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La hora de los inútiles (reposteo)

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A raíz del último post, dedicado a la perdida vigilia de Pentecostés, se suscitó un breve diálogo sobre las características que tenía esta ceremonia. Un lector dejó un comentario al respecto que decía más o menos lo siguiente: “En momentos en que el mundo se está viniendo abajo, resulta ridículo y objetable que ustedes se dediquen a discutir el introito de la vigilia”. Y a primera vista, parecería que tiene razón. El mundo, literalmente, se está cayendo, y lo está haciendo con la aceleración propia de cualquier derrumbe. Y cuando digo “mundo” me refiero al orden cristiano del mundo redimido por Jesucristo cuyos últimos destellos, los que tenemos algunas décadas, llegamos a vislumbrar. Pero el katejon ha sido quitado. El imperio ha desaparecido, y el orden se fue con él. El mundo se está cayendo.

Y no se trata, me parece, de sugestiones de una mente afiebrada y ávida de conspiraciones: nos enfrentamos a las fuerzas del Mal que ya se están quitando descaradamente la máscara, seguras de su triunfo, y que se han infiltrado por todas las grietas que el terremoto produjo.  Desde George Soros (recomiendo este video para conocer al siniestro personaje) hasta Jorge Bergoglio aposentado en el solio de Pedro. Los Hijos de las Tinieblas, que en este eón son más astutos que los hijos de la luz (Lc. 16,8), nos han desplazado, y el resto fiel de Israel apenas si cuenta con un puñado de fieles. 
Frente a una situación tan dramática que Dios nos ha dado el privilegio de vivir, es lógico que surja enseguida la pregunta sobre qué hacer, y que la respuesta sea la obvia: “Hay que hacer cosas, muchas cosas, cuanto más cosas mejor para detener al Hijo de la Iniquidad”. Es la postura de muchos, entre otros de Michael Matt, al que escuchábamos en el video publicado el viernes último. “Salvini está haciendo cosas; Bolsonaro está haciendo cosas. Apoyémoslos y hagamos cosas similares a ellos”. Y claro que podríamos apoyarlos si fuera el caso, pero me parece cuanto menos ingenuo cifrar alguna esperanza en el éxito de esas empresas, por las razones que muchas veces discutimos en este blog, y que no volveremos a discutir aquí.
Por el contrario y una vez más, yo creo que ha llegado la hora de los inútiles. Y es por eso que vuelvo a publicar este artículo, que apareció hace casi cuatro años, el 20 de octubre de 2015.


En los momentos en los cuales las sociedades comienzan a crujir presagiando la inminencia de sus caídas, es natural que los hombres íntegros se pregunten con inquietud qué hacer, y surge siempre la tentación de soñar con grandes empresas y buscar con desesperación a un líder salvador, convirtiéndose todos en soldados rasos a su servicio y postergando, en razón de ese difuso bien común, las propias particularidades. Los inútiles, es decir, los que no se enrolan en esa empresa y no militan en tal batallón, son desechados como lastre más pesado aún que el que representan los paganos.  
Pero lo cierto es que la historia nos enseña que en esos momentos críticos los más útiles son los inútiles. Mientras Europa se desangraba durante la Segunda Guerra Mundial, un inútil profesor universitario de Oxford se dedicaba a escribir una fantasía que terminó llamándose El Señor de los Anillo, un libro que ha salvado más vidas que cientos de grupos parroquiales juntos. Pero quiero fijar la mirada en esta ocasión  en un momento histórico similar al nuestro y en un personaje al que aún hoy mucho le debemos.
El siglo VI se encontró que Europa ya no existía. El Imperio Romano de Occidente había caído y lo que había sido una unidad orgánica, ahora no era más que un conglomerado de ciudades que giraban en la órbita de las tribus bárbaras vencedoras: visigodos en España, francos en la Galia, burgundios en Retia, vándalos en África y ostrogodos en Italia. Aunque todos pretendían seguir siendo “romanos”, Roma ya no existía, y los únicos que mantenía cierto orden eran los obispos, organizados según el diseño de la antigua administración imperial.
La papuerización de la cultura y la educación parecían irremontables. Signo de ello era que ya nadie en Occidente sabía griego, e ignorar esa lengua era ignorar la filosofía, los clásicos y, todavía más importante, la teología, porque el cristianismo se había desarrollado teológicamente en Oriente. Aún el mismo latín estaba perdiéndose puesto que la atomización política había propiciado también la atomización lingüística y ya se estaban fortaleciendo las lenguas romances. Como señala Pierre Riché (Éducation et culture dans l’Occident barbare. VI – VIII siécle, Seuil, Paris, 1995), las clases dirigentes habían perdido todo interés por la cultura clásica y por la educación en general y aún la formación de las elites políticas y religiosas era más que deficiente.
 En ese momento asciende al trono de Italia el ostrogodo Teodorico cuyo poder militar le permitió  gobernar sobre las penínsulas itálica e ibérica, la Galia mediterránea y las provincias del Danubio. Preocupado por hacer resurgir el imperio no sólo políticamente sino también culturalmente llamó a su lado a Boecio y, posteriormente, a Casiodoro. Y este el personaje en el que quiero detenerme. La familia de Casiodoro formaba parte del patriciado romano y él mismo había sido nombrado cónsul siendo muy joven. A pesar de las circunstancias de su época, fue quizás el último de los romanos en recibir la formación clásica reverdecida con el cristianismo.

Sucedió en su cargo a Boecio y estuvo al lado de Teorodico luchando, junto al rey, para restaurar el principado y las grandezas culturales del imperio. No pudieron. Muerto el rey, Casiodoro continuó en su puesto durante algún tiempo con la nueva reina, pero pronto se dio cuenta que no había caso: todo se caía a pedazos. La solución no venía a través de la política –él lo había ensayado- ni a través de las grandes empresas. Era la hora de los inútiles. Y así fue que se retiró a una de las posesiones de su familia en Esquilache donde fundó el Vivarium, una especie de monasterio en el que sus habitantes tenían un solo cometido: estudiar y copiar las obras clásicas, griegas y latinas, que había legado la antigüedad. Casiodoro se daba cuenta que, sin ese repositorio, Occidente estaba perdido.
Y fue gracias a su labor que los monjes medievales conocieron a Séneca y Cicerón, y a todos los demás clásicos, y que hoy podemos leer a Virgilio. Fueron estos inútiles escapistas, refugiados cómodamente en una casa solariega mientras Occidente se caía, los que salvaron a Occidente. No quisieron meterse en política –más bien huyeron despavoridos de ella- y ni siquiera les importó las triquiñuelas eclesiásticas. Se dedicaron a hacer lo que sabían y podían hacer: estudiar y copiar para conservar.
Los tiempos de hoy son bastantes similares a los del siglo VI. La diferencia está en que ningún Teodorico se avizora en el horizonte y mucho menos un papa Agapito. Es la hora, entonces, de Casiodoro, es decir, es tiempo para que cada uno desarrolle sus propios dones y particularidades. Es la hora de que los poetas se dediquen a cantarle a la luna y a la mujer amada, que los pintores pinten íconos, que los músicos interpreten a Bach y a Beethoven, que los políglotas traduzcan y que los monjes recen. No estoy abogando, por cierto, de que todos nos retiremos a algún monasterio abrigado por las montañas o por los bosques. Estoy diciendo que es el momento en el que cada haga lo que sabe hacer, según Dios se lo pide, más allá de las estructuras institucionales que no siempre son funcionales. 

Es la hora de los inútiles.


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