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De Kikuyo a Roma con Ronald Knox

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Un comentario que llegó al blog hace algunos días me recordó un texto de Ronald Knox, no muy conocido, que fue escrito durante las últimas épocas de su periodo anglicano, cuando la Iglesia de Inglaterra atravesaba, análogamente, una situación similar a la que estamos viviendo hoy en la Iglesia Católica.
Todo había comenzado cuando dos diócesis anglicanas de África había participado de un congreso de iglesias protestantes que había tenido lugar en Kikuyo y en el que se había tratado el tema de la colaboración entre las distintas denominaciones cristianas. La reunión terminó con una celebración litúrgica ecuménica, celebrada por un obispo anglicano, y “concelebrada” por pastores protestantes.
Este hecho produjo un gran escándalo y división en Inglaterra. ¿Era correcta esa postura aperturista de algunos sectores de la iglesia establecida? Por supuesto, Knox estaba en profundo desacuerdo y, para exponer su posición escribió en cuatro días un pequeño libro o pamphlet cuyo argumento era una simple reducción al absurdo. Lo tituló Reunion All Round y pueden leerlo, en inglés, aquí.
Traslademos los argumentos de Ronnie a nuestra situación actual: Si es un deber, como pareciera, que todos los cristianos deben unirse, borrando las diferencias que los separan –sugiero releer esta catequesis del papa Francisco- ¿por qué no abrirse también a los no cristianos? ¿Por qué no unirnos con los judíos? De ellos solamente nos separa el Concilio de Jerusalén. ¿Y con los mahometanos? Siempre sería posible salvar las diferencias entre la monogamia nuestra y la tetragamia de ellos partiendo diferencias: dos esposas para cada uno. Incluso los ateos deberían ser parte de esta unión pancristiana, ya que siempre sería posible –y esta sería una tarea para encomendarle a Mons. Trucho Fernández- llegar a una fórmula de consenso sobre la Naturaleza Divina que comprenda simultáneamente la existencia y la no existencia.  
Si los principios que, en época de Knox se propusieron en Kikuyo y que hoy propone el papa Francisco, son apropiados, debemos seguirlos hasta las últimas consecuencias. Si, en nombre de la caridad, es un deber de la Iglesia incluir en ella a todos los que se profesan cristianos, y ella misma debe estar dispuesta a realizar todos los sacrificios que esto implique –no importa que sean litúrgicos, disciplinares o doctrinales-, ¿por qué no deberemos incluir también a todos las personas buenas? ¿Por qué una creencia, por ejemplo la divinidad de Jesucristo, debe ser un impedimento para la inclusión en la Iglesia de puertas abiertas que nos pregonan desde Roma? ¿Por qué debemos incluir, por ejemplo, a un buen hombre como Roberto de Mattei y excluir a otro buen hombre como el ateo Scalfari? Si la Iglesia, que nunca puede perder de vista la caridad, frena la inclusión en su Cuerpo a muchos hombres simplemente por cuestiones de índole disciplinar o doctrinal, ¿no será hora de buscar una Iglesia más caritativa y derribar esas murallas oscurantistas?  
Ronald Knox llevó hasta las últimas consecuencias en un ejercicio lógico los principios que comenzaban a aparecer a comienzos del siglo XX en la Iglesia de Inglaterra, pero nunca llegó a pensar que, casi cien años más tarde, esa iglesia aprobaría la ordenación de mujeres obispos.  Era un absurdo demasiado grotesco.
Me pregunto yo si Bergoglio no es también un absurdo demasiado grotesco para que lo hubiese sido imaginado los católicos de hace cincuenta años. 

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