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Jazmín del país

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por Jack Tollers
De entre las innumerables lecciones que hemos ido aprendiendo a los tropezones nos, los conciudadanos de “Pasto Viejo”—y quizás sea una de sus enseñanzas más importantes—es que la narrativa es, con mucho, un género más importante que la ensayística, entre otras cosas, porque mediante la ficción se pueden decir mejor, mayor cantidad de cosas. Javier Anzoátegui lo demuestra con esta novela que constituye un sorprendente caleidoscopio, un resumen… esteee… no, un dechado, un extracto, una síntesis calibrada de las mil y una cosas de las que nos fuimos anoticiando a lo largo de varias décadas. 

¿Nosotros? ¿Quiénes? Pues, los vecinos más… ¿qué diré yo?... los vecinos más reaccionarios, más atrabiliarios del pueblo.
Pero, claro, la novela de Anzoátegui es mucho más que eso. Por lo pronto tiene detalles que no tenemos por qué dejar pasar: una tapa blanca de fondo—un fondo brillante—que enmarca un espléndido jazmín pintado por una de las hijas del A., Inés, que también es responsable de las primorosas miniaturas que encabezan cada uno de los capítulos (y el lector que se detenga en estos cuadros antes de lanzarse a leer cada capítulo, se verá “ilustrado” en la consiguiente intelección). Hay más, la variopinta galería de personajes que desfilan por esta novela, no sólo revelan mucho sobre las ideas del A., sobre sus convicciones más incisivas, sino también, me parece, sobre su propia interesantísima personalidad: y entre otras cosas, debe saberse que antes de escritor, Javier Anzoátegui es pintor, y lo que “pinta” aquí está a la altura de sus mejores cuadros. Su Dulcinea constituye un retrato logradísimo de la que fácilmente nos enamoramos todos (incluso los que peinamos canas—como, el autor, que por mucho que sea más joven que nosotros, tampoco es un pendejo, ya), su protagonista, Ramón, el militar menos militar que uno jamás haya conocido, y sin embargo… allí está él, y si la buena novelística consiste en lograr que el lector suspenda su incredulidad, Javier conoce el métier. Desde luego, el A. no ha podido detenerse con tanta morosidad en la semblanza de todos sus personajes (de lo contrario la novela, de por sí asaz extensa, se haría ilegible), pero los que ha retratado con más interés despierta a su vez el interés del lector, que es cosa difícil, amigos, vaya si no. 
Como también resulta difícil hacer reír al lector (pero reír a carcajadas), como lo ha logrado hacer conmigo un par de veces, este, el nieto de Braulio. Igual, debajo de muchos diálogos subyace un suave humor, mezcla de ironía y compasión, que sólo puedo llamar humor pastoviejista, no sé si me entienden. Y sí, en ese sentido, este es un roman à clef, como dirían los franceses y la clave está en el humour (como dirían los ingleses) y que los españoles sintetizaron en el dicho aquel de que vinieron los sarracenos y nos molieron a palos / que Dios ayuda a los malos, cuando son más que los buenos. 
Y luego, hay que conceder que este libro—como su autor, claro que sí—es simpático. Su evidente patriotismo está formulado en términos de inmensa comprensión transmutada en una muy inteligente compasión por sus compatriotas, los argentinos de la posmodernidad. ¿Pongo ejemplo? Miren el retrato que hace de un burgués promedio del “conurbano” (como dirían los italianos, bruta parola, Anzoátegui, mejor es hablar de los suburbios):
Alejandro Castellucci era un porteño de clase media. Tenía un auto O km. “full-full”, con llantas de aleación y parlantes tridireccionales. Lo guardaba en una cochera y lo lavaba a mano todos los domingos. Vivía en su departamento de Villa Urquiza, algunos días con novia y otros solo. Él tenía 30 y Bettina, 31. Hacía dos años que estaban juntos y en la cama se entendían bastante bien […]
Su vida era parecida a la de muchos en la ciudad. A las 6.30 apagó la alarma de su celular y se levantó. Miró los mensajes que le habían llegado durante la noche. Eran 53. Borró algunos que no le interesaban, como las ofertas de vuelos baratos a Sri Lanka, y respondió los que le habían mandado del grupo del trabajo, del grupo de exalumnos, del grupo de los jueves y del grupo del club.
Mientras se afeitaba, prendió la radio y escuchó las noticias. Cuando salió del baño, encendió el televisor, paseó por 70 canales en 90 segundos y la dejó encendida en la repetición del “Cañoshow” que había visto antes de dormirse. El strip tease de la modelo rubia había logrado impresionarlo un poco. Cuando empezó a vestirse puso el canal de noticias. Lo miró durante 30 segundos. En la radio se escuchaba un rap. Cambió al canal del tiempo. Terminó de vestirse y examinó su teléfono. Había 15 mensajes más. Respondió a 7 y recibió 5 réplicas, que contestó en 25 segundos. Sus pulgares estaban bien entrenados. Revisó los tweets de sus favoritos. El Arzobispo de Asunción, Monseñor Bregoya, condenaba la violencia. El presidente de Estados Unidos estaba desayunando con su familia. El “Tico” Chumbita, del Sporting PKT, se había hecho un tatuaje de la vía láctea desde el tobillo derecho hasta la nalga. Marcos Morsi deseó un buen día a todos los argentinos.
Pero, bueno, si hay una especie de cruel “simpatía” por este personaje, unas pocas páginas después, Anzoátegui también despliega una inteligente comprensión de otro tipo de argentinos, como los del interior, desterrados y condenados a vivir en una villa de emergencia…
Hacía años que vivían así, pobres como ratas, colgados de la teta cada vez más seca de un Estado que se había ido en discursos y ahora hacía agua por todos lados. ¿Quién la había mandado a venirse desde la chacrita de los abuelos, allá en Loreto? Sí, allí también eran pobres, como siempre, es verdad. Pero era diferente. Muy diferente, Tenías dos cabras que les daban leche, unas gallinas y la huertita, humilde pero cumplidora. Iban a la escuela, y cuando volvían, la mamá los esperaba con mate cocido, y a veces hasta con tortafritas. Y estaba su padre, un santiagueño duro como el algarrobo, que no hablaba mucho y trabajaba en el campo de sol a sol, pero que era una presencia que ordenaba todo el universo familiar. Oscar había empezado allí, y el campo daba para todos. ¿Por qué habían cambiado eso por Buenos Aires?
Esa simpatía de Javier por sus personajes le permite también poner en su boca palabras que arman diálogos formidables, como los de Laura con Ramón, como los de los amigos cuando se juntan a comer asado (igual, su simpatía por ciertos personajes tornan algo más que inverosímiles algunos de los lances que describe, como por ejemplo, el “suicidio” de Horacio Delfino, o el “olvido” de Laura que cuando empieza a enamorar al Presidente, no se acuerda de que está casada). 
Hay, con todo, mucho más que eso, está lo de la antipatía también (entre estos tipos y yo, hay algo personal). Porque Anzoátegui retrata también a los malos, a los perversos, a los endiablados enemigos de Dios y de todo lo que hay de bueno bajo el sol, y lo hace con trazos muy precisos, que a veces te ponen los pelos de punta: la larga lista de iniquidades y de personajes inicuos que desfilan por esta novela mete miedo, cómo no (y todavía se podrían incluir nuevos enemigos, como los de la “identidad de género” o aquellos otros del “lenguaje inclusivo”). 
Y luego, aquí nos topamos también con las peliaguadas cuestiones parusíacas que Javier desmenuza con audacia imaginativa y una ortodoxia impecable (además de demostrar que se sabe bien su Castellani, su Benson, además de exhibir un sesudo conocimiento de las Escrituras). De particular interés constituyen los capítulos finales en donde el A. se atreve con dos Papas (aunque se muestra quizás indulgente en exceso con “Pedro II”, quizás por las necesidades del guionista: la realidad es que la dimisión de Benedicto XVI y su comportamiento posterior constituyen un intríngulis que nadie sabe explicar y es buen ejemplo de que, una vez más, la realidad supera a la ficción). 
Pero sí, el retrato del “último Papa”, está perfecto, no puedo discutir eso… nadie podría. 
Claro, vivimos tiempos parusíacos, tiempos en que lo inadmisible se vuelve probable, lo intolerable, corriente, lo inaceptable, homologado, lo horroroso, banalizado. Y ese air du temps aquí está muy bien capturado, como que procede, claramente, de una intensa y morosa reflexión del autor sobre todas sus lecturas, sobre todas las conversaciones, sobre todo, quizá… (digo yo) lo que rezó...  
Así y con todo esto, el contrafáctico que subyace a lo largo y a lo ancho de esta novela refleja una de las lecciones más difíciles que forzosamente hemos tenido que aprender los católicos tradicionalistas de Pasto Viejo, y es una especie de delicadísimo equilibrio entre un activismo voluntarista (tan estéril como peligroso) y un quietismo nostálgico, inconducente y acédico. Se trate de política o de cuestiones litúrgicas, de educación o de economía, de historias de amistad o historias de amor, historias místicas o historias futboleras, Javier logra, mediante las cabriolas propias de una novela distópica, mostrar que Dios es el dueño del circo, que si a veces nos distribuye los naipes para ver cómo jugamos, a veces hay que devolverle los naipes a Él y dejar que Dios sea Dios... y que sólo entenderemos cómo son las cosas, qué vale qué y cuánto, que el que ríe último, ríe mejor… al final. 
Y de allí el carácter apocalíptico de esta magnífica, inmejorable novela. “Jazmín del país” tiene como subtítulo “Una utopía”, pero yo habría creído que no se podía escribir esta utopía, recordando lo de Chesterton, ¿no?, que la mejor manera de destruir una utopía es tratar de establecerla, y sin embargo… pues, allí está la novela de Javier, completa, redonda, con un principio, un medio y un final a toda orquesta. Y cuando la terminé, me dieron ganas de leerla toda de nuevo… porque me parece que se me pasaron algunas cosas, algunas claves secretas, aquí y acullá.
Y porque la novela termina con una promesa.
De otra parte, me impresiona, la lectura profunda, que ha hecho Anzoátegui de Saint Exupéry (de su enigmática “Ciudadela”), y su gusto (que comparto, ¡y no lo sabíamos!), por la poesía de Paco Luis Bernárdez. Me hizo acordar, no sé por qué, a su famoso “Romance”:
Aquellas cosas profundas
Que yo apenas entendía.
Desde que el amor las nombra
Me parecen cristalinas.

Aquel tiempo de otro tiempo,
Que sin gloria transcurría,
Desde que el amor lo empuja
Tiene lo que no tenía.
Ahora, si las juntadas del medio centenar de viejas familias de Pasto Viejo, si las interminables charlas y discusiones (de política, de literatura, de rugby o de liturgia, de si es mejor el whisky “single malt” o el otro, el común, ¿qué más da?), si las incontables bromas y chistes de todo tipo, el universo mundo que supo ser el “Don Jaime” y las clases de tango en “El Galpón”, las célebres confesiones del P. Serafini a las seis de la madrugada, el Regatas y los partidos de fútbol y de paddle y los partidos de truco y las partidas de TEG, los “escapes” y “escapitos”, las borracheras y las guitarreadas, las obras de teatro, las adoraciones nocturnas, los intercambios epistolares y de insultos, cuando no de trompadas… si las “manteadas” y las “tocatas”, si los ejercicios de encontrar “parecidos”, si las juntadas para oír a Wagner, o los cine-clubs en la Parroquia de San Francisco, si los retiros y los campamentos, las reuniones de los domingos hasta que las velas no ardan, si las excursiones de pesca, las montañas escaladas (en Traslasierra o en Bariloche, ¿qué más da?—éramos todos de Pasto Viejo) y las mañanas navegando por el Río de la Plata, si los noviazgos y amores no correspondidos y los otros, correspondidos, desembocando en matrimonios y centenares de chicos, si las peregrinaciones, los coros y los partidos de truco y los ejercicios de disputatio y las lecturas colectivas de las tragedias griegas, si las charlas, charlitas, conferencias y clases magistrales, si las revistas locales y las poesías del pueblo, todas ellas, en total, sólo podían producir esto, si sólo servían para desembocar en esto, nada más… Si todo aquello no era sino para dar en esta novela, “Jazmín del país”, pues, no señor, entonces todo eso no habría sido de balde, qué iba a ser (¿estás loco vos, como iba a ser en vano? ¿Y qué, todavía no leíste la novela? ¡Andáaa, maricón! Tolle, lege). 
Porque para seguir con el “Romance”: 
Aquella pluma de siempre
Vive una vida más viva
Desde que el amor la mueve,
Desde que el amor la inspira.

El libro puede adquirirse en librería Vórtice, según los detalles que se indican en la columna de la izquierda del blog.

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