Estamos asistiendo o, mejor todavía, estamos siendo protagonistas de un cambio de paradigmas en la Iglesia. No se trata de la primera vez que ocurre. El Edicto de Milán marcó uno de esos cambios, y la Revolución Francesa marcó otro. El actual quizás no sea tan espectacular o identificable con un hecho histórico concreto -al menos no lo es para nosotros-, pero no es menos real y profundo. Y esto nos exige que tomemos conciencia que las cosas cambiaron de un modo drástico y que deberemos adaptarnos a vivir en una Iglesia que nos costará reconocer.
Me parece que pueden identificarse al menos tres manifestaciones de estos nuevos paradigmas:
1. Tiranía: Uno de las manifestaciones del ultramontanismo que tomó forma y poder en el siglo XIX fue la exaltación del pontífice romano hasta extremos nunca vistos, y el egrosamiento de sus poder y prerrogativas que no tenían ningún sustento en la Tradición. Esto no fue un problema grave mientas las Iglesia estuvo gobernada por pontífices equilibrados, más allá de nuestras simpatías o antipatías por ellos, pero el peligro de que apareciera algún trastornado estaba siempre latente. Y lo que podía ocurrir ocurrió el 13 de marzo de 2013. Bergoglio se ha convertido en un tirano con apenas un poco más de refinamiento que Calígula. Éste nombró cónsul a su caballo Incitatus; aquel, Sustituto de la Secretaría de Estado a Edgar Peña Parra, con méritos similares a los del equino imperial.
El Papa Francisco hace lo que quiere, desde echar a oficiales de la Curia sin siquiera consultarle al cardenal prefecto del dicasterio correspondiente, hasta predicar diariamente en su capilla palatina profiriendo un cúmulo de lugares comunes e insensateces, en el mejor de los casos, que después deben ser interpretados con malabares por sus voceros para salvarlo del ridículo o de la herejía. No me extrañaría que ésta haya sido una de las causas del portazo que dieron el último día del año Burke y García Ovejero, los dos portavoces de la Santa Sede.
Esta tiranía pontificia tiene como co-relato la destrucción de los fueros, es decir, los derechos y privilegios que tenían los distintos estamentos eclesiales: obispos, sacerdotes y laicos. Así como la irrupción de las monarquías absolutos implicó la desaparición de los fueros medievales y de ese modo se abrió la compuerta que dio paso al liberalismo -relación directa del Estado con el individuo prescindiendo de las organizaciones intermedias-, lo mismo está sucediendo en la Iglesia. Recordemos, por ejemplo, que en los comienzos del pontificado bergogliano, cuando eran costumbres los llamados telefónicos pontificios a cualquier hijo de vecino (práctica hoy felizmente caída en desuso), Francisco autorizó telefónicamente a una mujer rosarina a comulgar a pesar de la situación matrimonial irregular en la que vivía, ignorando y despreciando la jurisdicción que sobre ella poseía el obispo del lugar. Casos similares hemos visto a montones. Y lo peor es que este ejemplo tiránico se replica en cascada. En la última semana nos enteramos del decreto firmado por nuestro amigo, Mons. Tucho Fernández, arzobispo de La Plata, en el que, entre otras cosas bastante sensatas, ordena que la las misas en la forma ordinaria del rito romano se celebren cara al pueblo y en lengua vernácula, contraviniendo lo permitido por el Misal Romano, y que la forma extraordinaria se celebre solamente dos veces por semanas en parroquias y horarios por él mismo establecidos, contradiciendo flagrantemente el motu proprio Summorum Pontificum del papa Benedicto XVI. Se trata de disposiciones inválidas a todas luces y ningún sacerdote de su diócesis está obligado a obedecerlas, pero ¿qué les espera si no lo hacen? Siempre tienen la posibilidad de apelar a Roma, pero ¿qué funcionario vaticano se animará a reconvenir al valido y paniaguado de Bergoglio? El panorama no es muy distinto al que solemos ver en las películas con argumentos medievales y que buscan ridiculizar esa época: el tiranuelo sentado en su trono con una manada de cortesanos asustadizos dispuestos a satisfacer cualquiera de sus caprichos.
2. Desleimiento de la figura papal. Es paradójico, pero pareciera que al poder tiránico del papado se opone una abrupta caída en la popularidad del papa entre fieles y infieles. Desde hace ya un buen tiempo, preocupa en el Vaticano la notable disminución de fieles que asisten a las audiencias pontificias. El tema aparece regularmente en todos los medios de prensa y las fotos que ilustran las notas son muy elocuentes. Y algo análogo sucede en los viajes apostólicos. Todos recordamos el triste espectáculo de la misa cuasi vacía en Irlanda, o el papelón de la visita a Chile.
No se trata de un hecho necesariamente negativo. Los papas se convirtieron en figuras populares en el siglo XVIII, cuando los fieles comenzaron a mostrar pública y vocingleramente su adhesión a ellos como modo de oponerse a los ataques que los gobiernos ilustrados o revolucionarios propinaban a la Iglesia. El primer caso de popularidad callejera de los papas romanos se dio en 1782, cuando Pío VI viajó a Viena a fin de encontrarse con el emperador José II y encontrar una solución al llamado “josefinismo”. Sus tratativas fracasaron, pero lo cierto es que el pontífice fue aclamado por los fieles a lo largo de todo su extenso recorrido entre Roma y la capital imperial. Y un caso análogo sucedió con Pío VII, cuando se dirigió a París a fin de participar en la coronación de Napoleón Bonaparte. Aunque políticamente ninguno de estos viajes produjo resultados, lo cierto es que el apoyo popular a los papas contrapesó su pérdida de influencia en las cortes europeas.
Con el paso de las décadas este afán de popularidad marcó a todos los pontificados, hasta su apoteosis durante los tiempos histriónicos de Juan Pablo II. Después de algo más de doscientos años, pareciera que esa euforia masiva por la figura del sucesor de Pedro ha terminado. No me interesa en este momento discutir las causas, pero lo cierto es que, si esta tendencia se confirma, tendremos una iglesia que sufrirá un rápido debilitamiento fruto del debilitamiento de la figura del pontífice con la que fue identificada. Otro de los frutos previsibles del ultramontanismo del siglo XIX que inflamó de tal modo la autoridad y “santidad” del papa romano, que éste terminó comiéndose a toda la Iglesia, a punto tal que el agotamiento de su figura, ha terminado agotando a la institución de la que era cabeza visible, y sólo cabeza visible.
3. Desamparo. Pensemos por un momento en lo que habrán debido atravesar los buenos católicos europeos de fines del siglo XVIII y principios del XIX, cuando los gobiernos de países tradicionalmente cristianos como Francia y Austria, se volvieron contra la Iglesia. No solamente se incautaron cuantiosos bienes y se ocuparon la mayor parte de sus templos, sino que se suprimieron órdenes religiosas y se cerraron conventos, expulsando del país a millares de religiosos. En Francia, por ejemplo, desaparecieron, entre otros, los benedictinos y los dominicos, órdenes que serán restauradas décadas más tarde por los padres Guéranger y Lacordaire.
Los católicos de esas épocas habrán vivido una indudable sensación de incertidumbre y de desamparo, puesto que el cobijo que desde siglos brindaba el Estado había desaparecido, y se enfrentaban a un estado que perseguía y encarcelaba. Sin embargo, ese desamparo no era absoluto, puesto que la Iglesia, abollada como estaba, seguía siendo un lugar de refugio. Y si bien causa asombro que la mitad del clero francés haya juramentado la constitución revolucionaria, la otra mitad no lo hizo, y eso es un buen número. Además, en esos años comenzarán a fundarse otras congregaciones religiosas que irán supliendo poco a poco a aquellas que habían quedado diezmadas. Aunque los católicos de la época avizoraran un panorama muy oscuro por un lado, por el otro, sin embargo, seguía brillando el sol.
El problema actual es que el sol desapareció de ambos lados. No hace falta abundar en la persecución más o menos sutil de los gobiernos actuales a todo lo que sea cristiano. Y casi que tampoco es necesario abundar en la palidez casi cadavérica del sol eclesial. Estamos cayendo en la cuanta que estamos desamparados a diestra y siniestra. Nos hemos quedado no solamente sin príncipes -y de esto hace ya algunas centurias-, sino también sin pastores. Y lo que causa mayor dolor, desconcierto y escándalo, es que estos pastores no nos abandonaron solamente por seguir las doctrinas del mundo, sino que, desde hace unos un tiempo, están apareciendo ante nuestros ojos la imagen de muchos de ellos como personas entregadas a los vicios más abyectos y que ni nombrarse pueden entre cristianos.
Esta nueva imagen de la Iglesia la revela debilitada, humillada y pisoteada, y nosotros, con ella, también nos sentimos débiles, humillados y pisoteados. Se trata del desamparo. Vienen degollando y no tenemos dónde correr.
En este momento bisagra dentro de la historia de la Iglesia, asistimos a una reconfiguración del escenario, a la aparición de nuevos paradigmas que todavía no terminamos de comprender del todo pero en los que deberemos vivir en los próximos años.