lunes. Pero hoy, cuando han pasado más de cincuenta años de la finalización del Concilio Vaticano II y cuando todas sus reformas, y no solo la litúrgica fueron implementadas, difícilmente pueda alguien negar su fracaso más rotundo. Bergoglio no fue engendrado por un demonio. Bergoglio es el fruto más delicado y primoroso de ese Concilio, y es la muestra más palpable del estado real en el que se encuentra la Iglesia. Sería injusto cargarle a él solo la responsabilidad por el desastre que estamos viendo y que se profundiza día a día. Juan Pablo II, más allá de las simpatías que pueda despertar, fue el ejecutor del Concilio. Es verdad que la suya fue una ejecución moderada y conservadora en muchos aspectos, pero esto no lo exime de responsabilidad, sobre todo en el ámbito litúrgico que es el que nos ocupa en esta columna.
Porque debemos convenir que si el fracaso del Vaticano II es flagrante en todos sus ámbitos, el de la reforma litúrgica lo es más aún. Se inventó una nueva misa a fin de que los hombres del mundo se sintieran más cómodos y no se alejaran a la Iglesia. Lo cierto es que la asistencia a misa en la actualidad, cincuenta años más tarde y cuando los curas son capaces de hacer todas las piruetas necesarias para atraer fieles, está en su punto más bajo de toda la historia de la Iglesia.
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Alguien podría plantear una cuestión contrafáctica: Si la misa no se hubiese tocado, ¿la asistencia a misa se habría mantenido? No es posible saberlo, pero lo que sí sabemos y comprobamos es que la misa reformada no alcanzó su propósito y lo que único que logró fue destruir un monumentos religioso y cultural de más de mil quinientos años de antigüedad.
Conclusión imperfecta: Creo que sería injusto cargar las tintas en que los obispos y sacerdotes “línea media” se opusieran de modo tan cerrado a la misa tradicional en los ’70, ’80 y ’90. La circunstancias que expuse muestran que tanto el frente interno como el frente romano hacían muy complejo tomar otra decisión. Y no me parece que podamos exigirle a todos esos buenos prelados y sacerdotes las admirables actitudes que tuvieron beneméritos sacerdotes los padres Sánchez Abelenda, Gobbi o Sarmiento.
Me resulta, en cambio, más difícil justificar el encarnizamiento con el que fueron perseguidos todos los que adhirieron al movimiento de Mons. Lefebvre. No fue necesaria, y mucho menos cristiana, la saña y crueldad con la que fueron perseguidos.
Pero más difícil de justificar aún me resulta la actitud de muchos buenos sacerdotes que hoy, cuando hace mucho que pasaron las difíciles circunstancias de las que hablamos, sigan aferrados a la misa de Pablo VI. Puedo entender razones de prudencia con respecto a sus obispos, y de oportunidad y prudencia con respecto a sus fieles, pero no puedo entender la reivindicación que hacen de ella, aludiendo a un novus ordo“bien celebrado”, como suficiente para mantener y restaurar la cultura cristiana.