La semana pasada fue para nuestro país una semana de triunfo. La víspera de la votación de la ley de despenalización del aborto, Amnesty International nos avisaba a través de la contratapa del The New York Time, pagada con un millón de dólares, que el mundo nos estaba mirando a ver qué hacíamos. Y como bien dijo Amalia Granata, la conductora pro vida de pasado tormentoso: “Para vos New York Time”. El No se impuso en el senado y el aborto no salió. Y fue un triunfo, provisorio seguramente, pero triunfo al fin, y todo triunfo merece su festejo. Y el país festejó de diversos modos, según les fuera dado festejar. Algunos, con discreción y mesura, como Ludovicus en estas páginas; otros, con hipérboles enternecedoras, como aquella que narra que fueron treinta y ocho los senadores que votaron en contra porque treinta y ocho son los centímetros que mide la imagen de Nuestra Señora de Luján; incluso, con una ingenuidad rayana con la memez, se dijo que "La Argentina se le plantó al Anticristo y lo venció"; otros, un poco más guarros y borrachos, apenas producida la votación gritaban frente al Congreso alentados por un sacerdote: “Nooooo al abortoooo, nooo al abortoooo/ ahora los pañuelos se lo meten en el or…”.
Y en medio de festejo tan variopinto, mi amigo el Anónimo Normando escribió un breve comentario que trajo un reguero de reacciones. Allí alertaba contra los aguafiestas o, dicho de un modo más popular, contra los que miccionan el costillar. Él, profundo conocer de las letras hispánicas más rancias, utilizó otra expresión. Pues sí, parece que había en medio del jolgorio quienes se dedicaron a arrojar baldazos de agua fría advirtiendo que no había motivos de festejo alguno pues el triunfo, en el fondo, no fue más que el producto espurio de la democracia liberal y profundamente anticristiana. ¡Desfachatados!, dijeron muchos, y comenzaron a rebolear epítetos: injustos, ignorantes, engolados, acédicos, soberbios, perturbados, piadosones, pesimistas, quietistas, dementes, agroicos, poneruedas, estrafalarios, fundamentalistas, chalados, rebuscados, enajenados. En definitiva, miccionadores seriales de banquetes.
Una semana después de la votación de la ley me pregunto si estas micciones no fueron, en definitiva, un desagradable baño de realidad. La ley del aborto este año no salió. Habrá que esperar al año próximo, o quizás dos o tres años más para que vuelvan a la carga. Todo depende de cómo termina la ruta de los cuadernos Gloria y el desbarajuste económico, no sea que ocurra lo que tanto le aterra a Carlos Pagni: los países que atravesaron procesos de mani pulite, dice el periodista, terminaron o se prevé que terminarán, en manos de odiosos neofacistas de derecha: Berlusconi en Italia y probablemente Jair Bolsonaro en Brasil. Veremos.
Pero para el mundo posmoderno la ley del aborto se aprobó. Nosotros, que somos realistas, sabemos que no es así, que la res fue el NO que ganó por siete votos. Sin embargo, los realistas somos apenas un puñadito insignificante que no cuenta.
En lo inmediato, el presidente Macri incluirá la incorporación del protocolo del aborto no punible dictaminado por la Corte Suprema de Justicia en el nuevo Código Penal, por lo que cualquier mujer embarazada podrá ir a un hospital público, declarar que fue violada -sin dar ninguna prueba o explicación, y sin que medie denuncia policial-, y le deberán practicar un aborto. Por otro lado, ayer se anunció la noticia que los hospitales públicos dispondrán de las cantidades de misoprostol que requieran, y lo cierto es que a través de esta droga se realiza el 80% de los abortos en el mundo. Con lo cual, aunque se haya ganado la batalla en la benemérita ágora democrática, en los hechos tangibles cotidianos se perdió en apenas siete días buena parte del terreno conquistado por obra de las avivadas del gobierno de Cambiemos, que no se resignó a que los verdes se quedarán sin un hueso con más carne que el costillar.
Pero más interesante todavía es analizar el hecho cultural. La miasma verde derramada por los albañales que recorren todo el país, hace una semana que está enfurecida insistiendo en sus sinrazones. Los celestes apenas si aparecen, no por falta de voluntad sino por falta de espacio. Como bien dijo Claudia Peiró en un recomendable artículo, los abortistas son malos perdedores y no reconocen su derrota. El problema, sin embargo, no es el berrinche sino la ideología. Convengamos que buena parte de las verdes no peleaban por el aborto legal porque ellas estuvieran interesadas o impedidas de abortar: muchas de ellas son lesbianas, y por el momento no tienen el inconveniente del embarazo no deseado, y otras muchas más tienen los medios suficientes para, en caso de urgencia, comprar por Internet a $3000 un set de pastillas de misoprostol y abortar tranquilamente en sus casas como quien come un caramelo. El aborto les interesa como bandera, es decir, como una pieza más del armado ideológico.
Por otro lado, en el mundo actual la realidad no es la res sino el relato, que es elaborado principalmente por los medios. La gente ya no se rinde ante la evidencia. Cree en el relato. La realidad, que es un incómodo límite a su libertad omnímoda, desapareció. Es inasible. Incognoscible. Inexistente. Era suficiente que un imbécil funcionario del gobierno anterior dijera que en Argentina había menos pobres que en Alemania para que el irreductible 30% de kirchneristas lo creyera. Y hoy, es inútil que aparezcan cuadernos y que haya decenas de arrepentidos, entre ellos ex miembros del gobierno de Cristina Kirchner que afirmen fehacientemente que vieron y tocaron cientos de bolsos cargados de dólares: ese mismo 30% sigue afirmando que es una mentira. Podremos rociar al hombre contemporáneo con la clorofila más intensa, pasearlo por la selva amazónica y recitarle el “Verde que te quiero verde” de García Lorca, pero seguirá afirmando que las plantas son azules.
Lo mismo ha ocurrido con el aborto: podremos obligarlos a ver el tablero iluminado del Senado en el que aparecieron la cantidad de votos y podremos obligarlos a vestirse de celeste. No es suficiente. Para ellos, el aborto fue aprobado. Y el hombre de la calle, que es mayoría y que mayoritariamente no se inclina por el aborto, mira el espectáculo mientras trabaja, suda y sufre. No es su primera preocupación, ni tampoco su segunda, y ni siquiera su décimo problema. Él, tratando de escapar del trasiego diario, ansía que llegue la noche para descansar y ver televisión. Esa es su realidad: una pantalla pintada de verde.
Una curiosidad: Malena Galmarini se reveló como una de las más fervientes y furibundas defensoras del aborto. Es la mujer de Sergio Massa, el político al que el entrismo católico había elegido como reducto del peronismo "potable".
Una curiosidad: Malena Galmarini se reveló como una de las más fervientes y furibundas defensoras del aborto. Es la mujer de Sergio Massa, el político al que el entrismo católico había elegido como reducto del peronismo "potable".