
A raíz del post titulado Avistaje de diaconisas, y a fin de no caer en una de las prácticas que con frecuencia criticamos, me parece que es necesario desbrozar, porque en los comentarios se comenzaron a mezclar conceptos, ideas y prácticas que no hacen más que confundir. Y empecemos por lo de las diaconisas.Creo que nadie en su sano juicio podrá negar el papel imprescindible que juegan las mujeres en la Iglesia, comenzado por el que más privilegiado de todos, el que le tocó en suerte a la Elegida, la Santísima Virgen María. El servicio que han prestado y prestan las mujeres es insustituible y no es necesario repasarlo: es por demás evidente.
Es verdad también que hay situaciones excepcionales en las que el papel de la mujer dentro del servicio a la Iglesia cobra un papel más protagónico. Es lo que ocurre en la Amazonía. Probablemente resulte difícil o imposible para nosotros, habitantes de medios urbanos, situarnos en esos contextos tan diversos. A mi me ayuda el recuerdo de unas religiosas que conocí y que suelo cruzar de vez en cuando: las Misioneras de Jesús Verbo y Víctima, que fueron fundadas en Perú en los ’60. Me consta que son religiosas piadosas, observantes y bien formadas. La mayor parte de sus fundaciones están precisamente en la zona de la Amazonía y su “carisma” es establecerse en lugares donde no llegan los sacerdotes. De hecho, a muchas de sus fundaciones en medio de la selva peruana o brasileña, el sacerdote las visita sólo una vez al año. En estos caso, me parece bueno y necesario que ellas no solamente enseñen el catecismo y visiten a los enfermos, sino que también bauticen, asistan como testigos a los matrimonios y los días domingo presidan algún tipo de celebración en la que puedan distribuir la Sagrada Comunión. Los cristianos que viven en esas remotas y casi inaccesibles regiones necesitan de los sacramentos porque los sacramentos son los medios ordinarios con los que Dios distribuye su gracia. Me parece, por tanto, que estas prácticas son buenas y no hay por qué eliminarlas o cuestionarlas.
Otra cosa distinta es pretender ordenar a estas mujeres -sean religiosas o no-, como diaconisas, y primero habría que precisar que se entiende y que se entendió por tales en la tradición de la Iglesia. El documento El diaconado. Evolución y perspectivas, elaborado en 2002 por la Comisión Teológica Internacional, concluye luego de un meticuloso estudio: “La presente panorámica histórica nos permite constatar que ha existido ciertamente un ministerio de diaconisas, que se desarrolló de forma desigual en las diversas partes de la Iglesia. Parece claro que este ministerio no fue considerado como el simple equivalente femenino del diaconado masculino. Se trata al menos, sin embargo, de una verdadera función eclesial ejercida por mujeres, mencionada a veces antes de la del subdiaconado en la lista de los ministerios de la Iglesia. ¿Era este ministerio conferido por una imposición de manos comparable a aquella, por la que eran conferidos el episcopado, el presbiterado y el diaconado masculino? El texto de las Constituciones apostólicas dejaría pensar en ello; pero se trata de un testimonio casi único y su interpretación está sometida a intensas discusiones. ¿La imposición de manos sobre las diaconisas debe asimilarse a la hecha sobre los diáconos, o se encuentra más bien en la línea de la imposición de manos hecha sobre el subdiácono y el lector? Es difícil zanjar la cuestión a partir únicamente de los datos históricos”. Es decir, pretender restaurar el diaconado femenino sería equivalente a inventar el diaconado femenino, porque nadie sabe a ciencia cierta qué fue ese ministerio en la Iglesia primitiva. Los encargados de hacerlo serían los conocidos liturgistas de escritorio con un amplísimo poder de imaginación y creatividad. Non placet.
La solución que proponen nuestros beneméritos obispos es crear un nuevo ministerio para el que sugieren el repulsivo nombre de ginacólitas que, como vimos, desempeñarían funciones similares a las que recién comentábamos que hacen las monjitas peruanas. Y yo veo aquí dos problemas. El primero es que ese servicio que desempeñan estas religiosas u otras mujeres en la Amazonía no tiene por qué extenderse a toda la Iglesia. Estamos hablando de una región geográfica muy particular, con características muy especiales y en las cuales este tarea desempeñada por mujeres es la única posibilidad que las comunidades cristianas reciban los sacramentos. Y yo me temo que los obispos pretendan, por una cuestión de corrección política, que poco a poco vaya extendiéndose con diferentes excusas a toda la Iglesia. Y entonces tendríamos que los casamientos de los sábados a la noche los celebraría una monja o una piadosa y rezadora feligresa, mientras el párroco y sus vicarios están viendo La casa de papel mientras comen pizza. Es lo que ocurre en la actualidad con los ministros/as extraordinarios de la eucaristía que distribuyen la sagrada comunión mientras el cura permanece cómodamente sentado en el presbiterio, o la llevan a los enfermos mientras el preste se dedica a hacer running.
Y el segundo problema es que yo no veo la necesidad de inventar un nuevo ministerio para esto. ¿Es que las monjas de Jesús Verbo y Víctima u otras como ellas, están ofendidas porque no son ministras de algún tipo? ¿Es que han elevado cartas y peticiones al respecto? ¿Es que han organizados manifestaciones frente a los palacios episcopales? No. Absolutamente no. Ellas están lo más bien y tranquilas haciendo lo que deben hacer en las circunstancias extraordinarias en las que se encuentran. Las que sí organizan ese batifondo son las monjas que residen en elegantes conventos de Manhattan y que pasan el día infectándose con libros sobre ideología de género y sobre el machismo y el patriarcado en la Iglesia.
Pero sigamos desbrozando. Una cuestión estrechamente ligada a ésta y que también será tratada en el sínodo, es la referida a la posibilidad de ordenar sacerdotes a viri probati, es decir, hombres casados, de edad madura y virtud probada, que puedan celebrar los sacramentos en esas comunidades tan alejadas. Nuestra sensibilidad tradicionalista se eriza al escuchar tal posibilidad y enseguida reaccionamos descubriendo allí otra de las maquinaciones de los modernistas. Y creo que es un error. Es decir, creo que es un error considerar que la discusión sobre el celibato sacerdotal en la Iglesia latina es una cuestión de modernistas y, consecuentemente, es un gravísimo error entregarles a ellos esa bandera. En otras palabras, la discusión del celibato obligatorio para el clero secular latino no es un discusión de modernistas y conservadores; es una discusión que se da en otros niveles, más allá que algunos quieran quedarse con las banderas. Brevemente, se puede defender la tradición y, a la vez, estar de acuerdo con la posibilidad de sacerdotes casados, sin cometer herejías y sin traicionar a nadie. Y tengo varios argumentos para probar lo que digo.

En primer lugar, como todo el mundo sabe, el celibato no es condición necesaria para el sacerdocio, y no solamente porque así lo atestiguan los Hechos de los Apóstoles y las epístolas paulinas, sino la praxis misma de la Iglesia: el clero secular de las iglesias orientales, tanto católica como ortodoxa, puede estar casado, y de hecho, lo está, y esto ha ocurrido así desde los inicios mismos del cristianismo. Y otro dato importante: desde el pontificado de Pío XII al menos, a los sacerdotes anglicanos que estaban casados y se convertían a la Iglesia romana, se los ordena nuevamente y se les permite seguir casados. Y esta práctica se renovó recientemente con el Papa Benedicto XVI y la creación del ordinariato de Walsingham. Y aquí tenemos ya un elemento a favor a la ordenación de viri probati para la Amazonía: la Iglesia ya ha considerado un caso particular -los convertidos de la iglesia de Inglaterra- en el que la obligación del celibato ha sido levantada, y no ha sucedido ninguna catástrofe.
Para vayamos a argumentos de más peso que la pura praxis. El famoso cardenal Cayetano, comentador eximio de Santo Tomás de Aquino, redactó en 1530 para el papa Clemente VII un memorándum con sugerencias destinadas a combatir la herejía luterana. Allí aconsejaba, por ejemplo, que se permitiese a los laicos recibir la comunión bajo las dos especies, que no se exigiese a los teólogos luteranos una retractación formal, sino solo que confesasen creer lo que siempre había creído la Iglesia universal y, en relación a nuestro tema, que en Alemania los sacerdotes pudieran casarse (Cf. Jared Wicks (ed.), Cajetan Responds: A Reader in Reformation Controversy, Catholic University of America Press, Washington, DC 1978, pp. 201-203). Se trata de la misma idea: frente a una situación particular -el surgimiento del protestantismo-, la Iglesia podría dispensar de la ley del celibato a los sacerdotes del clero secular.
Pocos años después, la cuestión del celibato fue ampliamente discutida en el Concilio de Trento. Uno de los impulsores más importante fue el duque Albrecht de Baviera, cuyo legado, Segismund Baumgartner afirmó estar convencido de que en los países de habla germánica los católicos fieles y piadosos habían llegado a la conclusión de que “un casto matrimonio es preferible a un celibato deshonesto: castum matrimonium contaminato coelibatui praeferendum. Pronosticó, además, que la situación continuaría deteriorándose, a no ser que, en conformidad con los usos y costumbres de la Iglesia primitiva fueran admitidos a las órdenes sagradas varones bien formados y casados. Meses más tarde, el mismo duque Albrecht, a través de dos embajadores suyos enviados a Roma, pidió directamente al papa una doble autorización: para que los laicos pudiesen comulgar bajo las dos especies y para que “varones casados, rectos y bien formados, pudiesen realizar ciertas tareas eclesiásticas, especialmente predicar la palabra divina” (Concilium tridentinum: diarorum, actorum, epistolarum, tractatuum nova collectio VIII, Herder, Friburgo, 1901-ss,pp. 620-626). Pío IV contestó a la primera petición diciendo que eso era algo que estaba considerando el concilio y que él no deseaba interferir en el resultado del debate. La segunda petición se la transmitió a los legados, pidiéndoles que le hiciesen saber cuanto antes cuál era su opinión al respecto. Los legados consultaron el asunto con cuatro teólogos, que en su respuesta afirmaron que el matrimonio de los sacerdotes era contrario a la tradición de la Iglesia y, en su opinión, inconveniente, “incluso para estos calamitosos tiempos”. Pero no por eso la discusión terminó allí. El dominico español Juan Ludeña entabló un largo y tedioso diálogo imaginario con Calvino sobre el matrimonio y el celibato en el que reconoció que, aun cuando en las circunstancias de entonces existían buenas razones para dispensar del celibato y ordenar a varones casados, eran más fuertes las razones que desaconsejaban esa solución. Otros teólogos, como el dominico alemán Sanctes Cinthius y el franciscano italiano Lucius Anguisciolo, afirmaron, por el contrario, que asegurar la supervivencia de la fe en un país era más importante que la ley del celibato (Concilium tridentinum:… IX, pp. 446-458; 463-464, 465).
Los padres del Concilio de Trento actuaron con prudencia y sabiduría. La eliminación del celibato no habría frenado la herejía luterana. Pero el hecho que teólogos de la talla y ortodoxia de Cayetano haya propuesto la posibilidad de suspender la necesidad del celibato para situaciones y zonas geográficas determinadas, y que los padres del Concilio de Trento lo hayan discutido seriamente, muestra que no estamos meramente frente a una cuestión impuesta por los modernistas.
Pero aparece el temor que señalábamos más arriba: ¿no se tratará de un ariete y, una vez permitida la ordenación de viri probati en la Amazonía comenzarán a reclamarla para todo el clero latino? Es una posibilidad, y una posibilidad cierta. Claro que no estoy de acuerdo, porque traería más problemas que los que solucionaría, y sobre este tema hablamos en el blog hace un tiempo y no vamos a repetirnos.
Lo que no me parece acertado es reducir la discusión a una cuestión de modernistas. No lo es. Y, para el caso de la Amazonía, creería que sería razonable analizarlo.