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Apostilla a los árboles otoñales

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El último post, dedicado a reflexionar sobre las dificultades de la vida religiosa en esta Iglesia de las últimas décadas, tuvo un elevadísimo número de lectores, sobre todo de España. Y también muchos e interesantes comentarios. Uno de ellos me pareció particularmente lúcido. Decía lo siguiente:
El compromiso que se asume en la vida religiosa y en el matrimonio es principalmente con Dios.
Si el cónyuge te abandona y te estafa, vos le debés igualmente fidelidad. 
Si la congregación cambia o te estafa, lo que hay que evaluar es si las condiciones permiten vivir los votos en sus elementos esenciales.
A mi modo de ver el escrito está encarado desde un punto de vista psicológico natural, sin tener en cuenta la dimensión sobrenatural y la principal referencia a Dios del voto religioso.
Que hay congregaciones que estafan, las hay. Pero eso no justifica de por sí abandonar la vida religiosa.
Yo respondí diciendo que, efectivamente, mi post acentuaba el aspectos psicológico pero que el mismo no debía ser despreciado, sin por eso desconocer la primacía de lo sobrenatural. Pero el núcleo de la cuestión que plantea el comentarista es la siguiente: el voto se hizo a Dios, y a Él se debe fidelidad, más allá de los desvíos de la orden. Si ésta me estafa, eso no justifica que yo rompa mis votos hechos a Dios. 
Lo que yo arguyo es que, en la actualidad, son muchas las órdenes y congregaciones religiosas que impiden cumplir esos votos. Y no lo hacen introduciendo mozuelas (o mozuelos) en la celda del fraile para hacerle romper el voto de castidad, sino volviéndolo loco (literaliter) y privando de sentido la vida que eligió, tal como intenté mostrar en el caso de monja fugitiva.
Pero el comentario da mucho que pensar, y pensando me vino a la memoria un episodio de la Vida de San Benito escrita por San Gregorio Magno. En el capítulo tercero, se narra que los monjes de un monasterio cercano a la cueva de Subiaco se acercaron a Benito para pedirle que fuera su abad. Luego de alguna resistencia, éste accedió y comenzó a exigir a sus súbditos la sujeción y el cumplimiento de la regla monástica, lo que pareció demasiado a aquellos, acostumbrados como estaban a una vida muelle, por lo que decidieron asesinarlo envenenando su vino. Sin embargo, cuando San Benito traza la señal de la cruz sobre la vasija envenenada, ésta se rompe y descubre el complot. Decide, entonces, dejar su puesto de abad y regresar a la caverna subiacense. Y escribe San Gregorio:
Entonces regresó a su amada soledad y allí vivió consigo mismo, bajo la mirada del celestial Espectador.
PEDRO.- No acabo de entender qué quiere decir eso de que “vivió consigo mismo”.
GREGORIO.- Si el santo varón hubiese querido tener por más tiempo sujetos contra su voluntad a aquellos que unánimemente atentaban contra él, y que tan lejos estaban de vivir según su estilo, quizás el trabajo hubiera excedido a sus fuerzas y perdido la paz, y hasta es posible que hubiera desviado los ojos de su alma de los rayos luminosos de la contemplación. Pues fatigado por el cuidado diario de la corrección de ellos, hubiera negligido su interior. Y acaso olvidándose de sí mismo, tampoco hubiera sido de provecho a los demás. Pues, sabido es, que cada vez que por el peso de una desmesurada preocupación salimos de nosotros mismos, aunque no dejemos de ser lo que somos, no estamos en nosotros mismos, ya que divagando en otras cosas no nos percatamos de lo nuestro. […]
El ejemplo del patriarca Benito y la reflexión de San Gregorio ilumina de modo análogo a nuestro caso. Hablando desde el sentido común cristiano y sin tener un conocimiento particular sobre el tema, creo que el compromiso o el fin de nuestra vida es conocer, amar y servir a Dios para gozarle en la futura. En otras palabras, nuestro objetivo es alcanzar el cielo; el objetivo no es, y no puede ser, ser sacerdote, monja, fraile o padre de familia. Estos son medios más o menos aptos, según sea la persona, para alcanzar el fin. Si luego de un prudente proceso de discernimiento que involucre todas las condiciones y virtudes necesarias -memoria de lo pasado, inteligencia de lo presente, razón, providencia, circunspección, cautela y consejo-, el religioso concluye que ese medio que eligió en su momento ha dejado de ser conducente al fin, es decir, la vida en tal o cual congregación le impide cumplir sus votos, no solamente puede sino que debe dejarla. Es lo que hizo San Benito según reflexiona San Gregorio: si la vida comunitaria en ese monasterio se le volvía imposible, le quitaba la paz interior y le impedía la contemplación, lo que correspondía era que lo abandonara.

Ya pasaron los tiempos en que los católicos podíamos darnos lujos que hoy parecen asiáticos. Me refiero a los tiempos en los que, cuando un joven descubría en su interior que tenía vocación para la vida religiosa como educador, podía elegir entre hacerse marista, salesiano, lasallano, viatoriano o escolapio; o si prefería entregarse al cuidado de los enfermos, podía hacerse camilo o hermano de San Juan de Dios; o misionero, se hacía pasionista o redentorista; o monje, y podía elegir entre benedictinos, cirsterciences, trapenses o camaldulenses.  Tiempos pasados. Como bien dijo otro comentarista, si hoy un joven considera que tiene vocación religiosa, más le conviene hacer una carrera universitaria, y permanecer célibe -como aconseja con insistencia San Pablo- hasta que escampe, si es que escampa, porque más que le conviene que el Hijo del Hombre lo encuentre esperando con la lámpara encendida, aunque sea sin hábito, ni votos ni hijos, a que lo encuentre en la celda de un rumboso monasterio con la lámpara apagada.

Nota bene: San Benito, cuando decidió dejar su puesto de abad, no se fue con la mujer que turbaba sus sueños; volvió a su casa, o a su cueva, a vivir en pobreza, castidad y penitencia. Dejar la vida religiosa porque la congregación se desnaturalizó implica continuar en otro ámbito con el cumplimiento de los votos que se hicieron, no tirar la chancleta. 



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