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Con tal de que no haya terceros…

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Jack Tollers

Así decía el Anónimo Normando, en un comentario a la entrada anterior: en la concepción católica dominante de nuestro tiempo, si hay una separación de cónyuges casados, pero ninguno comete adulterio… pues entonces no hay pecado y entonces, todo está bien. Así llegamos, dice él, como consecuencia de reducir nuestra santa religión a la moral, la moral a lo sexual y (añado yo) lo sexual a lo genital. 
Así, separados (si es posible, en buenos términos), se arregla todo. 

Y la realidad, lo que nadie denuncia, es que las cosas son exactamente al revés. El insigne C.S. Lewis alguna vez definió a la guerra como “el empeoramiento de todo” (y de eso sabía, como que había vivido dos guerras mundiales, una como combatiente, la segunda como civil). 
Efectivamente, bien pensadas las cosas, la guerra es “el empeoramiento de todo”: más violencia, más injusticia, más frío, más hambre, más violaciones, más viudas, más viudos, más pobreza, desarraigos, tristezas sin cura,  etcétera, etcétera. Con la guerra no mejora nada y todo empeora. 
Pues bien, la separación de los cónyuges (por “civilizados” que sean sus términos, por higiénicos que se muestren los separados, por mucho que no haya adulterio), es, no cabe duda, el empeoramiento de todo. Y para hacerme entender, me veo obligado a recurrir a una metáfora (o parábola, si se escribiese de otro modo, que yo no sé). 
La familia es como un barco botado por un astillero muy acreditado: se llama “santo sacramento del matrimonio”, qué se creen ustedes. Ahora bien, ninguna embarcación de ningún tipo puede ser gobernado democráticamente, tiene que haber un jefe y ése es el pater familias, el capitán. 
¿Y bien? Pues por bueno que sea el capitán, tampoco se puede arreglar solo, necesita el concurso de la contramaestre, una señora que, si bien no manda sobre el capitán (donde manda capitán, no manda marinero), sabrá cómo arreglárselas para corregir rumbos equivocados y atenuar el rigor del capitán con la tripulación, además de sí mandar sobre el resto de la tripulación, además de ocuparse de la cocina y un sinfín de menesteres que parecen pequeños, pero que no lo son, ni en un millón de años. 
Y luego, claro, está la tripulación que son los hijos (cuando no sumamos, los yernos, las nueras, los nietos y a veces algún que otro agregao como había antes en las viejas estancias argentinas). 
En la Escritura (y en todas partes) el mar siempre ha representado el mundo, un mar de a ratos apacible, frecuentemente revuelto, con corrientes traicioneras y cada tanto, protagonista de tremendas tormentas que pondrán a prueba a todo el mundo—especialmente al capitán (off topic: ¡qué bueno es Conrad describiendo esta clase de cosas!), y un buen capitán será aficionado a la botella, cómo no, pero cuando las procelosas aguas del mar se rebelan tan seriamente tendrá que dejar eso momentáneamente, empleado como estará en tratar de sobrevivir (y hacer sobrevivir a todos los que están a bordo), a la tremenda tempestad.
Así está el mundo en los días que corren y así está el barco de cualquier familia en los días que corren y así está el capitán, y así se siente la contramaestre, y así lo sufren los tripulantes. 
Pero, claro, las cosas siempre se pueden poner peor: supongamos que la tripulación amenace con un amotinamiento (el diablo sugiere eso, siempre, a toda hora), justo en medio de la tormenta. Y que, para peor, la contramaestre parece muy inclinada a sumarse a ese amotinamiento (la esposa que quiere más a sus hijos que a su marido, je, o que por lo menos siempre parece estar poniéndose de su lado en contra del marido), y la tormenta que no sólo se muestra bravísima, sino que es larga, muy larga, sin dar respiro…
Entonces el capitán puede verse tentado, muy tentado de tomarse el buque… este, no…, digo, tomarse el olivo, subirse a un salvavidas y que los amotinados se arreglen: total, si no lo quieren a él, si lo tienen por un inútil, si no quieren reconocer su autoridad, ¿para qué se va a quedar en ese barco de los mil demonios en el que todo parece andar tan mal?
Pues amigos, ese capitán está pensando mal porque eso sería el empeoramiento de todo.
Por lo pronto para él mismo: ¿qué le asegura que en un miserable bote salvavidas va a sobrevivir en un mar así de revuelto, en medio de una tormenta semejante? ¿Y cómo resistirá el canto de las sirenas? (ni poste tiene el salvavidas para atarse, por lo menos). Y aun cuando sobreviva a todo eso y llegue a tierra y se arme un rancho tranquilo para pasar el resto de sus días en apacible soledad: ¿cómo se perdonará haber abandonado el barco? ¿No era que el capitán es el último en abandonarlo? ¿Qué quedó de su honor, de su dignidad de marino? (Y recuerde que al final de todo, va a haber un Juicio en el Almirantazgo, que no te digo nada).
En cuanto a la contramaestre, ahora sola y a cargo del buque, ¿cómo hará cuando se le amotinen a su vez a ella? ¿Y acaso tiene la pericia, la fuerza, el tesón como para gobernar aquel barco en medio de una tormenta como esa (y que bien puede que se ponga peor, un poco más adelante)?
No, Sr. Capitán: es una mala idea, es el empeoramiento de todo, quédese al mando de su barco, vea como hace para convivir con (aquella insoportable) contramaestre, domine el incipiente motín, piense en el ejemplo que tiene que darle a la tripulación… y a todos, y a todos los demás capitanes que surcan el mar con problemas más o menos igualmente graves, más o menos igualmente insoportables. 
Es cierto que en estas circunstancias—cuando se levantan vientos semejantes, cuando el furor de las olas parecen estar a punto de ahogarnos—Nuestro Señor tiene la desesperante costumbre de quedarse (¿o de hacerse el?) dormido. Pues nada, habrá que despertarlo a fuerza de gritos y conjuros: en algunas traducciones de San Marcos, los aterrorizados discípulos le gritan: “¿No te importa lo que nos pasa?”. 
Mejor eso, cualquier cosa es mejor que bajarse del barco, bajarse de sus responsabilidades, de sus incumbencias específicas, del ejemplo que tenemos que dar…
Ya sé, ya sé que lo que digo resultará durísimo para más de uno que se dirá, “este dice esto, porque no sabe lo que estoy pasando”.
Pero sí sé lo que digo, yo también navego en el mismo mar, con los mismos problemas que todos mis colegas en este dificilísimo oficio de marinería en pleno siglo XXI (y si no, ¿cómo creen ustedes que se me ocurrió escribir este post?). 
Y por las dudas, lo repito, abandonar el barco resultará en el empeoramiento de todo. 
Mejor, despertar al que está “en la popa, dormido sobre un cabezal” (Mc. IV:38).


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